El escritor idiota

Maxfield IdiotEscribe Francisco Font Acevedo
Especial para Estruendomudo

Con demasiada frecuencia escribir, al menos en sus primeras etapas, acarrea una dosis de idiotez. Quien en su día se haya propuesto la ficción identitaria de convertirse en escritor, por más solvente que sea intelectualmente, muchas veces cae en la infatuación egocéntrica de desear de forma inmoderada visibilidad, reconocimiento, fama o éxito, esos detritos del mercado cultural que refrendan ante el ojo público la creación literaria. Para muchos escritores, sobre todo primerizos, se trata de una primera ansiedad especular: el deseo de ver en los demás la imagen del literato (en cualquiera de las versiones míticas disponibles) que se han construido sobre ellos mismos. Validar dicha imagen en el otro, desear que el otro (lector, crítico literario, académico) admire, comente y fije su autorretrato artístico se convierte en uno de los principales objetivos de su quehacer literario. Se trata en definitiva de una vanidad narcisista –para algunos un elemento consustancial de ser escritor— pero también es síntoma inequívoco de que el escritor, independientemente de sus méritos literarios, se ha convertido en un idiota.

El escritor idiota (no debe confundirse con el “idiota escritor”, concepto teorizado por Juan Duchesne Winter en su libro “Fugas incomunistas”) se refiere a una identidad tránsfuga, a una etapa incipiente, acaso germinal, de un artista de la palabra. Su idiotez se refiere a una deficiencia perceptiva del mercado editorial, a una deformación sublimada de la actividad literaria y a un imaginario mítico que asocia el proceso creativo con la marginalidad del bohemio y la excentricidad del dandy decimonónicos. En nuestra sociedad de modernidad tardía (o aguada postmodernidad) esta identidad “pastiche” es reconvertida en un producto sucedáneo más del escaparate del mercado editorial, uno de cuyos dispositivos son los concursos literarios.

Hoy existen concursos literarios para todos los temas y temperamentos literarios imaginables. Para tener una idea cuantitativa, en “Escritores.org” se reseñan más de 2,000 concursos dispersos en América Latina y España. Éstos van desde concursos de prosapia legendaria como el Premio Biblioteca Breve de novela que auspicia desde hace más de cuatro décadas la Editorial Seix Barral hasta los más anodinos como un tal Concurso de Relatos Sociales, cuyo tema es “Cartas a un gobierno”, oportunidad única para que el escritor haga gala de su genio político y sociológico mediante la descripción de un modelo de gobierno. Casi todos los concursos, ridículos o no, se autorizan con el objetivo filantrópico de fomentar el talento literario. Los alicientes: un premio en metálico y la publicación y difusión de la obra. La oferta es vasta y atractiva, y el escritor idiota tiene a su alcance el pasaporte de ensueño para llegar a sus quince minutos de fama.

Pero la fama, se sabe, es un simulacro de las sociedades del espectáculo, una vitrina de efectos especiales que camufla un sistema de inclusión y exclusión que pocas veces tiene que ver con el talento artístico. Ocurre en las industrias de la música, del cine y la televisión; ocurre en la industria editorial también. Los concursos literarios más “prestigiosos”, esto es, de mayor dotación económica (los de grupos editoriales como Planeta y Santillana, por ejemplo) funcionan en realidad como una inversión editorial. La convocatoria de sus concursos atrae a cientos de escritores cuyos manuscritos se convierten en un archivo amplísimo de donde escoger una obra rentable, de excelente, buena o mala calidad literaria pero de posibilidades de venta amplia. La dotación económica no es otra cosa que la compra de los derechos de autor. Una inversión de 175,000 euros o dólares se espera que produzca un rédito que multiplique la cifra.

Los escritores que participan en estos concursos élite someten sus obras a una lotería manipulada. Su idiotez, sin duda, no ha sido superada. O presumen que su talento es de calidad cósmica (mi manuscrito es mejor que otros 300 ó 400) o son víctimas ingenuas de la presunta filantropía editorial y su nómina de “distinguidos” miembros del jurado. Una práctica bastante común en estos concursos es que de los 300 ó 400 manuscritos sometidos, sólo le llegan al jurado una decena de éstos, previamente cribados por un comité anónimo al servicio de la editorial que auspicia el premio. Esta práctica denunciada por el escritor Gustavo Nielsen, finalista del Premio Planeta de Novela (Argentina) de 1997 y la acusación de que el premio estaba ya “comprado” para la novela Plata quemada de Ricardo Piglia, desencadenó un proceso judicial en los tribunales argentinos que recién el año pasado sentenció a Piglia, a su agente literario, Gustavo Schavelzon, y a la Editorial Planeta a pagar $10 mil cada uno a Nielsen. Al conocer el fallo del tribunal, éste comentó: “No cuestiono el valor literario de Piglia, pero creo que no es justo que hagan participar a 264 ingenuos de una gran campaña publicitaria armada como si fuera un concurso literario.” En este caso, el pasaporte de ensueño para tantos escritores eran $40 mil y la publicación de su manuscrito.

