“La ventana”: Un cuento de Isabel Santos. Primera Parte

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Escribe Isabel Santos

Foto: StephCarter, Creative Commons

Especial para estruendomudo

El ventanal de la oficina de ParaLife® ocupaba dos paredes del enorme salón. Dejaba entrar tanta luz que los clientes que esperaban sentados sólo veían las siluetas en sombra de las secretarias caminando de un lado a otro, sus cabezas rodeadas por un halo de luz que quedaba atrapada en los cabellos que se les escapaban de las gomillas. Las secretarias, por su parte, sólo veían seres medio dopados por la espera con rostros llenos de imperfecciones.

Se oía el teclear constante en las computadoras, los papeles rozando unos sobre otros y algunos murmullos. Cada cierto tiempo sonaba una campanilla y un cliente despertaba de su marasmo, se levantaba aturdido y atravesaba el largo pasillo, las pisadas sobre el piso frío, mostrando sobre su piel las más pequeñas arrugas, el maquillaje mal puesto, las pecas, las cicatrices. Al final del mostrador, una oficial les daba un disco y un sobre cerrado.  El cliente se daba media vuelta y salía, ahora hecho una sombra.

Yo fui parte del proyecto ParaLife®. Tenía un eidolo. Me senté en aquellas sillas muchas veces y pasé allí horas. Prefería esperar con los ojos cerrados, pero a veces no soportaba aquella luz escrutadora así que salía de la oficina, cruzaba el pasillo y bajaba las escaleras de mármol. Atravesaba la gigantesca recepción, toda blanca, el techo multifacético por el que se filtraba siempre la misma cantidad de luz. A veces me paraba delante de la cascada de agua que corría sobre las paredes de piedra y se me parecía a aquella a la que fuimos toda la familia, los niños, mi esposo. Pero era mejor no pensar en esas cosas porque la punzada en el pecho regresaba.

Cuando llegaba al mundo exterior todo era gris, la plaza de piedra, el gran árbol seco, con las ramas que se levantaban hacia el cielo como los dedos huesudos de un viejo decrépito y el banquito, justo debajo, que me esperaba. Me sentaba allí y sentía que el gris también me invadía, me convertía en parte del paisaje. De vez en cuando veía pasar a una mujer con audífonos, trotando con sus pantalones de ejercicio, unos días negros, otros blancos. También pasaba una patrulla, la misma, una y otra vez. Ya los policías me miraban y sonreían. Era una pareja, él siempre con unas gafas oscuras, aunque el día siempre estaba gris, y ella con el pelo lacio recogido en una colita de caballo.

No había pájaros y el silencio era ensordecedor, si algo así es posible. De vez en cuando aparecía alguien hablando solo, gesticulando, cruzaba la plaza y no me veía. No tenían por qué verme, pero siempre guardaba la esperanza de que alguien me notara entre todos los grises, tal vez por ser yo más gris aún, tal vez porque era lo único con vida. Ahora que lo pienso, todos ellos también se veían grises. Pero no Mariana. Llegó un día de la nada a la plaza y la vi desde muy lejos. Tenía el pelo rojo y daba la impresión de que su cabeza estaba prendida en fuego. Era el único color dentro de aquel mundo, una melena riza, larga, que se mecía de un paso a otro, incapaz de mezclarse con el gris a su alrededor. Mariana llevaba un cigarrillo en los labios y parecía caminar sola. No esperaba que me viera y sin embargo me miró, sonrió y se acercó a mí. Me invitó a fumar con un gesto y dijo su nombre: “Mariana”, inclinando la cabeza un poco. Se sentó a mi lado. Se acercaba el cigarrillo a los labios finos, casi secos. “Estos días de renovación, me matan”, dijo aspirando el humo y entrecerrando los ojos como si mirara algo que estaba muy lejos. Asentí. De cerca noté que también su piel estaba salpicada de pecas rojas como canela. “Esas brujas no hacen otra cosa que reírse de nosotros a nuestras espaldas, ¿no crees?”. Las secretarias de ParaLife® nunca merecieron mi atención, eran simples sombras, así que no contesté. Pasaron unos momentos, algo en Mariana me puso incómoda y no supe qué era. Era una sobreviviente y todavía tenía energías para decidir la manera de mover las manos, de caminar. Me sentí muy débil, de pronto. “Aunque puede que sean todas de cartón, ¡como ni se ven!”, masculló. Una distorsión rompió mi línea de pensamiento, como un hormigueo. “Pero lo más deprimente de esa oficina es la sala llena de clientes de Wal-Marts”. La imagen de una mujer, que solía sentarse a mi lado con unos pantalones color melocotón cortos hasta la rodilla, demasiados apretados en la ingle, me provocó un temblor que me corrió del pecho hasta la boca, explotó entre mis labios y retumbó como una bomba. Era como si se hubiera abierto una presa de risas que corrían a borbotones y me rebotaban sobre la barriga. “Eso sí es una tragedia, que sobrevivan a las peores circunstancias. Son como las cucarachas”. Lágrimas corrieron por mis mejillas. “También sobrevivieron las manicuristas vietnamitas”, escuché decir a alguien que resulté ser yo misma. Mariana me miró con unos ojitos verde oliva y rió también. “No, de esas sobrevivió una e hicieron clones”, comentó, mientras finalizaba su cigarrillo. Lo lanzó al suelo y lo pisó con la punta de su sandalia gris. Miró su reloj de pulsera. “Ya van a cerrar, tenemos que regresar”. Regresar a la oficina de ParaLife®, después de haberme reído así, me parecía una herejía. Cruzamos de nuevo la recepción de ParaLife®, subimos las escaleras, recogimos nuestros discos en la oficina y cada cual entró a su respectivo cuartito para actualizar las lentes. Después de ahí no la volví a ver.

Atravesé la puerta de cristal por segunda vez y me enfrenté a otro mundo. Siempre ocurre lo mismo y nunca deja de sorprenderme el cambio. El cielo azul se veía entre los edificios, ni una nube. El sol lo iluminaba todo y todo estaba lleno de gente. Sucedían muchas cosas al mismo tiempo, gente riendo, gente corriendo, saludando, tocando la guitarra. Personas que no estaban allí hace diez minutos. Todas llenas de colores y emociones, todas vivas. Cada una era un universo en sí misma. Traté de localizar a Mariana caminando con su cigarrillo entre la multitud, pero era imposible. Al que vi fue a Gonzalo que me esperaba sentado en el mismo banquito, bajo un árbol que ahora mecía sus pompones de hojas verdes. Llevaba una camisa de finas rayas violetas. Me acerqué con la clara intención de verificar que todas mis selecciones hubieran sido implementadas. Me miró y me sonrió, “¿Cómo te fue en el ginecólogo?”, preguntó y le conté de la nueva amiga que hice esperando en la oficina. “¿Y esta es la única persona con la que has hablado desde que vas ahí?”, dijo. “Las demás visten de Wal-Marts”, expliqué.

