En Parnaso (Fragmento de novela)

Escribe Francisco Font Acevedo

parnaso filipinoChepo llegó a El Boricua más temprano de lo usual, sólo quince minutos tarde. Traía como siempre su pequeña libreta de poemas debajo del brazo. Lucía nervioso; entre el índice y el anular de su mano derecha sostenía la colilla de un cigarrillo que había dejado de humear hacía rato. No me saludó y sin más me dijo:

–Hoy la cacería fue deficitaria, ni un poema carnívoro. Tanto colorante no me dejó sacarles palabras a las carnes. Pude haberlas machacado, pero no tengo temperamento de carnicero.

–¿No cazaste ni un poema? –inquirí.

–Carnívoro, ninguno. Uno farmacéutico y otro ovíparo. Nada más. Debe ser que el supermercado ha bajado las ventas.

El Che se refería al Supermercado Doña Ana, ubicado en la avenida Universidad. Es un comercio legendario donde muchos de los estudiantes hospedados en Santa Rita hacen sus compras. El Che va allí con cierta frecuencia a comprar cigarrillos y a cazar poesía, y hoy en particular había ido de cacería a la sección de carnes. El hecho de que no cazara siquiera un poema carnívoro era algo insólito en Chepo, poeta prolífico como pocos y cuyas expediciones por lo general dejaban el saldo de siete u ocho poemas. El Che adjudicaba el fracaso a la caída de las ventas del supermercado, pero no era ésa la razón.

–Apuesto a que no aguaste las pastillas –-le comenté.

–Sí-sí-sí. ¡Era eso! Gracias, gracias –-dijo con el rostro de pronto encendido por el descubrimiento–. Te invito a una cerveza –-añadió y sin esperar mi respuesta fue al mostrador a ordenar dos.

Chepo era así. Si no se tomaba las pastillas se convertía en una errática caricatura de sí mismo; si se las tomaba, se volvía muy rígido y su poesía se estreñía. Siempre que no se excediera bebiendo, un par de cervezas aguaba su cerebro y le devolvía el equilibrio a su arte.

Después de beberse su segunda cerveza y fumarse cuatro cigarrillos, me anunció que estaba listo para ver a Las Hienas. Antes de irnos de El Boricua, examinó con detenimiento mi rostro.

–Te ves mejor, Dimas. La Dora casi se te fue completamente de la cara. Pero te queda todavía el aire de viudo en luto.

–Después te explico– le dije. Ya íbamos tarde al culto de Las Hienas y no quería arruinar la ceremonia con el cuento de mis infortunios.

El culto esta semana era en el pasillo frente al teatro de la Universidad. Cuando llegamos, Las Hienas ya tenían encendidos cuatro velones en torno a un incensario. Al vernos, más bien al ver a Chepo, padrino oficial del grupo, prendieron el incienso.

–Bienvenido Maestro –-le dijeron al Che.

Como de costumbre, no se dignaron saludarme. Para Las Hienas yo era sólo el apéndice del Maestro, una suerte de lacayo o guardaespaldas. Un arrimado. El desprecio del grupo hacia mí era notable. Cuando les comentaba algo, lo pasaban por alto. Era escritor como ellos, como el Maestro, pero no era poeta sino narrador y esa categoría les parecía espuria. Los siete integrantes del grupo, vestidos de negro, eran poetas jóvenes y nihilistas. Despotricaban contra todo: contra los poetas canonizados del país, contra la familia, contra el gobierno, contra el Insticuco de Kurtura, contra la Universidad, contra el arte en general y contra la literatura en particular. Todos los jueves celebraban el culto, una obra teatral dividida en dos actos. En el primero, llamado La alcantarilla, todos, como hienas salvajes, arremetían contra algo o alguien que en la semana hubiera ofendido la gótica sensibilidad del grupo. En el segundo, El humentín, todos intercambiaban impresiones sobre algún proyecto poético.