264, 300 o 403 escritores idiotas o “ingenuos”, al decir de Nielsen, avalan año tras año los dispositivos publicitarios y las inversiones camufladas de filantropía artística de editoriales e instituciones culturales en los países de habla hispana. El novelista Javier Marías, a propósito de los manejos turbios y la selección mediocre de obras en un certamen literario otorgado recientemente, comentaba: “no acabo de entender que algunos escritores participen en este tipo de historias” cuando “la turbiedad en sus mecanismos y métodos se da por descontada”. Una de las razones, no la única, ni necesariamente la más poderosa, es sin duda el síndrome del escritor idiota.

Este artículo fue publicado originalmente en la revista Plural. Ilustración: “The Idiot”, Maxfield Parrish, 1910.

Estefanía Reed, coronada 5 nov. 1985

Rhonda Beauty QueenEscribe Juan Ducasse
Especial para Estruendomudo

Llegué
Esquivando el celaje de mis pasos
Con la garganta devorada
Como la noche más obsesiva de la historia
Sin nada

(Las velas listas, las nubes afuera
Con furia)

Llegué a ti sin nada en las manos
A sincronizar una emisora sonámbula
la más escandalosa del cuadrante
A pedir una cena de calamares vivos
A mirar tu rostro de diosa

(El mar muy cerca, incógnito
Los puertos demolidos)

Vine a arrastrarme en tu alfombra
A probar tus sillas
a sentarme en cada una de ellas por un siglo
Vine a abrir el refrigerador cien mil veces
a destapar todo el vino

(La pista del aeropuerto, con vapor
Pantanos de nostalgia)

Llegue a ti sin nada en las manos
a empuñar tu pelo de alambre
a hacerte una corona con mis diez dedos
a espigar tus escamas
a bailar dentro de tu cuerpo
a rociarme en tu sudor de océano
a adorar tus ojos de almendra entrecerrados
a columpiar tus muslos amazónicos
a encontrar la huella de tu espalda herida
a contarte la historia del mundo
a engañar tu mente galáctica
a temblar con tu temblor
a poner más sal en tu lengua
a oír tu oído
a sorber de tu trauma
a aprender tus teorías
a leer tus papeles amarillos
a pronunciar tu piel lila
a tomar un té contra la muerte
a colar un café espumoso
a abrir una fruta roja y dulce
a pedir todo lo que queda
a robar para darte
a delinquir toda la vida
A despertar antes de mañana
Esquivando el celaje de mis pasos

Breve historia de varios encuentros con Patty y Raúl

scribbles ConsueloEscribe Manuel Clavell Carrasquillo

El desastre comenzó hace varios años, cuando la situación se salió de control. Caos. Quise inventarle nombre, quise buscarle compañía, enseguida, como si nombrando problemas y adornándolos con adjetivos bien pensados fuese a volcarlos o ponerlos al revés. Hay unos viejos tiempos de calma. Pura figura retórica, quiero decir. Trato de acumular consuelos en ese espacio medio, resolver cosas mal hechas, enmendar. Trato de recuperarme de la última película que vi, también de los confusos mensajes que envié después.

Patty me lo dijo con cariño para que no saliera herido, me lo advirtió. Pero la ignoré, como siempre, porque no quiero darle nunca la razón / ella no sabe / ella no vive conmigo / ella no me conoce na. Me lo dice constantemente: pendejo, reacciona, te va a volver a pasar. Cometes los mismos errores, caminas por las mismas aceras, te limpias las comisuras mientras pruebas lo que cocinas con el mismo delantal, siempre duermes en el mismo lado de la cama. Te lo voy a volver a repetir, porque soy tu amiga, pero prométeme que esta vez te vas a rendir.

Es el buen comienzo profetizado, Patty se vende como optimista, está obsesionada con la corrección, el orden supuesto de los tres tenedores, la buena etiqueta de las combinaciones de ropa para salir a trabajar, el pago consuetudinario y puntual de las cuentas. Fumo, y vuelvo a interrumpir para olvidarla. Me desvío hacia un video revival de música punk inglesa, perdido en el archivo del canal de música foránea VH1. “Come to California, It’s the best!”, cita directamente de del antónimo del mensaje Rotten. Era la voz de la disolución o el malentendido de este o aquel narrador; quizás. No había que ser especialista para identificar que se mencionaban las quimeras de la influencia extranjera, el mejoramiento de los planes de salud. Puños arriba y que reine (paradoja a la vista) la anarquía constitucional.

Raúl y Patty comenzaron el romance justo después del sonido de la p. (Aunque ello no se entienda, porque ya está más que meridianamente claro, a estas alturas, que nadie nos puede entender). Se amaron mucho esos dos, como extraterrestres entre los cambios de clase, se llevaron al cine más veces de lo permitido por ley y fueron a comer a restaurantes tailandeses, se echaron a las bocas pescaditos revueltos en salsas de frutas tropicales con los cubiertos invertidos, masticaron mucho pan y pique rojo. Comían de todo lo que se les servía en bandejas de porcelana decoradas a la usanza del antiguo arte de la reproducción de los dragones del sur. Lo hacían con fruición y complicidad, más los humores de lo que pudieran alcanzar de la tierra: tubérculos, semillas caídas lo mismo que signos de interrogación.

Hubo un silencio tras la deglución de los extraños signos de pregunta, se dibujaron en sus rostros jóvenes unas muecas típicas de persona insatisfecha / se diseñaron unas covachas para guardar bajo llave miradas reflexivas resultantes de los adentros / se explicitaron detalles inéditos y terriblemente maravillosos de las muchísimas trampas de la inmortalidad.