Después de eso, Gonzalo no volvió a aparecer por unos días. A veces necesitaba tiempo para terminar sus proyectos, sus tesis, sus muebles, lo que sea que lo ocupaba en esos momentos. Yo, por mi parte, necesitaba tiempo para trabajar. Era la secretaria de Arturo Cárdenas, el abogado que llevaba el caso de clase más grande por daños y perjuicios que se había generado a raíz de la plaga. Era un hombre inteligente, con un genio de mil demonios, bajito, calvo, que caminaba con unos espejuelos en la punta de la nariz y la camisa siempre impecable. Su oficina quedaba en el tercer piso de su casa en Upper East Side. Tenía varios eidolos, pero los conservaba como referencias enciclopédicas y estaban limitados a ciertos espacios, no corrían libres por el mundo como Gonzalo. Así, en la biblioteca, en el primer piso, solía encontrarse Christine, susurrando poemas de Pushkin; en el jardín estaba Richard, nombrando las propiedades medicinales de las plantas; mientras en la cocina María recitaba recetas. Así por el estilo. A veces caminaba por los pasillos y me sentía en un manicomio, rodeada de seres que buceaban en su propio mundo.

El trabajo en sí no me molestaba. Era bastante solitario. Consistía en contestar el teléfono, tomar los recados, buscar libros en la biblioteca donde Cristina se paseaba y preparar facturas. Los encuentros con Mariana se convirtieron en mi único contacto social con un ser humano, no un jefe, no un eidolo, y los esperaba con ansias. Una vez al mes nos estirábamos bajo el árbol y pasábamos las horas mirando el mundo vacío. Ella fumaba su cigarrillo y hablábamos de todo lo que nos pasaba por la mente, del pasado, del futuro, de todos los eidolos que habíamos tenido, de los que se dañaron. Así me contó que, al poco tiempo de que salieran al mercado los primeros modelos, compró unos cuantos para promocionar la panadería que tiene en Fort Greene. Los situaba en las salidas de los subways para que cantaran unas líneas que rimaban con el nombre de su negocio. Se atrevió a recitar el poema y me alegro de haberlo olvidado. A veces, esperábamos a que pasara trotando la misma chica de siempre y hacíamos apuestas: Los pantalones de hoy, ¿blancos o negros? Mariana decía que debía esperarla una legión de gatos en la casa. No necesitaba eidolo. Era una realidad bastante deprimente.
Una vez nos encontramos en las escaleras. Yo bajaba y ella me pasó por el lado sin darse cuenta de quién era yo. “¡Hey!”, dije con una mano en la barandilla y la otra en el aire. “¡Mariana!”, llamé más alto. Entonces, levantó la mirada y me vio. Una sonrisa le iluminó la cara. “¡Avanza! ¡No tenemos todo el día!”. Una vez debajo del árbol seco, me pareció que no estaba tan alegre como de costumbre. Sus ojos no se levantaban del piso y parecía que llevaba una carga invisible sobre los hombros. Comenzó a hablarme de su hija, una sobreviviente que echaba de menos a su padre, aunque su eidolo, Enrique, había hecho tremendo trabajo. Era una niña encantadora y me la presentaría en cualquier momento cuando pasara por su casa a tomar un café. Yo asentí, sin ninguna intención de bajar hasta Brooklyn a aguantarme su vida idílica, su niña superdotada y su panadería oliendo a abrigo de lana y pan recién horneado. Acepto que no estaba escuchando lo que decía hasta que un comentario suyo llamó mi atención. “Es raro”, dijo. “A veces siento que desaparezco, como si fuera yo la imagen”. Yo, totalmente perdida, no supe qué contestar. “¿Cómo es que siempre sabemos lo que tenemos que hacer?”, dijo y persiguió con la mirada algún pensamiento que se escapaba. Se volvió hacia mi, tal vez esperando alguna reacción de mi parte. Miró su reloj y ordenó, como siempre: “Tenemos que regresar a la oficina, van a cerrar”.

Ese día quise seguir hablando con Mariana y traté de actualizar mis lentes lo más rápido posible. Así que, cuando me entregaron el disco, entré a uno de los cuartitos y lo introduje dentro del monitor de la computadora. La pantalla frente a mi se iluminó: “Nombre del eidolo”, G-O-N-Z-A-L-O, tecleé; “Profesión”, H-I-S-T-O-R-I-A-D-O-R. “¿Desea su historial personal previo?”, S-I. Me hubiera gustado hacer algunos cambios, como que roncara un poco por las noches, pero tenía prisa. En pocos minutos había terminado y la pantalla se cubrió con la misma advertencia de siempre: “Evite informarle a un eidolo de la naturaleza de su origen y función. En caso de suceder, el programa se autodestruirá automáticamente y, ParaLife® le proveerá otro eidolo nuevo. Sin embargo, la personalidad de su eidolo es irremplazable”. Conecté el cable del monitor a la cajita donde reposaban los lentes de contacto en agua salina. Oprimí enter, una pequeña bombillita se puso verde y momentos después, frente a un pequeño espejo, luché con la torpeza de mis dedos para posar el lente sobre mi córnea. Repetí la operación con el otro ojo y me resultó más sencillo. Salí a toda prisa del cubículo y ya no quedaba nadie en los pasillos. Mariana, nuevamente, se me escapaba.

Nota de la Redacción: Este relato continuará y la segunda parte será publicada aquí. Pronto.

Carlos Vázquez Cruz “reporta” desde Nueva Yol: Do You Swallow?

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De la Redacción de Estruendomudo 

El gran amigo Carlos Vázquez Cruz se lanza al ciberespacio e inaugura un blog en el que cuenta su desencuentro con las palabras que configuran la ciudad de Nueva York. El letrado trotamundos sale de los papeles y las tintas y llega a la era digital por sí mismo, luego de olvidar cómo se lee en Time Square y haber recuperado la cordura momentáneamente frente a una vitrina de panadería. Aquí los dejo con un extracto de sus peligrosos escritos, pero los invito a pasar a su spot en Compli-carlos. Do you swallow?

A veces estoy seguro de que filtrar Nueva York desde mi mirada, violenta su esencia; de que, igual que en todo acto de traducción, un traidor se me acurruca dentro. Temo sacar de contexto la ciudad porque, ajeno, fuerzo su inmensidad concreta para exprimirla con la grandeza abstracta de mis imaginaciones. Quizás, todo responde a mi innata resistencia a la agresión, despierta súbitamente por tanto bombardeo de imágenes y códigos que me penetran… la mente para volverse funcional. Estaré aquí varios años, y, al menos hoy, no sé si quiero “funcional”.

1.