Esta noche La alcantarilla estaba dedicada al gobernador del país y su afán lisonjero de poner fin a la crisis financiera del gobierno. Todos los días el primer ejecutivo transmitía por radio un mensaje en que instaba al pueblo a que presionara a sus legisladores para que votaran a favor de un impuesto a la venta. El ensañamiento de Las Hienas no era contra la táctica populista del gobernador, ni contra el partido rojo, ni siquiera contra la imposición de un impuesto a la venta. Nada de eso. Su disgusto, la razón de su mordaz crítica y de su poética inquisición era contra el uso y abuso de la frase “hermanos puertorriqueños”.

–Orín familiar –comentó Yocasta, una pelirroja con seis pantallas en cada oreja.

–Caca religiosa –ripostó Bocaccio, un barbudo con sandalias.

–Kótex nacional –subrayó Ionesco, el calvo líder del grupo.

Haciendo homenaje a sus respectivos seudónimos, el resto de Las Hienas calificó la frase del gobernador.

Anaïs, la más sensual del grupo, extrajo de un bolso un pequeño radio portátil y lo colocó en el suelo, a diez pies de las velas y el incensario. Acto seguido los siete poetas formaron un círculo en torno al objeto.

–Cuando usted diga, Maestro –dijo Ionesco.

Con la solemnidad que exigía la ocasión el Che se puso de pie y se alejó del círculo. Cuando se supo a una distancia prudente de Las Hienas, cerró los ojos, inhaló con fuerza y gritó:

–¡Chatón Wipiti!
Una interjección estrafalaria.

De inmediato los siete poetas comenzaron a pisotear el radio. Era el final de La alcantarilla, la materialización del desprecio de Las Hienas.

Apenas hicieron el radio trizas, cada poeta, sin excluir al Maestro, encendió un cigarrillo. Fumar y decir un poema eran actividades inseparables en la poética aérea del grupo. Aquel humo me sacaba de quicio y el hecho de que no fumara me hacía un paria. He ahí otra razón por la cual las siete hienas me despreciaban tanto.

Fumar era, además, la clave de que comenzaba El humentín, el acto propiamente poético del culto. La semana anterior habían convenido en que cada poeta trajera una cita literaria que recogiera el espíritu aéreo del grupo. De todas las citas se escogería la que mejor se adaptara para el epígrafe de la antología poética que irían compilando en los cultos subsiguientes. El Maestro sería quien escogería la cita.

El Che escogió una de Borges: “Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos”.

–Se nota tu prejuicio contra la obesidad literaria –-le comenté al oído.

–No es como tú piensas. Escucha y sabrás.

El Maestro explicó. Las Hienas, en un silencio reverente, atendieron a sus palabras como si fuera la revelación de un oráculo.

–Aunque era un escritor mestizo entre la prosa y la poesía, bastardía insoportable en estos tiempos, al menos Borges siempre cultivó las formas cortas. Era imposible que tuviera la visión de Las Hienas. Borges, en todo caso, fue una hiena avant la lettre. En la cita nos revela que, en oposición al desvarío novelesco, mejor convendría exponer oralmente, en cinco minutos, un texto. He aquí la posibilidad de la poesía aérea de Las Hienas. Una poesía sin palabra escrita, una poesía oral, producida y consumida en el aire.

Aquella glosa de la cita fue celebrada como una genialidad del Maestro. Nadie de Las Hienas había publicado un poema jamás y tengo la sospecha de que en realidad ninguno escribía. De seguro papel y tinta les parecían instrumentos muy pedestres, razón por la cual preferían urdir proyectos en el aire. Reverenciaban al Che porque había publicado un poemario de culto hacía diez años y no había publicado más desde entonces por su desdén hacia las formas convencionales de la poesía. Su último proyecto era vivo ejemplo de su evolución artística.