El segundo sublime quedó trunco justo en el instante en que la pareja recordó la tonada de ‘Fuera de mi vida: Cuando digo fuera, rompo las cadenas’, ay, y entramos solos en el ámbito exclusivísimo de la ridiculez, porque (eso lo sabe todo el mundo aunque no se conozcan los interlocutores) nadie es ridículo con uno.

Me parece que no, que las cosas son así (por obra y gracia siempre seguirán siendo así), que lamentablemente por más que se trate de que no lo sea (y que alguien invente la clave y patentice la fórmula de la metamorfosis) la soledad del ridículo es puramente conceptual. Sobre todo, cuando se está de vacaciones, porque para el burlesco es urgente a lo mínimo que se necesiten dos. Dos ociosos y el trabajo asalariado, menos uno. La plena observación de la plantilla laboral con todos los obreros que siguen produciendo, obedientes, sin Patty y sin Raúl; que se han dedicado en las últimas semanas de licencia a percibir con detenimiento pasmoso los patrones de consumo de los demás, las filas inagotables, el procesamiento sistemático de los bills, su urgencia eterna por resolver, abrir y cerrar refrigeradores, tratando de hacer lo que sea porque le sugieran algo sólo para cerrar el círculo carnavalesco del poder proponer de vuelta y fingir un buen o coherente contestar.

Nada de bosquecitos plácidos de verdes pastos en panorama, nada de oleajes calmados al abrir la ventana que da al mar frente al resort all included: todo lo contrario, diríamos, porque el otro día una familia completa se ahogó en ese periodo festivo y los sobrevivientes tuvieron que comparecer ridículamente solos ante las cámaras. Lo dijeron en las telenoticias de las seis. La sangre la pusieron allí de alguna manera (aunque, evidentemente no estaba, con gasas imaginarias, balas perdidas, conductores borrachos), para propósitos de crear la ilusión; una curiosa ilusión de que existen suficientes mesas listas para recibir cuerpos que operar, luminotécnicos unionados en el mismo gremio que los técnicos de emergencias médicas y primeros auxilios en el dispensario de la municipalidad. Patty lo obligó a botar los periódicos y apagar el televisor.

La distancia de su cualidad de ciudadanos observadores se volvía a medir desde el sofá hasta el plasma enchufado con la señal local, y de algún punto del Panasonic reaparecían él y la Patty, con nombre de estúpida, a querer participar en la historia que se contaba, porque los celos de dos personajes de ficción lanzados a la nada con tinta de embuste son una cosa tremenda, y el amor de un padre / el puño derecho de un boxeador entrenado a la zurda / y las ideas de un policía bonachón / no se quedan atrás.

Días más tarde, Patty, sin consultarle ni un ápice de su estrategia inconsciente a Raúl, aún se esforzaba en seguir hallando consuelo para mí.

Gaika perdida y hallada en el templo judío después de haber visto Deconstructing Harry y dar una vuelta por el Taller Cé

deconstructing harry ver2Escribe Manuel Clavell Carrasquillo

A Mikephilippe Oliveros

Fui rescatado por un ladrido espantoso de Gaika del bosque rumano de la película porno para maricas “Forest Enchantment”: “Carajo, deja eso, condenao, te vas a gastar el miembro. ¡Qué clase de obsesión! ¿Negro? ¿Negro? ¿Otra vez? Ya… Dime ahora, who’s who?”. Me interrumpía en las rutinas autoflagelarias, pero más tarde se lo agradecí. Cambié la imagen hasta llegar al International Film Channel y allí me encontré con la película Deconstructing Harry de Woody Allen. ¿Hay que ver esa mierda… ño?, preguntó la canina vasca transformada en plaga. Después de ayer estoy convencido de que Gaika no es una, como me había imaginado siempre, sino legión (en este caso jauría demoníaca).

Pues sí, le dije, la vamos a ver completita, a menos que puedas manipular los controles. No –me soltó rápido–, no puedo. Graciosito. Pero sí puedo mear tu hermoso piso de terrazo. Hazlo para que tú veas, contesté, atrévete, condená, para que tú veas lo que es bueno. ¡Mire qué jodienda!

Comenzaban los créditos y, mientras leía las letras, recordé un paso de comedia del teatro estudiantil Taller Cé, un domingo cualquiera de los repetidos en la ciudad universitaria. Mientras los actores se acomodaban, estuve pendiente a la caja donde suelen guardar el dinero de los boletos, porque allí no hay taquilla con cabina y privacidad para llevar los libros de contabilidad, las facturas ni nada que se parezca. Inclusive, dejan entrar a niños menores de cinco años acompañados de sus padres yippies educados en Montessori (aquellos eternos años de panes de casabe del 12 de octubre preescolar). Me estuvo raro ese combo de reglas flojas, me estuvo raro, (Este mundo tiene que cambiar) pero calmé tántrums porque supuestamente se trata de un ambiente “familiar” y “urbano”, certificado en término de anualidades bien inspeccionadas por las autoridades cooperativistas. Aparentemente los infantes, por virtud de la idea izquierda heredada, también son socios de este taller compuesto, en su mayoría, por cantautores y otros especimenes artísticos de la venta de ollas casa por casa, libros inéditos bajo el brazo, pinturas rompesquemas colgaditas todas en las paredes bonewhite y sin grasa.