Me hace ruido el tren que, para los demás, suena. También, el subway ataca cuando niños y deambulantes aprovechan el cautiverio en un vagón para vociferar que, con mi dinero, se mantendrán out of trouble. Entonces, me lleno frío y tieso, invernal como los árboles. Me niego a contribuir. Digo lo siento, pero no… lo siento. Aflora el miedo; desconozco si a sentirme culpable por esconder la mano capaz de estirar un dólar, a ser responsable del trouble que se les vendrá encima, o a ambas. A fuerza de costumbre, ellos piden con soltura de palabra y cara de piedra; yo rechazo con verbo de piedra y cara suelta. Un tímido temblor toca cuerda de arpa en algún espacio virtual del alma. Hay una fibra resguardada –como el corazón y mis odios- en una caja, más bien “torácica”, que hace tanto no abre. El temor sabe que el hueco de su abrazo da mi justa medida y me aprisiona en él. Contra el cristal de esa pecera subterránea, sobre chirridos y rieles, se encuentran mis cuatro ojos (dos y dos; de embuste, de verdad). Mi rostro va pareciendo una cara neoyorquina.

José Luis Vega, presidente de la Academia de la Lengua Puertorriqueña, pone los puntos sobre las íes en la controversia de Guayama City Blues

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Miss Guayama

De la Redacción de Estruendomudo

El presidente de la Academia de la Lengua Puertorriqueña publica hoy una columna en El Nuevo Día brillante y enjundiosa sobre la controversia que ha desatado en el país la designación de lugares públicos de la ciudad de Guayama con nombres en inglés. A diferencia de la carta ciudadana que ha firmado medio mundo, que más bien parece una bobería para escolares como la alcaldesa de dicho municipio, el escrito de Vega destila una posición alejada de la hispanofilia y la cursilería con la que se acostumbra a hacer este tipo de críticas relacionadas con la identidad de la nación (whatever that means).

Este pasaje exhibe lo que más me llamó la atención:

Hablo desde el sentido común, que como bien se sabe es el menos común de los sentidos. En qué cabeza cabe que Guaynabo City se oye, cuando se dice en el contexto puertorriqueño, o se ve, cuando se escribe en ídem, más bonito que Ciudad de Guaynabo. En qué cabeza cabe que cualquier turista de mediana inteligencia que visite París, por ejemplo, agradezca que las placas de las calles ostenten Voltaire St. en lugar de Rue Voltaire. O que el alcalde de la Villa de Madrid decida rotular “downtown” al entorno de la Plaza Mayor y “main street” a la Gran Vía en deferencia a los miles de visitantes norteamericanos e ingleses que allí acuden todos los años. Quien viaja agradece la diferencia, no la culivicencia.

Me parece que le ha venido muy bien al Dr. Vega el fin de su término como director del Instituto de Cultura Puertorriqueña, sobre todo por esa expresión del “sentido común” y no de la raza cósmica o el culeo, el elegante bla, bla, bla del funcionario investido en el sempiterno trono de Don Ricardo como pivote de su argumentación. Coincido con el académico, para defender el Español, si uno escoge ese camino en estos tiempos del espanglish, la máxima institución que estudia la lengua del país puede y debe hacer la diferencia en el oficialista discurso melón. En inglés no se oye más bonito na, y eso es suficiente. ?No?

Guanina en Biento

Lucienne Hernández presenta a Guanina en el bar restaurante Biento todos los domingos en El Show de Luci. A continuación, un vídeo de Guanina en un show  “Pide la llave”, auspiciado por la industria de licores de Puerto Rico.

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Sueño en un banco del Parque Poe del Bronx

 

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Escribe Gloria Carrasquillo Padró

Especial para Estruendomudo

¿Hasta nuestro último empeño
es sólo un sueño dentro de un sueño?
-“Un sueño” Edgar Allan Poe

Anoche soñé que al quedarme dormida, estando sentada en un banco en el Parque Poe en Bronx, alcancé a ver que un cuervo joven y atrevido que se posó en la hoja derecha del portón que guarda la Casita Poe, ubicada en el lado norte del parque, frente a la avenida Grand Concourse en la esquina de la calle Kingsbridge. A lo lejos, escuché – entre dormida y despierta- las risas, gritos y voces de los niños y niñas que jugaban en los laberintos y la cromada chorrera de acero entre redes metálicas en rojo y verde relucientes. Mi lectura, una copia de “Lo dicho” una conversación de Estruendomudo, cayó al suelo. La avecilla color azabache posó sus patas como anclitas en el borde de los barrotes de hierro del desnivelado portón de dos hojas. Su plumífero traje jet black brillaba bajo la luz de un gélido sol invernal al comenzar una hermosa tercera semana de enero en tarde dominguera. El pajarito se acababa de separar con un vuelo atrevido mientras entonaba un prruk-prruk; kraa-kraa, de su familia que habita entre las columnas recién restauradas de la estación Kingsbridege del Tren Cuatro en su ruta de Uptown Bronx. Este habitat es el refugio de cientos de otras aves, protegido por las altas columnas del tren elevado y el monumento histórico de 1912  de redondas y puntiagudas torres romanescas, la Armería de la Guardia Nacional del Bronx.

El cuervillo voló atraído por las voces que le llegaron a través de los fríos vientos desde la Casita Poe. Allí se conmemoraban los doscientos años del natalicio de Edgar Allan. Sus potentes oídos comenzaron a escuchar la elocuente voz del actor Tristan Laurence, invitado para darles vida a las líneas de algunos poemas y nobles narraciones de tan afamada prosa noventista. ¿Cómo? Nada menos que en un acto organizado por la Asociación Historica del Bronx. Primero, la negra avecilla de mal agüero, vio con su agudo prisma negro y amarillo la casita (que aquí llaman la Poe Cottage) algo destartalada, coronada por dos pequeñas y humeantes chimeneas rojas y cartón de techar gris oscuro, totalmente cubierto por una fina capa de una fría nevada matutina. Pequeña casita de madera, como las de muñecas, de esas que se colocan en los patios y que una vez mi padre construyó para albergar los juegos de  mi niñez; rectangular, con pequeñas ventanas de cristal, un estrecho balcón de barandal de madera; construcción de dos pisos:  un primer plano interior con salita, cocina, diminuto dormitorio y, en el segundo, dos piezas, incluyendo el estudio del escritor. Después, el novel negrito observó como los allí reunidos, pequeña muchedumbre de estudiosos y amantes de Poe, escuchaban de pie, pero atentos, los versos de “El dorado” y las líneas que repetían la historia en verso de la inacesible Annabel Lee, la de los hermosos rizos –“in a kingdom by the sea”. Dos lágrimas se cuajaron en los negros ojos de Tristan cuando leyó “Mi madre” para luego nuevamente emocionado, leer las estrofas con el tañido monorítmico e inefable de “Las campanas”:  “¡Escuchad el tintineo/ ¡La sonata del trineo/!Con cascabeles de plata!”.   Fue entonces que al cuervo le pareció escuchar el canto de su misterioso congénere, el corvus corax de “The Raven”, y al poeta conmemorado impresionado preguntar: “¿Cuál es tu nombre en la región plutónica?”.  Alguien comentó, pocos minutos después, algunas de las patéticas líneas góticas de “The Pit and the Pendulum” y otro seguidor imitó el desgarrador sonido del despiadado asesino, el inmortalizado emparedador de “El gato negro”. A corta distancia desde el pórtico, el piquito negro casi hasta pudo degustar el sabroso vino andaluz de Amontillado, añejado en el famoso barril de fino roble que llevó a Fortunato a una horrible muerte en el húmedo sótano de aquel palazzo…