Ya no escribía poesía, sino que la cazaba. No compilaba poemas en formato de libro, sino que nada más cazarlos los regalaba a amigos, a familiares, a estudiantes en la calle y a los deambulantes riopedrenses. Era su manera de hacer poesía social.

Acogida unánimemente la selección del Maestro, Ionesco dio por terminado el culto, no sin antes ahumar a Las Hienas –sin excluirse a sí mismo– con la densa nube del incensario.

Pesadillas de Guillermo Gómez Peña

Escribe Manuel Clavell Carrasquillo

gomezpena largeSueñas que has llegado justo a tiempo a un performance de Guillermo Gómez-Peña en Salt Lake City. Tienes la sensación de que se trata de un artista famoso que se volvió loco luego de salir de México expatriado y lanzarse a vivir del cuento en los parchos latinos de los Estados Unidos; sobre todo en L.A., Califas. No te equivocas.
Intuyes que los constantes cruces de fronteras lo han convertido en un freak de la confusión de identidades y que ahora hace una parada breve con la intención de escandalizar mormones como parte de su cruzada anti-hegemónica y pro-inmigrante.

Así explicas por qué sus ayudantes te ordenan hacer fila para entrar al escenario según un estereotipo de raza: la gente “de color” pasa primero al show mientras los mestizos y los blancos monolingües continúan excluidos por el poder de ese chicano desubicado que posa como agente destructor de las cosas más sagradas. Es la hora de esperar afuera. Por primera vez eres el último de la cola.

Sales perturbado de aquel circo posmoderno, solidarizado con los que después de haber pasado horas allí opinan que no han entendido absolutamente nada de la bizarra puesta en escena, y escondes en una caja fuerte los golpes que le dio el artista a tu conciencia. La volviste a abrir años más tarde –en la misma pesadilla–, un sábado en que fuiste a la librería La Tertulia del Viejo San Juan, y tropezaste con un libro chinita fosforescente titulado Bitácora del cruce. Era la recopilación de los escritos más importantes de Gómez-Peña realizada por el Fondo de Cultura Económica para que sus palabras alcancen no sólo a sus fans, sino también a las aulas superiores y universitarias.

Decides leer en desorden a pesar de que el escritor y sus editores (entre ellos nada menos que John Ochoa y Julio Ortega) escogieron una secuencia que comienza con trabajos de los años 70 y termina organizado más bien por temas. Dando vueltas en la cama, leíste algo atrayente: “Nosotros intentamos ofrecerle a la audiencia el sacrificio y el espectáculo de nuestros propios cuerpos ‘de color’, desnudos, distorsionados y exagerados por los medios de comunicación; les ofrecemos el espectáculo de nuestros cuerpos heridos por la cultura popular, erotizados por el turismo cultural, y a la vez, mediatizados por las nuevas tecnologías”.

Sigues leyendo, porque crees que empiezas a entender algo: “En este sentido, cuando presentamos un performance no somos ‘actores’, ni siquiera somos seres humanos con identidad ficticia. Somos más bien Frankensteins post-mexicanos, o lo que yo llamo, ‘etno-cyborgs’. Somos una cuarta parte humanos, otra cuarta parte productos de la tecnología; otra, estereotipos culturales, y una última cuarta parte proyecciones psicológicas del mismo público”.

Viste en el libro las fotos en blanco y negro que documentan los performances de su extensa carrera y recordaste que tuviste la oportunidad de intervenir con el cuerpo expuesto de Gómez-Peña (haciendo de “El Mexterminador” y “El Border Brujo”) y con los de sus acompañantes (representando a “narco-mafiosos” y “natural born matones”). No lo hiciste por asco, porque te parecían payasos estúpidos y grotescos, aunque todos los presentes tenían la opción –a su debido tiempo, según su raza– de tocarlos, olerlos, golpearlos, apuntarles con un arma, marcarlos con pintura de spray e, inclusive, cambiar sus identidades híbridas con maquillaje y disfraces. El resultado fue un despelote de barbaridades que los profesores y los groupies describían como arte.