Los actores estaban tras bastidores metiéndose cosas, el aire acondicionado ni se sentía y yo preocupado por los centavos de la entrada. ¿Cuántos pendejos éramos? Quería robarles algún dinerito para que al menos se me moviera la adrenalina mientras pedía una cerveza Presidente seguida de dos shots de tequila. Llegué a beber, más tarde, pero nunca pude acostumbrarme a los señoritos de la universidad que cuchicheaban en la penumbra como si estuviésemos en Londres a la hora del té o las tres de la tarde en palacio con los alcahuetes de Buckingham y las madamas. Observé cómo los chicos asustados trataban con condescendencia intelectual a las muchachas de bien (Van a cambiarme la vida), que se tocaban el pelo como lo hacen las progres a lo Jane Fonda, no las putas Demi Moore, y descruzaban las piernas para agradarles los cerebritos mojados. Casi nada de Viagra con su poquitito de coca. Me pareció un quinceañero todo aquello y luego me arrepentí con remordimientos de ratero mal bebido de mis pensamientos chochos. ¿Qué quería, que las más bellas se abrieran despatarradas para que los machitos les metieran las vergas amoratadas allí mismo sin piedá? ¿Acción cavernícola = juventud vivaracha? Ensangrentados por menstruación, si quisiera ser tu dueño, agua clara y sentimiento. Permiso, pedir permiso en un antro fuera del salón más allá de la línea de piquete detrás de las espaldas de la madre superiora y el padre violentón el hermano bobo. Todo eso, ¿para qué?

-¿Gaika?
-(Silencio)
-Gaika, ¿mi amor?, ¿mi vida?

Presentaron la escena de una novia difícil, acabada de parir (Van a cambiarme la vida), que fustigaba a su compañero de proyecto de vida y cortinitas floreadas como mantel y centro de mesa porque a todas horas quería seguir y seguir y seguir jugando videojuegos. Y siguió, Pac Man se lo llevó. Como al soldadito de plomo de casa, Guillito, que la metralleta se lo llevó… y no volvió. El teléfono celular del muchacho la atormentaba mientras ella lo quería para él sentadito / listo para ver una película y, al otro lado de la línea (bueno, serán ondas, porque ya las líneas… out of order / out of date), se presentaba el resto de la manada: más muchachos que lo llamaban para que fuera con ellos a jugar baloncesto al centro del pecho peludo, a comer hamburguesas sangrientas en el fogón testicular, a ligar jevas en la fiesta de turno más su consabida borrachera Guiness, porque negra es mejor y si da dos veces mejor, también, y mejor pa ti, cabestrón. Guiar ebrios hasta la casa. Es la cosa. Esquivar las sirenas de los policías, (es la cosa) sentirse suertudos (no es redundante: una cosa es sentirla y otra cosa es la suerte), los jóvenes energéticos revestidos de la actitud temeraria del resto del populacho. Es la cosa, guákala, fo.

Después surge este personaje que está bueno, de repente, ay virgen, y en medio del escenario les lame los pies a otro, que resulta ser traficante de drogas blandas o pueden ser pastos de los que andan choretos por ahí. Tirador dado de baja de Levittown, el pueblo de los chores choretos y el chicharrón con choripán. Encienden las luces por error y allí estoy, delatado, metiendo mi mano impulsiva, temeraria (completa) en el cofrecito de la ganancia de los actores, que es el dinero que se recoge en la puerta –dicho ya–, como si fuese la ofrenda de una secta de seres que toman calmantes y se calman (by-the-way) escuchando las olitas artificiales del mar Aral (Putumayo Project). No importa, nada va a pasar, no habrá represalias. Soy una personalidad famosa, mis amigos me quieren y estamos en territorio libre de América. Calmaos, dije para mí justo después de reconocerme en ese firmamento de estrellas criollas, pero confieso que, en ese breve instante, sentía como los ladridos de Gaika me penetraban el cerebro sin grasita suavizante. Me desmayé. Cuando me despertaron (a fuerza del lanzamiento de una cantidad considerable de Club Soda) me di cuenta de que los actores habían decidido joderme hasta el niet. Por unanimidad, les tocaba hacerme la parodia también. Me tenían, sí, pero para poseerme en el arte y su círculo solidario permanente (no-matter-what) tenían que burlarse para saciarse al poseerme “de verdad”. (Van a cambiarme la vida). Para ello, fingieron que nada pasaba y que nada continuaría pasando, que es lo peor. Cambiaron la música, permitieron que el aire acondicionado enfriara del cero al diez y comenzó la tortura china. Chiplá. “Es estudiante”, “es un lector”, “es un crítico”, “pagó su boleto”, “la botellita”, “no tiene tapita”, “uno de tantos”, y “…dos más”. Chitón.