Poe llegó a vivir al Cottage del Bronx en el 1846, arruinado pero motivado por traer a mejores aires a su amada Virginia Clemm, su esposa afectada por la terrible y mortal tuberculosis. La tísica y el escritor convivieron allí sólo un año y Poe, la habitó casi hasta su muerte tres años más tarde, en octubre de 1849.  El curioso plumífero de albornoz negro, se puede decir, que pudo ver -a través de las pequeñas ventanas- las sombras silentes de la pareja. Podía asegurar que a través de las viejas y blancas paredes olfateó los vapores destilados del mágico opio y que alcanzó  a  escuchar el tintineo de copas rebosantes de embriagante alcohol. También pudo sentir la brisa que atravesara los imponentes arces -desprovistos de hojas pero cubiertos de nieve apiraguada- que aún abundan en el parquecillo y que casi cubren la antigua y venerada casita.

Como entre las nubes, en ondas oníricas desperté pero, antes, pude ver las preciadas cuartillas sobre el escritorio de Poe. ¡Hojas escrituras en tinta china! Mis ojos vieron los trazos entintados para la eternidad. Sí, trazos finos y titubeantes en cursivas negras como el ónix que bailaban gozosas sobre amarrillentos folios cual papiros egipcios sagrados cargados de vocablos y palabras sobrias, sabias, sonoras, satánicas, delirantes… Letras entonces en mamotretos del siglo XIX, ahora movidas con un péndulo dos veces centenario e universalizadas a través de las invisibles redes mágicas (del Internet del XXI) se transmiten veloces y certeras ¡Al toque de una diminuta tecla!  Entonces, el teclado de mi PC se desprende del pequeño escritorio rodante y se transporta desde la avenida Valentine al duro banco dentro del Parque Poe.  ¡Y súbitamente! Despierto, asustada y a la vez defraudada. ¡Fue un sueño! “All that we see or seem / Is but a dream within a dream”. Sin embargo, puedo asegurar que vi al cuervito volar hacia el Oeste, a lo lejos y rumbo a su casa. Entonces, Anthony Geene, el director de educación de la Sociedad Histórica del Bronx, anuncia que proximamente se recibiran $700,000.00 para las labores de resturación de la Casita Poe construida en el 1812 adonde diariamente, por curiosidad o necesidad, vuelan acercándose los cuervos.

Más “Mini-cabs” de Guillermo Rebollo Gil

vampiro

Escribe Guillermo Rebollo Gil

Especial para Estruendomudo

 

sueño un cuarto de mal gusto donde los pequeñitos cambian el agua
en la cubeta y salen vestidos de vampiro
a vacilar.

nos aseamos torpemente como relojeros,
es decir, tanto cuidado con las manos y lo más hermoso que son
es error y movimiento.

Barrunto es un poemario rojo, chiquitito
que conviene olvidar
si no podemos con la sangre,
el pánico, quizás, por sentir algo
ante tu cuello perforado.

no sé que esperabas de mí,
pero es verdaderamente un espectáculo.

***

ser, por ejemplo, inevitablemente crustáceo
antes que cráter, celaje. el corazón colmena
hacina el gasto. nada que buscar sino el trazo
agudo del calor. un mapa espeso vaciándose
despacio.

Poeta por encargo para Obama: La escritura del “Inauguration Day”

Escribe Manuel Clavell Carrasquillo

De Estruendomudo

El poema de Elizabeth Alexander, “Praise song for the day” comienza con el despertar del día inaugural, con ese desencuentro de espinas en la lengua y en la cabeza, mientras se remienda algo, en el momento en el que el negrito jura pero una mujer y su hijo esperan el autobus. Luego, llega el momento de hablar, del desencuentro con las palabras y las carreteras para salir a lugar seguro, “caminamos hacia eso que todavía no hemos visto”, dice la poeta. De inmediato, a las doce y pico, convoca con su voz un viaje al pasado de los ancentros que construyeron y limpiaron los edificios gubernamentales. En pleno Mall, a mediodía, las celebraciones… y qué del amor en el el aire de invierno en que cualquier oración puede comenzar mientras el presidente, su pueblo, se dirige hacia la luz?

La poeta trae experiencias nimias a la ceremonia de coronación del rey y su discurso contrasta con el oficial sólo en eso, en su “quebranto”. Se trata del discurso oficial quebrado al escribirle por encima su incluida inestabilidad. “Todo sobre nosotros es ruido”, dice Alexander pero, a pesar de ello, alguien “repara las cosas que necesitan ser reparadas”. He ahí el mismo mensaje de Obama en crudo, desvestido de parafernalia politiquera. The Poet is Obama, then. Tanto en el poema como en el discurso presidencial hay un llamamiento a pensar en las palabras de la utopía de la continuidad, teleología pura. Independientemente del lugar social del ciudadano convocado, promueve una convocatoria ídentica a la del oficialismo funcional hacia el amor incondicional y abstracto con el que “cualquier cosa se puede hacer”. “Yes we can” es el mantra del poderoso y del desdichado, personajes que Obama supo reclamar para sí y que la poeta logra apalabrar. Poesía o la otra herramienta para llevar al límite el arte de gobernar.

Poema y discurso inaugural, ambas piezas literarias, recogen el mismo verbo pragmático en “tiempos de crisis” (“It was the worst of times”) y ordenan a todos por igual: “Haced!!!”. 

[youtube]http://www.youtube.com/watch?v=B0v4B1Xa3Eo[/youtube]

Cuadernos de la Hermétika 6 (Palesjudd)

Escribe Manuel Clavell Carrasquillo

Una pregunta,

¿lo vio?

-aquello

¿cuál?

-La estela de su discurso, triiin…

¿incoherente?

-sí, el rabo

¿el del ojito malito?

-sí

ah, claro

¿de qué va?

-Pues sucede que se lo arrancaron los pájaros la otra noche y se lo dejaron así. Supurante. Pero lo que me preocupa es que el líquido de la camarita no lo pudiese contener porque no la hubiese en Gaza, es decir, que no aparecieran por allí los periodistas para filmar la ocupación y se transformara aquello en una cuestión política desangrada, liquified.