La poesía sí te entusiasmaba desde que habías leído (con tus conocimientos de español misionero) a Góngora y Vallejo, así que decidiste meterle mano a la pieza profética “Freefalling Toward A Borderless Future”, fechada en el 1985 en Tijuana y en el 2001 en San Francisco: “I see/ I see/ I see a whole generation/ free falling toward a borderless future/ incredible mixtures beyond sci fi:/ cholo-punks, cyber-Mayans, Irish concheros, Benneton Zapatistas,/ Gringofarians, Robo-mohawks, Buttho rappers,/ I see them all/ wandering around/ a continent without a name”.

De pronto, tus dos años de misión en Puerto Rico cobraron nuevos sentidos. Un gringo como tú, perdido en el Caribe predicando la Palabra a los criollos, había visto en vivo y participado de la mogolla que revuelve Gómez-Peña. Comprendiste perfectamente por qué fue aumentando la cantidad de términos en spanglish que iba incluyendo en sus textos con el paso de los años de su exilio y su peregrinación hasta convertirlos en las bombas que acaban de destruir tu mito WASP. Le concediste un break a su tripeo de dislocación y fuiste a la página de Internet de su compañía La Pocha Nostra (www.pochanostra.com) para complementar tus lecturas. Allí te asaltaron más dudas sobre esta “moda radical”.

Por poco despiertas del sobresalto y, para volverte a acomodar en la duermevela, consultas “El Réferi Binacional”, otro poema raro: (Voz de réferi de lucha libre) en esta noche de gala/ palenke del nuevo mundo/ habrán de enfrentarse a muerte/ los monstruos de la historia/ y el lenguaje/ con ustedes/ el Robin Hood Ramírez/ con su puñado de mariachis/ expertos en border-X-tensiones/ en esta esquina/ el Santo/ sultán de Contadora/ en aquélla/ Superman number two/ guarura del Pentágono/ en esta otra la Momia Tarahumara/ alias Raramuri en patines/ & over there/ Sor Godzilla/ vuestra ñora protectora”.

Acto seguido, ganaste la batalla contra el escepticismo al imaginarte mormón en una isla cementosa con tantos sobresaltos culturales. Te dirigiste a un público de creyentes en un español defectuoso, roto por hachazos extranjeros, pero todos te escuchaban loud and clear. Comiste platos con ingredientes insólitos y fuiste expulsado de urbanizaciones con acceso controlado. Sentiste el peso de tu “otredad” devuelta a los escondites leves de la “normalidad” boricua y las arrugas de tu discurso fueron borradas por las brutales planchas de las mayorías. Lo de Gómez-Peña, desde entonces, para ti, dejó de ser relajo.

¿Quién le teme al sincretismo?, te preguntaste entre ronquidos, y la contestación llegó muy rápido. Entonces fue que viste el desfile de puristas y defensores de las manifestaciones habituales tratando de encontrar la salida del laberinto de las identidades y te diste cuenta de que andabas enredado en una trampa. Nunca dejarías de ser mormón pero ya eras nadie-otro en la congregación puertorriqueña. Según Gómez-Peña, a los chicanos les pasa lo mismo, “no sueña[n] con regresar a México. Más bien quiere[n] ser latino[s] de otra manera y fuera de Latinoamérica; quiere[n] ser ciudadanos de una nación flotante”.

Flotas, entonces, en una patria líquida que vas descubriendo más y más mientras terminas de leer el libro y te dan ganas de confesar a los cuatro puntos cardinales que la amada que reposa a tu lado es una abogada loiceña que hace tiempo te invitó, a través del verso, a “Recuperar la ciudadanía a través del arte”. Antes de lanzar el grito cambias de opinión y envías un e-mail a La Pocha Nostra pidiendo que algún representante de ese conjunto de “aliens” que el FBI confunde con terroristas árabes te dé consejos afectuosos. Te contesta un Gómez-Peña arrebatado de pasión por medio de un correo electrónico que está en la antología: “Lloro como una hiena huérfana. Abrazo a una mujer irreconocible. Sus enormes pechos rosados presionan mi corazón extranjero”.

