El escritor idiota

Maxfield IdiotEscribe Francisco Font Acevedo
Especial para Estruendomudo

Con demasiada frecuencia escribir, al menos en sus primeras etapas, acarrea una dosis de idiotez. Quien en su día se haya propuesto la ficción identitaria de convertirse en escritor, por más solvente que sea intelectualmente, muchas veces cae en la infatuación egocéntrica de desear de forma inmoderada visibilidad, reconocimiento, fama o éxito, esos detritos del mercado cultural que refrendan ante el ojo público la creación literaria. Para muchos escritores, sobre todo primerizos, se trata de una primera ansiedad especular: el deseo de ver en los demás la imagen del literato (en cualquiera de las versiones míticas disponibles) que se han construido sobre ellos mismos. Validar dicha imagen en el otro, desear que el otro (lector, crítico literario, académico) admire, comente y fije su autorretrato artístico se convierte en uno de los principales objetivos de su quehacer literario. Se trata en definitiva de una vanidad narcisista –para algunos un elemento consustancial de ser escritor— pero también es síntoma inequívoco de que el escritor, independientemente de sus méritos literarios, se ha convertido en un idiota.

El escritor idiota (no debe confundirse con el “idiota escritor”, concepto teorizado por Juan Duchesne Winter en su libro “Fugas incomunistas”) se refiere a una identidad tránsfuga, a una etapa incipiente, acaso germinal, de un artista de la palabra. Su idiotez se refiere a una deficiencia perceptiva del mercado editorial, a una deformación sublimada de la actividad literaria y a un imaginario mítico que asocia el proceso creativo con la marginalidad del bohemio y la excentricidad del dandy decimonónicos. En nuestra sociedad de modernidad tardía (o aguada postmodernidad) esta identidad “pastiche” es reconvertida en un producto sucedáneo más del escaparate del mercado editorial, uno de cuyos dispositivos son los concursos literarios.

Hoy existen concursos literarios para todos los temas y temperamentos literarios imaginables. Para tener una idea cuantitativa, en “Escritores.org” se reseñan más de 2,000 concursos dispersos en América Latina y España. Éstos van desde concursos de prosapia legendaria como el Premio Biblioteca Breve de novela que auspicia desde hace más de cuatro décadas la Editorial Seix Barral hasta los más anodinos como un tal Concurso de Relatos Sociales, cuyo tema es “Cartas a un gobierno”, oportunidad única para que el escritor haga gala de su genio político y sociológico mediante la descripción de un modelo de gobierno. Casi todos los concursos, ridículos o no, se autorizan con el objetivo filantrópico de fomentar el talento literario. Los alicientes: un premio en metálico y la publicación y difusión de la obra. La oferta es vasta y atractiva, y el escritor idiota tiene a su alcance el pasaporte de ensueño para llegar a sus quince minutos de fama.

Pero la fama, se sabe, es un simulacro de las sociedades del espectáculo, una vitrina de efectos especiales que camufla un sistema de inclusión y exclusión que pocas veces tiene que ver con el talento artístico. Ocurre en las industrias de la música, del cine y la televisión; ocurre en la industria editorial también. Los concursos literarios más “prestigiosos”, esto es, de mayor dotación económica (los de grupos editoriales como Planeta y Santillana, por ejemplo) funcionan en realidad como una inversión editorial. La convocatoria de sus concursos atrae a cientos de escritores cuyos manuscritos se convierten en un archivo amplísimo de donde escoger una obra rentable, de excelente, buena o mala calidad literaria pero de posibilidades de venta amplia. La dotación económica no es otra cosa que la compra de los derechos de autor. Una inversión de 175,000 euros o dólares se espera que produzca un rédito que multiplique la cifra.

Los escritores que participan en estos concursos élite someten sus obras a una lotería manipulada. Su idiotez, sin duda, no ha sido superada. O presumen que su talento es de calidad cósmica (mi manuscrito es mejor que otros 300 ó 400) o son víctimas ingenuas de la presunta filantropía editorial y su nómina de “distinguidos” miembros del jurado. Una práctica bastante común en estos concursos es que de los 300 ó 400 manuscritos sometidos, sólo le llegan al jurado una decena de éstos, previamente cribados por un comité anónimo al servicio de la editorial que auspicia el premio. Esta práctica denunciada por el escritor Gustavo Nielsen, finalista del Premio Planeta de Novela (Argentina) de 1997 y la acusación de que el premio estaba ya “comprado” para la novela Plata quemada de Ricardo Piglia, desencadenó un proceso judicial en los tribunales argentinos que recién el año pasado sentenció a Piglia, a su agente literario, Gustavo Schavelzon, y a la Editorial Planeta a pagar $10 mil cada uno a Nielsen. Al conocer el fallo del tribunal, éste comentó: “No cuestiono el valor literario de Piglia, pero creo que no es justo que hagan participar a 264 ingenuos de una gran campaña publicitaria armada como si fuera un concurso literario.” En este caso, el pasaporte de ensueño para tantos escritores eran $40 mil y la publicación de su manuscrito.

264, 300 o 403 escritores idiotas o “ingenuos”, al decir de Nielsen, avalan año tras año los dispositivos publicitarios y las inversiones camufladas de filantropía artística de editoriales e instituciones culturales en los países de habla hispana. El novelista Javier Marías, a propósito de los manejos turbios y la selección mediocre de obras en un certamen literario otorgado recientemente, comentaba: “no acabo de entender que algunos escritores participen en este tipo de historias” cuando “la turbiedad en sus mecanismos y métodos se da por descontada”. Una de las razones, no la única, ni necesariamente la más poderosa, es sin duda el síndrome del escritor idiota.

Este artículo fue publicado originalmente en la revista Plural. Ilustración: “The Idiot”, Maxfield Parrish, 1910.

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