En Parnaso (Fragmento de novela)

Escribe Francisco Font Acevedo

parnaso filipinoChepo llegó a El Boricua más temprano de lo usual, sólo quince minutos tarde. Traía como siempre su pequeña libreta de poemas debajo del brazo. Lucía nervioso; entre el índice y el anular de su mano derecha sostenía la colilla de un cigarrillo que había dejado de humear hacía rato. No me saludó y sin más me dijo:

–Hoy la cacería fue deficitaria, ni un poema carnívoro. Tanto colorante no me dejó sacarles palabras a las carnes. Pude haberlas machacado, pero no tengo temperamento de carnicero.

–¿No cazaste ni un poema? –inquirí.

–Carnívoro, ninguno. Uno farmacéutico y otro ovíparo. Nada más. Debe ser que el supermercado ha bajado las ventas.

El Che se refería al Supermercado Doña Ana, ubicado en la avenida Universidad. Es un comercio legendario donde muchos de los estudiantes hospedados en Santa Rita hacen sus compras. El Che va allí con cierta frecuencia a comprar cigarrillos y a cazar poesía, y hoy en particular había ido de cacería a la sección de carnes. El hecho de que no cazara siquiera un poema carnívoro era algo insólito en Chepo, poeta prolífico como pocos y cuyas expediciones por lo general dejaban el saldo de siete u ocho poemas. El Che adjudicaba el fracaso a la caída de las ventas del supermercado, pero no era ésa la razón.

–Apuesto a que no aguaste las pastillas –-le comenté.

–Sí-sí-sí. ¡Era eso! Gracias, gracias –-dijo con el rostro de pronto encendido por el descubrimiento–. Te invito a una cerveza –-añadió y sin esperar mi respuesta fue al mostrador a ordenar dos.

Chepo era así. Si no se tomaba las pastillas se convertía en una errática caricatura de sí mismo; si se las tomaba, se volvía muy rígido y su poesía se estreñía. Siempre que no se excediera bebiendo, un par de cervezas aguaba su cerebro y le devolvía el equilibrio a su arte.

Después de beberse su segunda cerveza y fumarse cuatro cigarrillos, me anunció que estaba listo para ver a Las Hienas. Antes de irnos de El Boricua, examinó con detenimiento mi rostro.

–Te ves mejor, Dimas. La Dora casi se te fue completamente de la cara. Pero te queda todavía el aire de viudo en luto.

–Después te explico– le dije. Ya íbamos tarde al culto de Las Hienas y no quería arruinar la ceremonia con el cuento de mis infortunios.

El culto esta semana era en el pasillo frente al teatro de la Universidad. Cuando llegamos, Las Hienas ya tenían encendidos cuatro velones en torno a un incensario. Al vernos, más bien al ver a Chepo, padrino oficial del grupo, prendieron el incienso.

–Bienvenido Maestro –-le dijeron al Che.

Como de costumbre, no se dignaron saludarme. Para Las Hienas yo era sólo el apéndice del Maestro, una suerte de lacayo o guardaespaldas. Un arrimado. El desprecio del grupo hacia mí era notable. Cuando les comentaba algo, lo pasaban por alto. Era escritor como ellos, como el Maestro, pero no era poeta sino narrador y esa categoría les parecía espuria. Los siete integrantes del grupo, vestidos de negro, eran poetas jóvenes y nihilistas. Despotricaban contra todo: contra los poetas canonizados del país, contra la familia, contra el gobierno, contra el Insticuco de Kurtura, contra la Universidad, contra el arte en general y contra la literatura en particular. Todos los jueves celebraban el culto, una obra teatral dividida en dos actos. En el primero, llamado La alcantarilla, todos, como hienas salvajes, arremetían contra algo o alguien que en la semana hubiera ofendido la gótica sensibilidad del grupo. En el segundo, El humentín, todos intercambiaban impresiones sobre algún proyecto poético.