Ahora despiertas en el cruce del lecho bañado en sudor y resulta que, aunque todavía no puedes determinar si estás domiciliado en San Juan o en Utah, lo comprendes todo.

Esta reseña fue publicada originalmente en Diálogo, órgano de la Universidad de Puerto Rico, en el mes de mayo de 2007.

Erase una vez

una cometa azul que se enredó en un poste del alambrado.

Después del susto del naufragio

-y una breve meditación sobre su triste destino-

comenzó a observar la calle.

Miró primero el asfalto mojado y se dio cuenta de que sería su compañero

hasta que el viento la lluvia y sabrá dios si los pájaros

acabaran con su cuerpo de papel maché y su esqueleto de palos.

Pensó entonces en la última mirada que recordaba de Pascual

su creador de 12 años

que, cuando perdió el control del hilo,

se fijó en ella un instante;

desesperado.

No había pasado una hora de la catástrofe cuando

se le ocurrió que ya era parte del cable

y que su existencia útil había terminado.

Sin embargo,

a la segunda hora,

volvió a henchirse de esperanza:

su nuevo oficio consistiría en darle color a aquel paisaje.

La tercera hora fue tortura,

trató de zafarse de su jaula imaginaria aunque sabía que era inmóvil.

Dieron las cuatro paralítica y pensó: “Quizás los dientes de un roedor amigo

me liberen”,

pero a las cinco regresó la depresión al visualizarse tirada en el asfalto y

pisoteada por los autos.

La idea de ser testigo de lo que ocurría en esa esquina le llegó a la sexta hora

mas,

a la séptima,

ya estaba resignada; se conformaría con ser una bandera de color

hasta que el sol la lluvia o sabrá dios si algún pájaro

hicieran algo para relevarla.

-mcc
campo de cometas 1

El arte de joder el parto: Sí, Pepe

baldwin

By Greg Tate

James Baldwin liked to say “Artists are here to disturb the peace.” True that, Jimmy, true that. But when those rowdies are really on their game, they also rip folks out of mortal time and the fear of extinction. Lunge them away from their circadian lockstep and into the white-water roller-coaster rush of mythicized ritual frenzy, becoming mad, redemptive angel-banshees on the loose, casting wide nets, screaming love on that ass.

Fragmentaria: El nuevo álbum de Annie Leibovitz

annie leibovitz

Escribe Manuel Clavell Carrasquillo

Portada Rolling Stone Lennon

Un reguero de acontecimientos contradictorios condicionó la edición del material fotográfico que luego se convirtió en el libro A Photographer’s Life: 1990-2005, de la artista norteamericana Annie Leibovitz, reconocida en todas partes por dos fotos de portadas impactantes que le dieron la vuelta al mundo: una de la revista Rolling Stone en la que John Lennon besa y abraza (desnudo y en posición fetal) a Yoko Ono (1981) y otra, de la Vanity Fair, en la que aparece Demi Moore sin ropa mostrando de perfil una sortija de diamantes en la mano que le cubre los senos y su inmensa barriga de embarazada (1991).

Estremecida por una extraña mezcla de dolor funerario y alegría maternal, Annie tuvo que encerrarse en su estudio de producción y seleccionar una muestra representativa de los últimos 15 años de su vida para la casa editora Random House. Entre lágrimas y recuerdos, se enfrentó a una pila de negativos reveladores que desplegó sobre su mesa de trabajo. Así, destruida en cuerpo y alma debido al reciente fallecimiento de su amada compañera Susan Sontag y su padre Samuel Leibovitz (ambos murieron en un periodo de seis semanas en el 2005) decidía qué pedazos de su historia profesional y privada valía la pena recuperar. A ese sentimiento de pérdida y nostalgia se le sumaba uno de júbilo por el reciente alumbramiento de sus gemelas Samuelle y Sarah, que nacieron tres semanas después del último deceso.