La película y la imposición del dominio de los controles remoto sirvieron de excusas para explicarle a Gaika que los muchachos inventaron esketches a mi nombre y los reprodujeron en escena hasta que el delito menos grave –por no mediar intimidación o violencia– se convirtió en payasada (Van a cambiarme la vida). Se rieron de mi promiscuidad y mi atrevimiento facineroso sin mencionar mi nombre, hablaron de mi intolerancia y mi afición por las tarjetas de crédito sin delatarme, consiguieron repetir mis gestos amanerados, casi torpes, el color de mi piel, y hablar como yo hablo e, inclusive, convencer a los bartenders más bellos del mundo –si otro mundo como este pero mejor fuera posible– (Van a cambiarme la vida) de que me siguieran sirviendo tequilas con todos los limones que requiriera por escrito y matasellos la operación bautizada por el comando teatral M-16/Luminoso Sendero Pedagógico como “Deconstructing H.”. Barra abierta, señoritas y señoritos, “next round on me”.

-Gaika, ¿dónde enterraste los cadáveres?
-Son mis ratas muertas, mis cabezas degolladas. Lo hice, pero en desobediencia civil.
-(Tú, el de allá abajo, aló, ¿a ti te han cambiado la vida?)

Salieron al área de fumadores con sigilo y nadie los siguió, estaban embelezados con el producto de consumo cultural llamado “Teatro breve”. Ella procedió a pararlo sobre el sofá que estaba colocado debajo de la escalera y le bajó la bragueta. Como estaba oscuro, oscurísimo, negro pelú, ciertamente, él consintió enseguida (sí, quiero) y lo puso a trabajar a su favor de inmediato. El alcohol, la marihuana y los relojes dictaron el paso rápido de la mamada, rapidísimo, en “high”, ciertamente (sí, quiero cambiarte la vida, mi amor). En un dos por tres salió la leche espesa y caliente disparada hacia el mismo centro de la oscuridad húmeda de su garganta y ella tragó sin sufrir el derramamiento salobre (¿cuánto más cambió?). Tragó ya cambiada y, fíjense, ¡qué cosa esta!, ni una gota de asco vino a sentir a pesar de las condiciones del sofacito aquel. Al final, encendieron un solo cigarrillo. Ella fumaba cabos por gusto adquirido, y la humareda sencilla fue suficiente para distraer al deambulante que los veía desde la acera a través de un minuto adicional, más no para ocultarlos del todo en la nube semitransparente del humentín.

Prende otro, pidió Gaika.
¿Radiografías?, ¿problemas cardiovasculares?, dijo, como decir: “¿Chucherías?”. “Sí, amorcito, sí… ándale, prende y pasa, sí”. (Tengo otra vida ya).

“Si mi padre llorase la pintura de los párpados en rayas negras mojadas, se pasaba el pañuelo y más rayas y manchas”. ¡Zas! –Antonio Lobo Antunes.

Los actores estaban revueltos porque un colega estrenaba para todo público su última película. “El Clown”, así la titularon (como quien quiere dedicarse en cuerpo y alma *antes de los treinta* a cambiarnos la vida como si na) era un desastre desde el inicio, pero la madre del que lo recordara o lo profiriera allí mismo a viva voz. La idea, robada (como este texto bastardo para Internet) de un artículo periodístico, consistía en el funeral de un payaso, y allá a la funeraria del pueblo costero van a llorar los deudos –nada más y nada menos que más payasos certificados. Contratistas independientes registrados en el Departamento de Hacienda, pues. No hay perros en las escenas iniciales, hay que recalcar, sólo payasos al sol en pueblo costero y vocación de cambiar cosas, hacer algo por su país. (Otro mundo es posible pero la vida nos va a cambiar, ¿no?). Regardless el “bondo” (“anyway”), hecho y emplastado en los rostros en plena transformación tragicómica durante dos horas, sólo quedó el boceto del triste y derretido maquillaje de los que quisieron cambiar. ¡Plaf!, titular a cuatro columnas y By-line. Así que tenemos prensa y una sobredosis de dolor pintorreteado, Mikephilippe, ¿qué más necesita una historia para ser contada? Pues mucha negación y desvíos, querido tú, (La vida nos va a cambiar) porque los payasos ríen por no llorar y así se ocupan en desviarnos a ratos por los meandros y los paseos en botecitos de pedal y en el recorrido por las tiendas de cuarzo, las botánicas y las madreselvas, que son unas flores que perfuman y glorifican nuestros amores, ¿no? (La vida nos va a cambiar). Eso queda meridianamente claro, lo sabemos… por ahí es por ahí y creo que esto se puede explicar sin tapujos porque hay falta de reconocimiento de la faena laboral de los payasos, tan mal pagos, coño, a pesar del impuesto sobre las ventas o uso y siempre olvidados más allá de los doce años y los cumple cumple …vuélveme a cumplir… de hijitos y nietecitos: otros no, pero algunos favorecidos por las mejoras voluntarias y las dádivas, no hay que negarlo –fracatán de chavitos extra– porque así, ante el televisor y el golpe de las películas, nos roemos las carnes que rodean la yugular (¡MUAK!), nos queremos de a poco, sí, y nos hacemos más daño, chulo, ¿por qué? Ahora, a manera de pausa formal, una metáfora nacional, (Van a cambiarnos la vida, pero a la fuerza si es necesario) se dice que fue el filme este el soberano “Clown a la mixta con Edipo Rex”: “Ridi pagliacio”, canta “nuestro” tenor autóctono y propio de la meganación en tono imperativo o sugestivo, no se sabe, mientras las salas de cine siguen vacías para esa tanda de “señor citizens”, “Señor Frog: El otro mundo posible, donde la vida cambió”, mujeres, la estudiantina de tunas y tunos y un periódico de la capital –para récord– fustiga al héroe cantautor con preguntas capciosas. Lo mismo en la radio de la universidad. ¿Por qué no vienen este año al Casals de Bellas Artes ni al Taller Cé las estrellas verdaderamente luminosas y envueltas como almojábanas en miel? ¿Por qué? ¿Por qué no? (El mundo, ellos, el cambio, la posibilidad)

Robé cosas y parlamentos y me sentí cambiado del todo, otro embaucador, soy otro pillo de los que roban para quererse más y abrazarse en plena solidaridad del reciclaje el papel los cristales la acción del próximo Foro Social.