Esta noche La alcantarilla estaba dedicada al gobernador del país y su afán lisonjero de poner fin a la crisis financiera del gobierno. Todos los días el primer ejecutivo transmitía por radio un mensaje en que instaba al pueblo a que presionara a sus legisladores para que votaran a favor de un impuesto a la venta. El ensañamiento de Las Hienas no era contra la táctica populista del gobernador, ni contra el partido rojo, ni siquiera contra la imposición de un impuesto a la venta. Nada de eso. Su disgusto, la razón de su mordaz crítica y de su poética inquisición era contra el uso y abuso de la frase “hermanos puertorriqueños”.

–Orín familiar –comentó Yocasta, una pelirroja con seis pantallas en cada oreja.

–Caca religiosa –ripostó Bocaccio, un barbudo con sandalias.

–Kótex nacional –subrayó Ionesco, el calvo líder del grupo.

Haciendo homenaje a sus respectivos seudónimos, el resto de Las Hienas calificó la frase del gobernador.

Anaïs, la más sensual del grupo, extrajo de un bolso un pequeño radio portátil y lo colocó en el suelo, a diez pies de las velas y el incensario. Acto seguido los siete poetas formaron un círculo en torno al objeto.

–Cuando usted diga, Maestro –dijo Ionesco.

Con la solemnidad que exigía la ocasión el Che se puso de pie y se alejó del círculo. Cuando se supo a una distancia prudente de Las Hienas, cerró los ojos, inhaló con fuerza y gritó:

–¡Chatón Wipiti!
Una interjección estrafalaria.

De inmediato los siete poetas comenzaron a pisotear el radio. Era el final de La alcantarilla, la materialización del desprecio de Las Hienas.

Apenas hicieron el radio trizas, cada poeta, sin excluir al Maestro, encendió un cigarrillo. Fumar y decir un poema eran actividades inseparables en la poética aérea del grupo. Aquel humo me sacaba de quicio y el hecho de que no fumara me hacía un paria. He ahí otra razón por la cual las siete hienas me despreciaban tanto.

Fumar era, además, la clave de que comenzaba El humentín, el acto propiamente poético del culto. La semana anterior habían convenido en que cada poeta trajera una cita literaria que recogiera el espíritu aéreo del grupo. De todas las citas se escogería la que mejor se adaptara para el epígrafe de la antología poética que irían compilando en los cultos subsiguientes. El Maestro sería quien escogería la cita.

El Che escogió una de Borges: “Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos”.

–Se nota tu prejuicio contra la obesidad literaria –-le comenté al oído.

–No es como tú piensas. Escucha y sabrás.

El Maestro explicó. Las Hienas, en un silencio reverente, atendieron a sus palabras como si fuera la revelación de un oráculo.

–Aunque era un escritor mestizo entre la prosa y la poesía, bastardía insoportable en estos tiempos, al menos Borges siempre cultivó las formas cortas. Era imposible que tuviera la visión de Las Hienas. Borges, en todo caso, fue una hiena avant la lettre. En la cita nos revela que, en oposición al desvarío novelesco, mejor convendría exponer oralmente, en cinco minutos, un texto. He aquí la posibilidad de la poesía aérea de Las Hienas. Una poesía sin palabra escrita, una poesía oral, producida y consumida en el aire.

Aquella glosa de la cita fue celebrada como una genialidad del Maestro. Nadie de Las Hienas había publicado un poema jamás y tengo la sospecha de que en realidad ninguno escribía. De seguro papel y tinta les parecían instrumentos muy pedestres, razón por la cual preferían urdir proyectos en el aire. Reverenciaban al Che porque había publicado un poemario de culto hacía diez años y no había publicado más desde entonces por su desdén hacia las formas convencionales de la poesía. Su último proyecto era vivo ejemplo de su evolución artística.

Ya no escribía poesía, sino que la cazaba. No compilaba poemas en formato de libro, sino que nada más cazarlos los regalaba a amigos, a familiares, a estudiantes en la calle y a los deambulantes riopedrenses. Era su manera de hacer poesía social.

Acogida unánimemente la selección del Maestro, Ionesco dio por terminado el culto, no sin antes ahumar a Las Hienas –sin excluirse a sí mismo– con la densa nube del incensario.

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *