IRVING PLAZA 17 Irving Pl., at 15th St. (212-777-6800)—Thirty years ago, the New York Dolls paired the seedy downtown vibe of the Velvet Underground with a glam aesthetic and played a gloriously dishevelled high-volume rock. It was a sweaty, sexy combination, and it helped spawn, inadvertently, punk rock and hair metal, but it was all over too quickly. Then, last June, the ex-Smiths front man, Morrissey, a longtime fan, convinced the Dolls to get back together for a show. The death of the bassist Arthur (Killer) Kane a month later put the reunion in doubt, but the group played Randall’s Island last summer, and they return for three shows April 28-30. (The New Yorker)
Nos besamos en público, un arrebato de lengua y pedacitos de LSD frente al indio de bronce que preside la Placita del Indio en el waterfront de El condado, valga la redundancia, vestidos con tacas plásticas azul turquesa y pantaloncitos color del vino rojo y verde chatré, a la luz de la luna tropical y con la brisa del mar que acariciaba nuestras greñas laqueadas con escarcha bizarra tuttifruti y nuestras orejas perforadas con los tapones del I-pod color blanco impecable sintonizado oportunamente en la música de Bjork y cortes de T.Rex, Marc Bolan, Sweet, Slade, David Bowie, Alice Cooper,Roxy Music, Mott The Hoople, Gary Glitter, and more, según Google, por aquello de que no se haga público nuestro dolor y que no nos acusen los vecinos del síndrome del retropanick, esa sensación que le viene encima a la mayoría de los que odiamos al fake colombian music revolutionary llamado Juanes cuando nos acordamos lo bellos que éramos cuando nos tomábamos de las manos y salíamos a pasear por las calles de Londres con trajecitos de velvet, bien abrigaditos en imitation mink aunque dabajo luciéramos un tubo de spandex, porque nosotras las cholas funkeras de la orilla americana no estábamos tan acostumbradas a sobrevivir los cantazos eléctricos de las guitarras de las dragas rockeras en pleno sótano de refugio antinuclear sin calefacción, un sacrificio de medias nylon con boquetes a la altura de los muslos y una penitencia de bondo de tonos pastel en la cara (no hay que descartar el retoque ochentoso con lipstick a la altura de la comisura violada por la nota punk) que servía de máscara protectora si no de sunblock de esa ventolera heladísima que proviene del Atlántico norte (The Queen is English) y que nos ponía de pose en pose de vuelta y media, zas, zas, a caminar viraditas (uno, dos, uno, dos) de plena conciencia escandalosa por los antros gemelos de Nueva York (England is an island), a los que acudíamos como dignas representantes mormonas del evangelio según la decadencia chic y el degenere hard core del proletariado rockero postsesentoso (Manhattan is an island), con aspiraciones de chusma de Hollywood pero con síntomas de erupciones virulentas en la piel de yunky de brownstone suburbano cruzado con la escena de pastizal y jeringuillas sucias lavadas con agua de clorox encontradas en crack house de arrabal. Punto y aparte: El canto de pelo era un detalle de importancia capital. Allí era que se separaba el estirón del afrosheen y el empleado de beauty casero e improvisado que nos atendía en el momento previo a la exhibición de la adversidá. La fila, gran pasarela previa a la homilía del glamour, era la prueba de fuego que todas, tarde o temprano, quisimos rebasar. Rojo metálico Clairol, mi favorito, bleached, visto en los otros amigos queridos del alma borracha de pink champagne porque en mí, en mí no. Imposible. En mí no se veía bien el esteiment del pelo malo de negro fuera de grupo tinteado de colorao y envuelto en moñitos groovie del material de la nostalgia de hacer el ridículo como gruppie y fan que se masturba con los posters por las noches, que es también la sustancia controlada que se usa para aplanar las arrugas que con los años le salen al papel celofán.