¿de cuándo acá?

-Voy a llegar tarde.

¿Y te cuentan la tardanza allí? ¿Quién vive de eso? Juguito de musulmán. Mira, detrás del borde lo que hay es playa, una piscina absurda llena de pajitas mojadas en agua de sal, un salitral palestino vigilado por buques escuela capitaneados por judíos ortodoxos. ¿No?

-Si usted lo dice…

¿Que yo me niego a reconocer? Dito, no.  Fuck!

-A mí usted no me amenace. Papi daba clases de religiones comparadas, yo sé.

El pai tuyo me mama el bicho.

-Esto se jodió. Que venga el suyo y lo arregle. La Uzzi. El periscopio del portaaviones gringo en el Mar Muerto apunta a la sien de la mai tuya, bestia.

¿Dónde estamos?

-En el kiosko de doña Luri tocando la campanita para que salga al balcón a vendernos limbers de cherry.

¿De los que pintan la lengua?

-Gotcha!

¿De los que amarran? ¿Y luego no sueltan?

-De esos mismos. Mira.

¿Qué?

-Un palestino pasiando por Harlem con un radio de transistores.

¿Sin enchufe?

-Sin agua. Sin baterías, así porque sí.

¿Qué pasa con los palestinos?

-Na.

¿Otro dulce?

-Vuelvo ahora. [Aparte] Maldita sea mi voz. No se entiende. En francés: voilá. Ici. Donc. Mi padre, mi madre, viven en la calle de San Valentín, no se entiende. La abuela trajo asopao hecho con arroz integral y cubitos Knor de Costco. Bobo, soy bobo. Bobo, cara e bobo. El bobo que me chupé. Las caries por el limber que me chupé. El palito de la cherry se me encajó en un molar después que me lo chupé. Dr. Toro citó a mami aparte y le dijo bajito: “Mamá, el bobo tiene caries en las muelas de atrás”. -“¿Cómo va a ser en las de atrás?”, contestó mami. Yo me escondí debajo de la camilla y me tapé con el papel de estraza blanco que había. Saqué la cabeza un tantito y vi el zafacón en la esquina del consultorio. estaba lleno de paletas de cherry mordías, a medio chupar. ¿No lo hay? Saqué la lengua cuando me encontraron y él la vio, dijo: “Una lengua palestina, uy fo”. Una lengua morada y mora, para completar. “Mamá, téngame aquí el palito contra la lengua, uy fo”.

¿Dónde era que estábamos?

-¿Arriba?

Arriba el olor del popcorn con mantequilla chorreante. Las palomitas voladoras ensopadas en liquified butter, el cohete volador, el chocho mecánico expulsado luego de la debida lubricación hacia el horizonte de la kasbah: un heliotropo mojao en pleno clímax, espérate chico que creo que los vi por las persianas chingando en el callejón. Eran una enfermera palestina montada encima del miembro de un miembro del Knesset que aprovechaba el toque de queda para comprar más barato allí. Desde la rendija de la persiana lo que realmente vi fue que el cuadro de contagio racial lo completaba una chaperona encapuchada que llevaba el ritmo observando de cuando en vez las agujitas de su reloj de muñeca. El desierto se hizo un segundo cataplasmático, o sea, medicinal, en ese grano de arena o de sal que se deslizaba encima del secundero desbocado, los enemigos en la intimidad, mientras tanto, quedaron inmutados por el canto del muecín (era la hora de la oración, diache) y, entonces, el minutero se convirtió en la cruz de malta más linda que he visto en mi vida después de las del patio de abuela, pero pronto se llenó de hollín; un polvillo negro despedido por los rotos mohosos de las chimeneas metálicas de los camiones kosher lo nubló, y el comandante en jefe de la misión (título viene aquí: “Pasar a Cuchilla en la Pascua Florida”) convergió con los amantes y la chaperona en pleno callejón de la trastienda de la mezquita, o sea, lo que quiero decir es que el mismísimo comandante se metió de cuerpo presente en el revolú. Ligón al fin, vino a terminar en cuclillas; con la mano derecha bañada en semen puro, porque no ha tocado prepucio debido a la falta de circuncisión, al pacto, y ahorita mismo, hoy, ahora, decimos todos: “Gimió de placeres contenidos en kabalah oculta mientras pasaban a cuchilla a los corderos de Mustafá, amén, aquel alto oficial”.

-¿Terminaste?

No, ¿qué pasa ahora?

-Bellaco tú.

¿Yo?

-Nos vamos a llevar muy bien, lo sé todo. [Aparte] Fuck! Fuck the Prohets and their wifes! Eso fue un mandato divino y lo hicieron, lo tomaron al pie de la letra y no volvieron sus espaldas para no atestiguar la matanza en Gomo Rra. Gayamama, mami, fue, dice que una de las esposas se conviertió en estatua de sal, pero yo soy bobo, un bobito sin escrúpulos en el culito y con toda la fe intacta en la ONU, porque me consta gracias a sus documentales en public tv el viento frío que sienten los beduinos a pesar de las telas teñidas de añil, los cueros teñidos de boñiga caqui y los chalecos a prueba de balas de los camarógrafos de la BBC, que ellos tienen prohibido el paso pero no los anunciantes, que están al pie, al pie de la letra, como decir en los subtítulos, en el subte del sub-d, allí bobito. Gaya o mamamam el bobo del bobito [mi límber de cherry mío] me acostaron de nuevo en la camilla del doctor Toro y mis dientes lo retrataron todo: carne cuando no se podía, un bobo, bobito, pelos de niña mala ensortijados en una muela subdesarrollada y en un cordal vampirito también. Sería guardia de seguridad del palo de los mojones, amanuense de los judíos patos, mercenario voluntario de los rusos ortodoxos que escaparon de la masacre de Leningrado, un don nadie con el todo de telón de fondo, un bobolón al pie del conflicto irresoluble. Mano, debajo de.

¿Estamos debajo entonces, cabrón?

-Mira a este.

¿Que mire qué?

-Tú mismo, que te mires en el espejo del lago de sal.

¿El Muerto, el Aral, este bicho pelú, cuál de los tres?

-Bobo, los dos.

¿Bocabajo o bocarriba?

-Un sesentainueve, dale.

¿Ahora? ¿Aquí frente a la gente?

-Aquí.

Que no.

-Otra pregunta,

¿lo vio?

-¿cuál?

Nada.

-¿nada de qué?

Contigo no se puede ni hablar.

