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Cazador de ballenas
27 de agosto de 1977
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¿El sÃmbolo? Un gran incendio, un quemador al fin donde arrojáramos, junto con toda nuestra memoria, nuestros nombres, las cartas, las fotos, las pequeñas cosas, las llaves, los fetiches, etc. Y si no queda nada ¿Qué opinas? Espero tu respuesta.
-Jacques Derrida, La tarjeta postal: De Sócrates a Freud y más allá.
Escribe: Manuel Clavell Carrasquillo
Te busqué en los canales premium, y vine a dar con tu presencia enigmática en la proyección grabada de uno de los episodios del reality show de los ecologistas de Greenpeace que persiguen a los balleneros japoneses en las aguas australianas. Tu cara barbuda exudaba rabia, pero aún asà atendÃas con cortesÃa las llamadas telefónicas de los distinguidos miembros de la prensa que comenzaron a entrar por las lÃneas tan pronto el Raimbow Warrior cruzó la jurisdicción marÃtima prohibida. Le explicabas a la cámara que dicho trato era necesario debido a que cualquier acción revolucionaria en el siglo XXI requerÃa primeras planas y alarmas de breaking news en los principales telediarios mundiales. Acababan de asaltar un barco ballenero de los malditos enanos japoneses con gusto inescrupuloso por la carne de cetáceo en peligro de extinción y uno de sus compañeros habÃa sido secuestrado. Más tarde, el compañero de fragata fue arrestado por las autoridades de la nación del sol poniente, amordazado y sometido a la obediencia; casi, a punto, desaparecido. Lo acusaban de cargos graves: piraterÃa en mar abierta. Ustedes estaban cantando victoria contra los salvajes con paladares adictos al sushi, pues habÃan logrado detener la cacerÃa por unas horas. Sin embargo, ya extrañaban a Peter, pero era la división legal de la corporación sin fines de lucro la que iba a comparecer en los tribunales. Ustedes debÃan continuar David contra Goliath en plena lucha oceánica. De repente, se me hizo evidente nuestra distancia. Los ojos se me llenaron de lágrimas bobas al recordar nuestras últimas conversaciones por chat y nuestras últimas comunicaciones por carta. Algo se desrrasgó en mi memoria selectiva en relación contigo y en la forma en que me abrazabas por las noches después de chingar en la cama. Ya no podÃa imaginar tus palabras de fiesta y alegrÃa permanente, ni tus susurros calientes. La función de contrarponero que te habÃa asignado en nuestro cuento breve comenzó a desinflarse junto con el arresto de tu amigo. El inútil combate o Alexis, mi marino mercante hecho todo un Guevara quebrado de pies y manos, cristológico, alzaba vuelo como el albatros después de jartarse de mariscos vivos. Aquellos secretos compartidos en plazas públicas con niños y helados, aquellas caminatas habladas por los senderos de los monumentos romanos en ruinas, aquellos consuelos con marihuana hidropónica y sorbitos de vino blanco se difuminaban en la incertidumbre de las molestias: Alexis, querido, la verdad se me metÃa por la escotilla mohosa de nuestra historia fatula. “Nadie conoce a nadieâ€, una vez más, de tantas, me dije. Cambié de canal para olvidar el susto del vacÃo mutuo, una amistad en picada, un proceso de binivelación de las vainas propias contra las ajenas, cuatro mamadas sueltas y doce, exactamente doce conversaciones celulares memorables entraban en las olas enormes y frÃas del silencio. El mutis me llevó a un delirio que duró dos minutos, pasmado. ¿Quién eras? Traté de reconfortarme en tu mirada carnÃvora, traté de reconstruir el paso de tus ojos sobre mi cara estupefacta o tumefacta, ya no sabÃa la hora, ni los colores, todo era parte de una narrativa escrita sobre la piel y no enviada, una correspondencia ingenua y espontánea que no fue sellada ni enviada, aparentemente, un genocidio de complicidades forzadas por mi imaginario menos tu simbólico, una fogata que prendió azul al inicio, roja en el midterm del año pasado, amarilla en los intersticios de azufre y carbones mal encendidos de cobalto. Fueron tantos los malentendidos, las rabietas a solas, que las confrontaciones no se daban cual lo planificado. Tuve que deshilachar los libretos y romper las marionetas de ventrilocuismo. Acudà a ciertos espÃritus chocarreros y a ciertas madamas octogenarias para que me dijeran tus coordenadas. Nadie sabÃa porque te encargaste de borrar tu pasado y esconder tu resumé en la última catacumba de los cristianos primitivos, huesos y cenizas, cajitas chinas, pergaminos chamuscados, velones a medio arder, un ardor en las costillas de Adán y en la nalga de Eva, total, las reliquias ortodoxas no me sirvieron de brújula para hallarte perdido porque no me autorizabas el trasteo. La contraseña. El password. No me quisiste a tu lado a la hora de los maitines ni en la salida del laberinto a pesar de que encontré las claves de embuste, pulsé los botones que me dictabas, pronuncié las palabras malagradecido, irracionalmente, malagradecido pero no tanto como los santos de la primera era del siglo uno, el primero en tocar las entrañas de los arúspices, el primero en hacer harina la galleta de la fortuna fabricada en serie para Taiwán y RÃo Piedras después de degustar unos pinchos de pollo en plena avenida universitaria con pique. La estrella, el meollo de la pendejá más brillosa, el cosmos latiente, un disparate fijado en las paredes con un clavo de acero inoxidable me guiaba hasta los mares infestados de sargazos de tus decisiones, un combate eterno, Alexis o el eterno combate de salir del clóset aquà y ahora, en pleno mar con las cámaras del reality enfocando el desfalco de tu preferencia alternativa, otra, evadida, sacudida, bromuro de sodio de la mÃa cloruro de potasio. No, no acepto los contraceptivos de tu negativa, ni los consuelos de tus reuniones de casino burgués, ni tus pinturas posteadas en Facebook. No quiero volver a caer en tus garras peludas con guille vegetariano, de peladora de papas andina. Quiero olvidar tus zarpazos profundos, los vendajes, las visitas a la sala de emergencia del hospital Ashford, y sustituirlos por otros predirigidos, por unos sobres lacrados derrideanos, fluidos, arbóreos, degustar el sabor del sometimiento a las órdenes de la casa flotante en la bahÃa bioluminiscente, el malestar de los animalitos metidos en el costado y en el ventrÃlocuo, una comunicación, otra, directa, que no parezca falsa, como todas las comunicaciones contigo, como todas las conversaciones contigo en las madrugadas después de las borracheras y en las autopistas sureñas desiertas de gente preocupada por el mejoramiento de la patria. En el McDonald’s a la derecha, solÃas decirme, y yo no podÃa con eso. Yo querÃa fondas con mangú y dos huevos fritos. Te quiero, mi amor, y yo no podÃa con eso. Eres el hombre más bello y yo no transaba, yo no podÃa con eso. Yo te espero, y era pura representación de cortesÃa, condescendencia, como todo lo demás, no habÃa nada tras la espera, una historia de egoÃsmos puestos en pausa como en el vÃdeo, como en la serie de los balleneros que se resbalaban en el agua sobre la cubierta para detener a un barco pesquero enemigo, un deseo de comerse los cuerpos deshechos hasta el tuétano de las posibilidades lujuriosas, escamas, vÃsceras, nada, nada de nada. Muchas gracias por todo.