En el prólogo, confiesa que creyó que sería fácil separar los retratos que había hecho de personalidades famosas de las estampas más íntimas. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que esa supuesta distancia entre el oficio y la familia es una falacia. ¿Qué tienen que ver, entonces, una foto de Jack Nicholson fumándose un cigarrillo mientras juega minigolf, una de Kate Blanchet en un ceñido vestido de circo dorado, otra del presidente Clinton en la Oficina Oval y una serie del cuerpo demacrado de Susan convaleciendo en el hospital mientras le aplican un agresivo tratamiento de cirugías y quimioterapia? “Esta es una sola vida, y las fotos personales, junto con las de los trabajos asignados, son parte de ella”, declara Leibovitz.

Para Susan, según explica en el libro On Photography (1975), la fotografía es “un método de apropiación y transformación de la realidad –en pedazos– que niega la existencia de un objeto que no se merezca ser fotografiado”. Annie, por su parte, alega que su vida ha sido precisamente ese desorden de “pedazos” que incluyen encuentros glamorosos con celebridades del cine, la danza, el teatro, la música, las artes plásticas, deportistas, políticos, escritores y empresarios. A eso se le suman imágenes de paisajes, edificios y landmarks mientras iba de playa con su madre y sus sobrinos, se quedaba a dormir en hoteles de todo tipo, jugaba con sus hijas, desayunaba con su padre y remodelaba sus casas en Nueva York y París. Así es que, para ellas, lo importante no es el valor simbólico que se le asigne al target sino que “la cámara eleva cada fragmento a una posición privilegiada” acabando, a su vez, con la presunción de que la belleza reside sólo en los objetos extraordinarios y proponiendo que se ve también en lo banal y lo azaroso.

De esta forma, la mirada seductora de Cindy Crawford mientras posa desnuda en un jardín con una serpiente en el cuello choca con la del doctor Sanja Basorovic en el hospital de Sarajevo al atender a un hombre ensangrentado en plena guerra de los Balcanes. Además, los músculos de Sylvester Stallone contrastan con un atardecer anaranjado en el Nilo, y las ojeras del escritor William S. Burroughs, de pronto, se conectan con las canas del afro de Nelson Mandela. La experiencia estética de pasar las páginas de este coffe-table book de gran formato se convierte en un repaso de los protagonistas de la historia más reciente y en un simulacro de que es posible acercarse a ellos porque los hemos visto tan de cerca que “bien los conocemos”. Por unos instantes, las estrellas bajan del cielo para que Annie les tome una foto pero, al mismo tiempo, la imagen –reproducida millones de veces, ya famosa– los vuelve a alejar de nosotros llevándoselos de regreso a su lejano firmamento.

Aunque Annie dice que no se considera fotoperiodista, porque supuestamente no puede ser neutral, debido a que siempre tiene un punto de vista, documenta con rigor las “noticias” de las diversas caras del “éxito” y eso es lo que quiso poner en una balanza junto con las del “fracaso”, que son las fotos “personales”. De ahí que no necesariamente se pueda comparar la sensación de fragilidad que emana de la foto de Bill Gates en la oficina de su casa frente a la computadora como un geek cualquiera o la de Quentin Tarantino simplemente guiando un Cadillac descapotable por una calle californiana con las de los partos de Annie y las del desarrollo de sus hijas o las de los entierros de sus seres queridos. Las primeras son instantes congelados cuyos ambientes fueron creados por la artista y las segundas pertenecen a una larga secuencia de sucesos personales que se pueden apreciar a través de todo el libro.

