Las últimas voluntades

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Por Manuel Clavell Carrasquillo / Ilustración “Caín matando a Abel”, grabado de Durero.

Ante el fallecimiento, la milenaria odisea que desata la muerte no sólo permea las múltiples manifestaciones del duelo, sino que se extiende hacia los problemas legales a los que se enfrentan los familiares de quienes pasan a “mejor vida”.

Las expresiones sinceras o farsantes de consuelo entre los deudos, así como el recuento en voz alta de las mejores hazañas de los que se fueron, en funerales y novenarios, tienen la función social de controlar –y hasta de refrenar– la pérdida irreparable de los seres queridos; uno de los dolores más profundos y desgarradores sufridos por el alma.

En términos simbólicos, la razón y el orden llaman a capítulo a los herederos por medio de los rituales más antiguos de la humanidad: es casi mandatorio enterrar o incinerar las penas de la ausencia y el vacío junto con los cadáveres. The show must go on, forever and ever.

Pero, en medio de la representación cíclica del performance vitalista, ¿qué queda en pie de las últimas voluntades de los difuntos, hermanos en la fe del progreso, una vez parten? ¿Qué de ellos permanece incólume sobre este mundo regido por el optimismo de la resurrección y la restauración del ser más allá del cosmos?

Las preguntas provienen de la duda que surge de la cuestión palpitante de la libertad, enfrentada con la realidad de la desintegración de la carne. Por definición, la auténtica idea de libertad no puede tener límites, por lo que debe sobrepasar las fronteras de la desaparición del sujeto libertario.

Por eso, en teoría, el derecho garantiza el respeto de las últimas voluntades por parte de los herederos, quienes tienen la encomienda no sólo de sustituir al difunto en cuanto a sus propiedades y sus deudas, sino también de cumplir los deseos que haya podido comunicar o plasmar en su testamento.

Si embargo, ese propósito ideal garante del sistema jurídico colapsa ante el drama funerario ya transformado en los melodramas de los ricos también lloran y los espíritus aparecidos después de las tragedias, gracias a la influencia de las telenovelas de las siete y el pop music. Las últimas voluntades de los fallecidos suelen quedar sometidas a las bajas pasiones de los sobrevivientes, exacerbadas por la “ausencia” de los testadores.

Condenados a esas circunstancias también picadas por la ambición y el despecho, en las que cada heredero –y hasta los conocidos arrimados– se declara infalible intérprete de las palabras finales de su familiar o allegado, “lo que él quería”, “lo que ella siempre decía”, deja de ser primordial y queda sustituido por una madeja de malos entendidos y peleas sucias. Parecería que heredar, en Puerto Rico, fuese la excusa más efectiva para que lo poco que queda de “la familia perfecta” se acabe de consumir en burdas trifulcas de años, dentro y fuera de los tribunales.

La audiencia melodramática criada bajo el signo de Caín luego de exterminar a Abel, sin importar clase social o ideología, exige el derramamiento de la propia sangre para saciar su despropósito. Así, los queridos hijos, los venerables hermanos y los graciosos primitos se despellejan, pasándoles por encima a los viudos, los amantes y los abuelos hasta que ocurre el sacrificio que justifica el absurdo.

En síntesis, esa maravilla legal conocida como la Sucesión de Juan del Pueblo, se entrega a una especie de holocausto hereditario que no es otra cosa que un festín de conjuras y barbaridades típicas de buitres que aquí se conoce (más bien se desconoce) muy inocentemente como la “declaratoria de herederos”; eufemismo legal de una guerra civil en la que los valores que están en juego suelen ser la mezquindad y la venganza, casi nunca el precio del tesoro moral que les ha legado el “estimado” difunto.

Hablar de caudales morales y patrimonios de decencia en estos tiempos podría ser anacrónico. No están las cosas como para discutir seriamente el futuro y, si de algo se trata el meollo hereditario, por más ridículo y cursi que parezca, es del porvenir; incluso en el contexto más nefasto.

No obstante, a los jóvenes lo menos que les interesa es transmitir algo valioso y a los viejos les da igual, por desidia o por que tienen la certeza de que en la mala hora sus deseos serán ignorados o devaluados. “Breguen con eso”, “ahí les dejo ese desastre” y “a mí no me toca” parecen ser las consignas favoritas detrás de las despedidas. En cuanto al sistema, la burocracia decimonónica impera en las ramas de gobierno y, el Estado, de por sí blandengue e ineficiente en cuanto a los asuntos post mórtem, ha quedado secuestrado por la negativa tajante de la estirpe del convicto Jorge de Castro Font y sus esbirros a reformar nuestro Código Civil remendado y obsoleto.

Los notarios vemos impotentes cómo la razón de ser de nuestra profesión (dar fe de las voluntades redactadas) duerme “el sueño de los justos”. Muy pocos quieren formalizar las directrices para que lo que sirve de lo que han sido continúe durando después de la fatalidad postrera. Asimismo, los que llevan el mismo apellido del ánima en pena suelen terminar litigando ante un togado sus miserias porque no poseen el temple ni la racionabilidad para llegar a acuerdos.

Tú, hipócrita lector –nunca mejor dicho por el poeta Baudelaire–, teniendo claro que polvo eres, y polvo serás, confrontado con este dilema, calavera, ¿qué de lo tuyo piensas hacer valer cuando te vayas? ¿Cuál será tu revelador suceso póstumo?

El autor es abogado notario y periodista. Comentarios a licenciadoclavell@gmail.com.

Esta columna se publicó originalmente en el periódico El Vocero de Puerto Rico.