“Lo dicho”: Una conversación ciberpostal entre Bruno Soreno y Ariel Frieda. Segunda Parte

From: Bruno Soreno
To: Ariel Frieda
Subject: Conversation of eiros and charmion

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“Then, there came a shouting and pervading sound, as if from the mouth itself of HIM; while the whole incumbent mass of ether in which we existed, burst at once into a species of intense flame, for whose surpassing brilliancy and all-fervid heat even the angels in high Heaven of pure knowledge have no name”.

Partir de Poe.

Devolverte la jugada es como partir de un abismo hacia lo innombrable. Como contar un cuento desde el último punto que lo decapita.

El sonido inefable del tiempo decapitado, la interrupción del elan vital, la paralización inaudita de las manos del reloj y de las culebras revoltosas que merodean tus sienes.

Después del cataclismo, de la catástrofe inminente del tiempo, tu nombre será Charmion. “So henceforward will you always be called”.

Yo seré Eiros.

Porque ya somos otros, negados del éter sustancioso que una vez nos alimentó, el aire que nos igualó a los de la especie en ventajas y carencias.

Has devenido cabeza en esta catastrófica metamorfosis universal. Me exiges la escritura lineal de tus contornos como la tiza que rodea al difunto asesinado en el suelo de la escena del crimen.

Tu naturaleza es toda ojos, ahora, como la noche.

Escribirte, ya que no tienes cuerpo, es una tarea de castración. Para escribirte ahora debo prescindir del sexo. ¿Será posible semejante maniobra?

Mejor seré tu verdugo, tu llaga, me inventaré tu cuerpo rebosado de curvas, voluptuoso como una fruta podrida, y te sacaré los jugos, los gemidos, te haré en el cuerpo cicatrices imponderables, machacaré tus dedos en el pilote verde de la palabra, te arrancaré los dientes y las culebras del pelo, te haré tragar plata a borbotones hasta que revientes, hasta lanzarte rauda al infierno del silencio.

Yo perseguiré tu rastro, tus migajas de pan, cuerpo de Cristo, hasta llegarte, hasta alcanzar el espectro detrás del péndulo, hasta merodear infalible cada uno de tus péndulos que te habitan, las manadas de arañas que atraviesan tus tuétanos. Yo seré el estruendo, la trompeta, el ruido del tiempo rompiéndose y destrozando de un zarpazo todos los péndulos y las agujas del universo. Yo, lunar, manejaré tus menstruaciones, me esconderé como un duende con colmillos detrás de tu lámpara azul para espiarte el sexo, para atrapar el grito ajeno y lanzarlo cual martillo al cielo, al lugar cóncavo, al laberinto circular de los tormentos, de donde nunca regresará.

Otra vez Poe: “Vivo te fui funesto, muerto seré tu muerte”.

Así me olvido de mí. De la asfixia. De la marea moribunda de la noche, la ausencia espantosa del sopor, la sospecha de un coloso oscuro acechando más allá del horizonte con mi nombre en la frente. Del hueco infinito que rodea mi falo hambriento, envuelto en fuego, en brillo indescriptible.

Porque yo estoy hecho de tinajas, aunque tenga la apariencia momentánea de acarrear dedos de plata. Yo estoy hecho de ajenjo, de libros escritos en lenguas malditas, y ocultos en las barrigas trémolas de bibliotecas pertenecientes a herejes y a alquimistas, yo estoy hecho de tus ojos de medusa. Yo sopesé que ya era piedra, que ya habías realizado no sé qué maleficio de sal, pero yo no conté con la multitud de agujas milenarias, con mi capacidad de decapitarme los dedos y guardarlos, resguardarlos de la tormenta en unas gavetas de plata que ya nadie puede abrir, unas gavetas vigiladas por relojes de arena.

Detrás de los ojos habita la memoria, un animal amenazante, amenazado, que acecha y araña y muerde cuando lo perturban, que lastima la mano que le da de comer.

Pero yo guardo la mía, o la mía se guarda en las gavetas de mis dedos, detrás de la plata que recuerda tu piel, aquella piel que te cubría cuando eras Frieda, cuando tus curvas y tus manzanas y tus dientes me eran asequibles y yo tenía boca en el pecho para comer.

Mi tarea, entre marea y marea y vértigo, será la investigación minuciosa de tu crimen, recuperar la arqueología de tu muerte, determinar con certeza los golpes, las heridas minuciosas que te propiné de lejos, detectar a tu criminal, escondido en un espejo.

Tengo un cigarrillo entre la plata, tengo una boca llena de humo. Yo debo transmitirte ese humo, debo llenarte del aliento mortal, carcinógeno, que permitirá (a costa tuya) la recuperación de la carne, el conjuro que producirá tu golem, el terrorífico despertar de tus serpientes.

En horas exactas leerte sin cuerpo es como una orgía al revés, cuando resucitan las agujas no ponderar tus ángulos, tus extremidades de araña, pensarte toda letra y palabra y lejos y Charmion es ciertamente insoportable, como cargar un tizón de plata o lanzarse al mar. En horas exactas debo hacerme inexacto, debo desgarrar algunos velos que me cubren, extirpar mis testículos y comérmelos con mermelada, agarrar fuertemente la mano izquierda con la mano derecha y arrancarla de cuajo con cuidado de no salpicar la maquinilla, el papel de hierro donde grabo unos signos destinados a ser carimbo de tu piel sin alcanzarla nunca. Ese es el sueño de la maquinilla, la mecánica inmediatez de poder escribirte ruidosamente, realmente, la posibilidad de incendiar tu cama con la colilla de un cigarrillo, mejor aun, incendiarte toda, como en el cuento.

Pero tú conoces mejor que nadie la peripecia, el vericueto líquido de la palabra, tú has escrito en piel y letra cosas indecibles, tú has manejado con competencia infiernos diminutos, tú me has atosigado pesadillas y decapitamientos, tú te mutilas, me mutilas como un papel incendiado, como un ruido intrusivo, una trepanación craneal en búsqueda de un tumor que ya se ha ido, que nunca estuvo, o que habita tranquilo otros aposentos buscando a quién devorar.

Tú has visto mi noche, mi espanto. Tú has imitado mi gesto grotesco, yo tu palabra fluida. Tú te has escondido en mis ataúdes, y yo te he matado a dentelladas mil y una noches. Tú has sido Sheherezada, y en la mil y dos noches te has quedado sin historias y yo, implacable, he ordenado tu cimitarra. ¿O cada historia era un pequeño asesinato, una petit mort, un orgasmo cegador y redentor? Ciertamente muchas noches lo fue, lo es, ciertamente una luz inefable ha brillado de vez en cuando en la psicodelia y el autolvido, en el vientre henchido y relleno de ojos de la noche.
Metafísica del terror, no poder imaginarse el color blanco, o aplicarlo a todo el universo para borrar tu nombre.

Si, para entretener el espanto, dedicaras tus agujas, tus arcos de metal a dibujarme allí, detrás del vidrio, donde pasto con mi mano sangrante entre las bestias, ¿qué formas me darías?