Reconocí que podía llorar frente a Gaika sin considerarme ridículo por primera vez –como cuando gateaba por el pasillo custodiado por dos mastines afganos que eran mi Súper Yo–. Aproveché la coyuntura y le dije a unos cuantos que la culpa de mi homosexualidad la tenía un instructor de campamento de verano en bosque rumano y las temperaturas de la madrugada que me tensaban los músculos frente a él. Fui libre para reírme en la cara de una actriz menor y luego abrazarla con todas mis fuerzas. (No, no, no nos moverán). Le dije que sí, que todo estaba bien pero que en todo caso detrás del mostrador estaba Mike. Para todos los efectos legales, y estéticos, quedo en paz conmigo mismo y con el movimiento de los panas porque no le mentí. Saqué licencia para pedir dos tequilas más, a nombre de ustedes, desocupados lectores, paños de lágrimas, garantías mobiliarias de que este mundo va a cambiar. Lo hice. Desenfocado del epicentro del robo perpetrado, la centavería, los impuestos y la desfachatez, volví a beber. Soy inocente, lo juro y como gesto de reconciliación les deseo un feliz día de año nuevo 2007. Mucha salud.

“viva Woody Allen
más allá de los milenios registrables,
y más pesetas.
Salud. (Bis)”.

TELÓN (Opcional. No se estila.)

-Gaika: “Es judío, el director”.
-Yo: “Por eso no aprendió nada del Cristo y la parábola de cómo hizo rodar por el suelo las monedas de los mercaderes del templo de Jerusalem. Pero na, ahora que lo pienso, el problema de los que acumulan fe en el otro mundo posible es la circuncisión”.
-Gaika: “No te hagas, no por la circuncisión….”.

Un túnel largo y oscuro a lo lejos: el de ella, el mío, el de Sábato. El de él. ¡¡¡¡¡LU-CYYYYYY!!!! ¡¡¡¡¡Luci-eeeeeennnnnnnnnnnnn!!!!!

“He cambiado, no me reconozco en los espejos”.

–Antonio Lobo Antunes. (“Qué haré cuando todo arde”, traducción del portugués de Mario Merlino, emecé, 2004.

TELÓN FINAL (Opcional. No se estila).

PD: $Tanto polvo teatral e invitados en el palco entonces, ¡ah! ¡Con razón, después del gran “lecture” sobre el tamaño de mi esperanza en la clase actoral puertorriqueña, frente a la farmacia Walgreens y la sinagoga de Miramar, Gaika reapareció!)$

Tantrums (Selección de poemas inéditos de Adiela Arroyo)

Escribe Adiela Arroyo
Especial para Estruendomudo
Tantrum #8

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Te vuelves tuyo, muy tuyo
y yo y los míos no cabemos.

Te pierdes en el abismo.
Demagogo a conciencia.

Niño raro.

Saco tiempo para meterme
en tus grietas
a lamer costras.
Lapa chulita.

Me tiro de cualquier esquina
y entre más alto suba,
menos me importa la caída.
Kamikaze suelta.

He bebido varias veces
tus venenos.
Nunca inmune, siempre
al tragar me arrepiento.
Pero eres dolor sabroso.

Dolor rosita.

Algodón infectado
para mis heridas.

¿Y si realmente no nos importa?

Divertida adicción, nada que hacer.
Los tirijalas se congelan
en espacios desconocidos,
pero al sentarme en tu
necesidad de paz,
nos damos una de oasis.

Calma rica.

Ni te enteras
ni me entero.
Enajenados de quinta
enmienda.

Viaje sin copiloto.

Tus búsquedas, siempre
son intensas
y yo, cruising mode,
amarrándome el pelo
con pedacitos de arterias.

Viaje feo.

Cuando me miras lindo,
cuando me pellizcas la retina
para ver que te miro,
para que vea que me miras,
lees en tu reflejo
que me pudro
como mangó caído.

Hasta en braille se
sabe que te quiero
y se me desbordan
los secretos.

Te jactas de antídoto,
regresas a ti llevándote
el forro que me cubre los huesos.

Así, te miro de vuelta
pero estoy finger painting
con el niño que tienes dentro.

Seguro de que te quiero
me dejas de mirar,
ya como antes,
porque sabes que estás inerte,
que vas a cien millas
con los cabetes sueltos.
Me sonríes parando en seco.

No tenemos masilla
para nuestros huecos.

Somos espumita fría.

Nos halamos para
sentir alivio,
porque a veces se
nos pegan unos dolores
que tú me quitas
y que yo te curo.

Cariño virtual.