¿Qué información relevante provee una foto de Martina Navratilova en traje de baño empujando una rueda mecánica enorme o una de Leonardo DiCaprio vestido de negro en medio de un pastizal agarrando un cisne blanco que le cae por el cuello? Los sujetos son expulsados de los contextos tradicionales en los que se desempeñan y posan en situaciones paralelas que elevan metafóricamente sus identidades, proyectos artísticos y estilos de vida. Hay que recordar que la mayoría fueron utilizadas para ilustrar artículos periodísticos y que, en ese sentido, las palabras complementaban las escenas y viceversa. No obstante, en el libro, cada una refulge como una pieza individual de arte. La colección es una galería que sirve como un mapa del ambiente cultural de la época que nos permite observar con detenimiento los detalles que la fluidez de otros medios nos hacen pasar por alto.

La foto del “Ground Cero”, o el profundo hoyo humeante que quedó después de la destrucción del World Trade Center, resulta imprescindible si se quiere comprender a cabalidad la magnitud de ese desastre. Paradójicamente, lo mismo ocurre con la del cadáver de Susan arreglado para el velatorio. El descaro de enfocar los restos mortales de ambos ídolos caídos resume el “punto de vista” de Leibovitz. Para ella, quizás, de lo que se trata es de exponer lo que llama la “pequeñez de la vida individual” frente a todas las aspiraciones de grandeza. Susan divide en dos la curiosidad fotográfica y expone que existen fotógrafos “moralistas” y “científicos”. Pensaba que los “científicos” son los que se encargan de hacer un inventario del mundo mientras que los “moralistas” se enfocan en “los casos más difíciles”. Sin lugar a dudas, Annie elude el análisis binario de su compañera y este libro reafirma que, para ella, todo es importante.

-m.c.c.

Esta reseña fue publicada en la edición de abril-mayo de 2007 del periódico Diálogo de la Universidad de Puerto Rico.

Rorro

Simpson NT

Escribe Manuel Clavell Carrasquillo

Nota de la Redacción de Estruendomudo: Esta sátira política va dirigida al presidente de la Comisión de Reglas y Calendario del Senado de Puerto Rico, quien detiene la aprobación de las uniones de hecho para parejas homo y hetero más la reforma del Código Civil.

Querido De Castro-Font:

Recurro a la confesión pública porque estoy desesperado y ya no aguanto más la represión: soy gay y me he conservado virgen por orden del Arzobispo y por ti. Por favor, dame una oportunidad para, al menos, explicarte más.

Desde el comienzo de tu carrera te has destacado por ser uno de los legisladores más constantes y valientes que han defendido ambas constituciones, sobre todo los derechos a la libre expresión y la intimidad. Cada vez que te escucho o te veo me estremezco, tirito y se me pone la carne de gallina porque eres el tipo de macho que no es común: guapo, sabio, inteligente, articulado, profundo, visionario, leal, sensible y vanguardista.

Aquel salto que diste del PPD al PNP es la prueba irrefutable de tu compromiso moral con el pueblo de Puerto Rico y, para seguir tu ejemplo, cuando te largaste de ese antro de indecisos, también me cambié. Luego, cuando fuiste el principal esbirro del prócer Pedro Rosselló, mis ojos derramaron lágrimas de gozo porque no existe muestra de hombría más grande que la sumisión ante el caudillo a como dé lugar. Es una lástima que te haya traicionado pero, rorro mío, tú seguiste parado y yo a tus pies.

Ahora que buscas la reelección a través de la maquinaria fundamentalista para borrar tu condición realenga, queriéndote transformar en ángel de luz, voy dos veces en semana al templo y me arrodillo para que el Creador te apoye en lo único que sabes hacer bien: perseguir sodomitas y lacras.

Sé que me voy a quemar en los infiernos por gritarle al mundo esta verdad, pero no me importa. Jorgito de mi vida: te amo, te adoro y –aunque no puedas pronunciar el título d esta columna, ni corresponderme, ni dejar que ame a otro en paz– hasta me quedaría sin pareja en derecho para que tu hermoso reinado legislativo dure 24 años más.