El péndulo que precariamente viajamos ha practicado una vez más el arco. Ahora se aleja, de mí hacia ti, algo de mi piel se va con él, algo de mi hambre. Estoy embarrado de tu carnicería. El péndulo es una espada, con el mango en tu dirección y la navaja en la mía. En ese filo, si eres capaz, se mezclará nuestra sangre.

From: Ariel Frieda
To: Bruno Soreno
Subject: Continúa…

el-pendulo-sobre-la-arena

“After this I call to mind flatness and dampness, and then all is madness — the madness of a memory which busies itself among forbidden things”.

Ya sabes de la manía de acudir a Poe. En horas exactas mi cabeza se llena de péndulos y como Medusa convierto al tiempo en una gran orgía. El reflejo de un cuerpo que se detiene frente al reloj, tu cuerpo detenido, parado como una manecilla inservible que acoge al seis por efecto de gravedad. Tus ojos que de la nada ahora son blandos frente a mis péndulos espejos. Mil movimientos colman mi cabeza. Demasiados péndulos cuelgan frente a ti, tú que me miras decapitada, renunciada a mi cuerpo, mi memoria harta del tic tac terrible que hace el reloj a estas horas, que te detienes ahí, inmenso, casi infinito, alargando los colores sobre mis filamentos de plata que marcan ciertas cosas que sólo tú puedes contar, testigo ocular, culpable, diséctame.

Escríbeme llena de péndulos que danzan tambores en mi nuca, pende la sangre de un animal sacrificado, penden miles de caras entre mis filamentos intentando ir de oreja en oreja, acudiendo a esas chorreras resbaladizas que no pueden ser más que eso, por dentro, siempre por dentro, usted me pende.

Veamos, le decía que era Medusa yo que dejaba extenderme en largos hilos de plata que cuentan el paseo del tiempo. Porque cuando mi tiempo sale a pasear se detiene frente a una ventana y en esa ventana yacen tus dos ojos, como esferas esperando golpear contra el cristal, y luego quién pagará ese vidrio, te preguntas sin darte contestaciones porque ahora me ves rodar.

A tu salud un cigarrillo, mírame, como dejo ir mis partes, como te ofrezco una línea, una ruta o un caminito de cuentos de hadas, no te busques, sólo amontónate, desmenuza tu gravedad.

Mi cabeza rodando y miles de campanas, péndulos que me chocan por adentro, se me incrustan en las paredes, en los límites, ruido de tu maquinilla. No sé por qué… Siempre te imagino escribiendo en una maquinilla. Suenan más, despiertan a la gente; en cambio este ruido que oyes rodar sólo puede pertenecerte. Déjame ser tu personaje. Ahora frente a la guillotina, yo Medusa, sola, sin cuerpo, como sólo una Medusa puede ser, soy condenada a la guillotina. Escríbeme el final, decapítame de nuevo, yo que sin cuerpo ando, y apago este cigarrillo dando una vuelta más.

¿Qué esperas?

“Lo dicho”: Una conversación ciberpostal entre Bruno Soreno y Ariel Frieda (Primera Parte)

Escriben Bruno Soreno y Ariel Frieda

(Nota del Editor: El título de un cuento del maestro Poe es un pretexto para que el escritor puertorriqueño Bruno Soreno comparta espacios electrónicos con su coterránea Ariel Frieda. Los dos mensajes que reproducimos a continuación conforman la primera parte de un diálogo ciberpostal que es erótico pero es también literario, que se afirma en sudores pero también en Poe, y que indiscretamente se cuela hasta la Tierra de Letras para deleite de sus lectores).

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From: Bruno Soreno
To: Ariel Frieda
Subject: Decapitaciones

Un ciego soñó una vez a fuerza de palabras un laberinto recto, y no es despreciable dicho laberinto, sino solamente árido y limpio, sepulcro piramidal como aquel otro laberinto que el otro, el mismo ciego soñó plagado de arenas. De un salto de ojos grandes y videntes sueño yo un laberinto intermedio, circular, igual de limpio y de árido pero quizás más económico y atroz, una vuelta perpetua en el plano, un círculo interminable y vacuo, un gemelo atroz del primero, pero peor, porque agobiado de memoria el que se pierde en dicho laberinto recordará para siempre haber pisado cada punto de la circunferencia, y su boca escupitará pesadilla. Un tercer laberinto yo propongo, uno informe, húmedo, fluido y subcutáneo: el cuerpo, laberinto infinito. Un degollamiento, una demolición sistemática del cuerpo dividido es anatema, es multiplicar el dominio del cuerpo, es proponer un diálogo y traer a colación una cuestión de poder. El poder toma la forma de la recta, el deseo la de lo curvo. Recta es la guillotina, curvo es labio, el seno, el dulce pezón atravesado por telarañas frutales, el destilador inútil de grasas fuertes, el centro del laberinto circular.

Tecnología de la mutilación, la palabra. Forma de desformarse, de asegurar la imposibilidad de encarar los rostros, el rostro, si es que encarar significa en este caso una prestidigitación, un gesto mántico, de coordinarse la cabeza y el cuerpo en su separación para contener la geografía sinuosa del deseo, del rostro elusivo y deseado.

Un espejo.

¡Mira, y que desnudar los dedos! ¿Y qué del frío? ¿Y qué del remeneo incesante del viento bailando el baile de San Vito entre las costillas de la osamenta? Tu metamorfosis es una vestimenta, un rizoma proliferante que te viste, que te cubre, que ansía materias de contacto, de protección ante lo inclemente (aunque no dudo de su capacidad erotizante, su uso del éxtasis como moneda de trueque, como interacción entrópica, termodinámica, de estabilización del sistema). Las sortijas de hielo son un guarecerse, son una hoz práctica que se encargará en su momento de desgarrar los filamentos, rellenar el hueso de lo húmedo, asediar lo chamuscado, encarar la desnudez atroz, rasgar la piel, provocar el grito, el aullido, el jadeo y el orgasmo de ser necesario.

En cada dedo una palabra, como una muerte. Pequeña.

Una pérdida en el laberinto, sin alas, sin minotauro, sin círculos ni rayas ni arenas, un meterse al cuerpo por la boca, por el recto, por el embudo del ombligo deteniéndose sólo para presentir el exacto momento de la penetración. Una sortija de ángel extraviada en una boca. Dientes devorando metales, como truco de freakshow, tragadura de espadas. Un blowjob. Una sombrilla dorada bajo la cual guarecerse de la llovizna fría de palabras heladas, donde poder estar desnudo, caliente, desvariado de sí, casi mecánico.

De cierto modo, un deseo que es una desafiante sinceridad.