Te vas rapidito,
yo me voy rapidito.
Lo que pasa es que
a veces no qui – e – ro.

Tantrum #6

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Es necesario que él sepa:

Que el crucigrama es mi diario.
Que el café se me adhiere al corazón.
Que he chocado catorce veces.
Que los top ten me parecen psiquiátricos.
Que me apasionan los mapas.

Que tengo muchas paranoias.
Que no como mariscos.
Que no sé decorar.
Que me da más frío que antes.
Que quiero escribir un libro.
Que odio el humo ajeno.

Que lloro de pena más que de rabia.
Que tengo síndrome de la mujer violada.
Que el cine no me mata.
Que no escucho rock anglosajón.
Que quiero salvar el mundo.
Que todo se me olvida.
Que alucino con las ferreterías.
Que les creo a los astrólogos.
Que quiero más de lo que tengo.
Que ya no le temo a la oscuridad.
Que no estoy vacunada.
Que escribo.
Que el diccionario me excita.
Que casi no voy a la playa.
Que acampar me pone culeca.
Que le temo a los despegues.
Que creo que tengo artritis.
Que me identifico con Ana Gabriel.
Que no sé recoger.
Que estoy rebuscando mi espiritualidad.
Que me da vergüenza con frecuencia.
Que prefiero el vino.
Que quiero saber más.

Que me tatúo en su pelo,
para andar con él.

El dolor más horroroso

IwasakiEscribe Manuel Clavell Carrasquillo

La boca abierta, siempre expuesta a la brusca examinación del prójimo, es una de las puertas más custodiadas del cuerpo porque estamos de acuerdo en que conduce directamente hacia lo más profundo de lo íntimo. Esa cavidad húmeda, obstinada en el cultivo de sedimento, bacterias y mal olor –aunque allí convergen las posibilidades del placer, la respiración, el habla y la alimentación– es quizás el punto carnoso vulnerable más universal de los que compartimos.

A sabiendas de que quedamos horrorizados ante la pesadilla de perder la dentadura a pesar de la intervención oportuna o tardía de dentistas expertos en limpiezas, curetajes, platificaciones y otros procedimientos quirúrgicos sangrientos, el peruano Fernando Iwasaki (Lima, 1961) ha escrito con impulso sadomasoquista la espeluznante novela “Neguijón”. La editorial Alfaguara pone en circulación este libro tan breve como macabro advirtiendo en la contraportada que su protagonista “se afana en la búsqueda del gusano de los dientes que taladra las muelas y anida las encías, precipitando la corrupción del cuerpo y flagelando a los cristianos con una espina del dolor de la Pasión”.

Se trata de un barbero de Sevilla desterrado al exuberante Virreinato del Perú a fines del siglo XVI y principios del XVII que tiene a su cargo el trabajo del verdugo purificador: Gregrorio de Utrilla, verdadero fundador de una estirpe de dentistas, convoca a los limeños al amanecer para que hagan fila frente a su puesto en la Plaza Mayor. Todos –ricos y pobres, poderosos y pordioseros, libreros, inquisidores y beatas–, tienen la necesidad de deshacerse del insistente y punzante dolor que les provocan las caries, enfermedad que en aquellas épocas supersticiosas era confundida con la profunda mordida del asqueroso gusano asesino: el temido e invisible neguijón.
Iwasaki, profesor de historia exiliado en Sevilla y miembro del grupo literario conocido como el “Crack”, explora el fascinante mundo del Siglo de Oro que los estudiantes conocen por las clases de español. Sin embargo, en vez de asumir la cátedra para intentar transportar a los lectores a esa época, lleva sus lecturas de tratados médicos y religiosos al territorio de la ficción para contar la crónica de un mundo enfermo, en el que interactúan toda clase de buscones y honorables venidos a menos en el ámbito de la guerra, la política, la espiritualidad y la sobrevivencia.

¿Quién dijo que la elasticidad del realismo mágico procede de la macondiana realidad latinoamericana moderna y que ahí se agota? Iwasaki refuta esa tesis regresando al pasado remoto para recrear las ceremonias sociales asociadas a las operaciones quirúrgicas a sangre fría para pulverizar piedras del riñón, extirpar próstatas cancerosas, amputar extremidades fracturadas y deshacerse de dentaduras pútridas. A través de la manipulación de los discursos seudocientíficos y la integración de elementos que parecen fantásticos, logra producir en los lectores un efecto agudo de asco y espanto. “La semilla del diablo estaba en su familia, fluía por su sangre y supuraba en sus encías. Las moscas reptaban por su boca, exploraban las llagas de su lengua y desovaban en las grietas de sus muelas para engendrar nuevas castas de neguijones, esos monstruos tan repugnantes como los íncubos y los súcubos”. Así explica el narrador la causa de la desgracia de uno de los pacientes.

De esta forma, Iwasaki coloca al barbero cirujano junto con los ingeniosos hidalgos,neguijon II 1 los curas y los poetas incomprendidos como los héroes decadentes del momento, enfrascados en la batalla contra lombrices, espíritus malignos, corsarios, herejías, ignorancia y dolores achacados a la caída de la gracia al pecado. “Aparte del dolor hay mucho humor, porque quise crear algunos personajes de punto de fuga a esas descripciones del sufrimiento. No crean que sólo hay angustia porque, a pesar del dolor, los españoles seguían con una actitud muy vitalista, risueños y con gran sentido el humor, aunque a veces fuera grueso. Mi novela es un homenaje a la vitalidad de aquellas criaturas”, dice en entrevista con Jesús García Calero, del diario ABC, donde publica con frecuencia una columna.

El periodista Claudio Pereda cuestiona a Iwasaki sobre las posibilidades contemporáneas de la metáfora de la búsqueda obsesiva del gusano repugnante. El autor, sin timidez, contesta que el neguijón es la “idea de demostrar cómo una sociedad puede reducirlo todo al tema religioso. Hay una especie de integrismo light, porque [hoy] no se llegan a cometer las atrocidades del mundo medieval, pero no dejan de hacerse cosas terribles en nombre de la fe. Creo que esto también forma parte de los modernos neguijones: hasta qué punto somos sociedades un poco fundamentalistas”, alega Iwasaki, que también confiesa su debilidad por los Beatles y el flamenco.

Quiere decir que el prosista echa mano de los recursos de la escatología para llamar la atención sobre las tecnologías del poder que se utilizan para producir verdades. El pus, las ilustraciones de los instrumentos de “tortura” para arreglar muelas, los tumores supurantes y las cientos de alusiones a escritos que incluye en la bibliografía como el “Tratado de las operaciones que deben practicarse en la dentadura y método para conservarla en buen estado”, acusan una cultura organizada a base de la obsesión de recurrir a lo sobrenatural para explicar las cosas de la Tierra a través de intermediarios “sabios”. Los que desfilan frente al sacamuelas van demostrando su sumisión o rebeldía, esta última casi siempre disfrazada de discurso “alternativo” como la falacia mística.

Para descubrir estas sutilezas y contrastarlas con las actuales, habría que devorar el texto, que sin dudas revitaliza la concepción de que la novela histórica latinoamericana es aburrida e innecesaria. Iwasaki, que acaba de publicar una nueva colección de cuentos de lo que él llama “ciencia fricción” (eróticos) titulada “Helarte de amar”, trae con éxito al presente imágenes que se pensaban agotadas (hechicerías, indios salvajes, templarios, inquisidores, negros esclavos, herbolarios, agentes colonizadores) a través de un manejo magistral de la palabra breve y fuentes primarias del Siglo de Oro tanto de España como de América.

toothAhora bien, el autor abjura de regionalismos y clasificaciones en la conferencia “No quiero que a mí me lean como a mis antepasados”, publicada en el libro “Palabra de América” (Seix Barral, 2003), y argumenta que es “el resultado de una suma de exilios y culturas –peruana, japonesa, italiana y española”. De ahí que no soporta que lo lean como si habitara “en el fondo oscuro y triste de una vasija de barro”. Habría que asumirlo entonces como un provocador erudito que escribe en español y que habla de las intimidades de los que cruzan las fronteras.

Está bien, señor escritor, está bien: no lo haremos mártir de “lo latinoamericano”, pero ya que ha hecho mella en nuestras bocas a través de su excelente historiografía, al menos permítanos nombrarlo como uno de “nuestros” mejores expositores del dolor más horroroso.

*Esta reseña fue publicada en el número de noviembre-diciembre 2006 de Diálogo, periódico de la Universidad de Puerto Rico.

Basquiat en nuestro patio

basquiatIEscribe Tomás Redd™
Desde Bastimento, su nuevo blog

XI.5.06

La exposición antológica de Jean-Michel Basquiat que se presenta en el Museo de Arte de Puerto Rico nos abre una pequeña ventana al genio creativo de un artista que vivió muy poco para ser inmortalizado, pero lo suficiente para convertirse en una leyenda.

Sus dibujos resaltan lo que muchos críticos de arte han comentado: un juego visual y estilo child-like, su afinidad con la anatomía, la rayadura y los subtextos del black pride que se perciben en la colocación de textos como AARON (en homenaje a Henry Aaron, el mejor pelotero afroamericano de todos los tiempos).

Para el ojo no entrenado en los malabares discursivos de la estética, la muestra permite conocer de cerca a un sujeto y una época que se ha asociado con los excesos, la intensidad y la pérdida. El catálogo ochentoso de happenings en NYC no sólo incluye al performero que se dió a conocer en las paredes como SAMO; la ciudad sirvió de escenario inicial para el hip-hop, el new wave y remanentes de la escena post-punk. En los dibujos de Basquiat se develan huellas de diversas corrientes artísticas y los ritmos de una ciudad que bombardea y estimula sin tregua.BASQUIATII

Para los antropólogos urbanos amateur, que se tornan insaciables ante la posibilidad de conocer sólo un poco más sobre un fenómeno con edge, la exposición suelta prenda. Casi guardada en una esquina del museo y sin mucho audio se proyecta una entrevista realizada en 1983 por Marc H. Miller, curador y personaje de la escena artística, donde se puede apreciar la irreverencia del ya laureado veintiuñero y el embelezamiento y la condescendencia del entrevistador que intenta “entender” sus propuestas.

El high point de la entrevista: (tratando de que Basquiat le explique su lógica a través de una pieza)

MM– “What’s the difference between a leech and a parasite?”
JMB– “Hardly any”

Dénse la vuelta.