Porque la piel es a la carne como la cabeza al cuerpo, es una sinceridad insólita admitir el cuerpo no como burbuja del aire sacro sino como un laberinto infinito, como una capacidad de pieles infinitas, y debajo sólo huesos, laberintillos blancos donde anidan y se reafirman los filamentos, las protuberancias ectoplásmicas que se cuelan por los ojos, los oídos, la boca de las bellas brujas, las madejas de las medusas irresistibles.

¿No es acaso un cuerpo lo que ansían asir tus filamentos? Ciertamente. Lo incierto, lo difuso, es el conocimiento de ese cuerpo, su calificación bajo la lápida de un nombre, de un género, darle cierta geografía y cierta pertenencia. ¿Un muerto? ¿Un Otro? ¿Un Yo? ¿Acaso la radical desavenencia de la cabeza, de su insistencia y sus advertencias no es esconder el sol sin tener manos, desaparecer de la memoria el tajante recuerdo de que ella se inventó al cuerpo, de que el cuerpo fue un tejido carnoso que ella pacientemente bordó en las noches sin luna? ¿Acaso no era Ulises un simple diseño en la tela perpetua que tejía Penélope? ¿Acaso tus tentáculos, tus oculares, auditivos y bucales filamentos no se entretienen realmente en tejerte un cuerpo, no en buscarlo en un afuera sino construirlo alrededor de los huesos, allí en el hueco debajo del mentón?

Ingenierías prodigias de tu suculenta carne.

En cuyo caso, pedazos míos, esquinas afiladas mías quedarán atrapadas en tu red, despojos de mi carne y mi piel igualmente inventada (¿por mí? ¿por ti?) se enredarán en esa nasa, esa planta enredadera que puebla tus curvas, los cuchillos de los dedos quedarán entonces incrustados en esa nebulosa húmeda y palpitante y atestada de dientes y uñas y hormonas y epitafios que hemos concedido en llamar “tú”.

Un sofisma entonces, la diferencia.

¿Dónde termina la piel y dónde comienza la carne? ¿Dónde el dedo y dónde el metal? ¿A qué boca pertenece una lengua capaz de ocupar cuatro labios al unísono? ¿Puede el falo de Onán pararse al encarar su propia cabeza desmembrada?

La palabra, la piel es una estrategia contra el humo, como lo es el olvido. El humo es lo que ocupa la insaciable boca de la carencia, la boca que besa sin dejar aliento, la boca mantis religiosa, el cuerpo muere y eyacula instantáneamente. Quizás, de pasadita piensa en su madre, en una sortija, un cuervo, una canica, un libro de Cortázar, una hecatombe.

La caricia implica al cuerpo, lo compromete. La caricia asortijada lo rasguña, pone a funcionar la geometría de modos no euclidianos, sin importar en qué punto de la masa se actúe, se alerta a la cabeza.

Efecto a distancia. Del lado allá al lado acá de la guillotina.

Este instante que “es repentinamente y sólo vuelve a ser en la memoria”, ese punto donde tangencian la recta y el círculo, esa zona intensa que puebla cementerios enteros de nombres (muerte, orgasmo, palabra, piel, nombre, guillotina, caricia, bala, decapitación, soledad), no es otra cosa (o es todas las otras cosas) que esa puesta en alerta de la cabeza, de ese contacto entro-metido de la carne con la carne o la masa con la carne. Es la caricia de la cuchilla en la nuca. Tanto la cabeza de la víctima como la del verdugo son puestas en alerta: una en alerta de la otredad de su cuerpo, la otra de su futura separación (por eso el muerto queda “convertido en verdugo”). Todo entonces una inmensa despedida, un terror y un estremecimiento ante la inminencia de la catástrofe que es la separación de la piel, el regreso a la carencia de la que nunca se salió.

Noches oscuras y alucinadas, el cuerpo y sus fluidos atestados del elixir de la muerte, balbuceando, rodando por el aire pesado del suelo, gritando, chingando cuerpos sin nombres en camino al pozo, ocupando no dos sino mil ataúdes simultáneamente, cagándome en la boca de mi propia cabeza, haciendo mal las sumas y bien las restas, mutilando mi cuerpo (templo del espíritu santo, que pronto me desahuciará seguramente) practicando rituales ignominiosos y olvidadizos que preparan a uno para el desnucamiento, el degüello que implica el alba, la despedida de la verdad y el regreso a la mentira de que uno es uno y no diez mil, a la mentira despiadada de que yo no soy tú, de que nunca seré tú.

Quedas invitada cordialmente a la próxima función.

Esta es mi aportación al epistolario electrónico que sin duda alguna conformará una de las literaturas más alucinantes e interesantes de este paisito. Dime pronto lo que opinas. Y el chiste de todo es que ni siquiera es literatura sino algo más visceral y siniestro, sospecho, aun con todos los bosques oscuros que lo pueblan y todos los fantasmas, algo más real. Espero la próxima y me entusiasma mucho este intercambio, este diálogo de ataúd a ataúd. Considera que si sigue así de bueno, esto es publicable, además de que es un modo, al menos para mí, de decirte tantas cosas de la única verdadera forma en que es posible escribirlas. Quizás este es nuestro idioma verdadero.

Que el tejido que fabricas con tus madejas infernales incluya, en sus fabulosos paisajes, mi osamenta.

Osiris, el conde decapitado.

PS: El primer párrafo de tu texto, entre comillas, ¿es tuyo o es de otro? Si es tuyo debes saber que está KABRON y que quiero leer el resto. Si es de otro me gustaría que me dijeras de quién es, porque me interesa. Te pregunto porque aunque todo tu texto mantiene la calidad genial de ese texto (lo que digo en el párrafo anterior no es por decirlo, va en serio) noto una diferencia entre el estilo de ese párrafo y tu incomparable estilo, que sospecho sólo yo he logrado apreciar y disfrutar a cierto nivel (que no a cabalidad). Disculpa la soberbia si me equivoco o me creo el ombligo.

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From: Ariel Frieda
To: Bruno Soreno
Subject: Como todo, continúa…

“After this I call to mind flatness and dampness; and then all is madness — the madness of a memory which busies itself among forbidden things”.

Siempre acudo a Poe, ya sabe usted de esas manías. De todos modos en estos momentos sólo cosas como péndulos deshacen mi cabeza. Si fuese la Medusa yo, sería una de filos cortantes, blandos, como péndulos que se suspenden de lo que me cubre, que tienen maniobras planeadas para mis ojos, mandrágoras flotando por mi iris, mi ojo, ojo péndulo, desechando mi cabeza con un movimiento adverso que me decapita.

Pero usted también sabe leer al tiempo. Digo, cuando se inventa, cuando éste acude a su existencia, usted sabe contar horas, minutos, con su tic tac de plata en los dedos, cuchillos afilándose en la cocina, filos que danzan tambores en mi nuca, como un asesinato de imprevisto en el que usted no puede matarme si no es que antes se deshace del intento.
Medusa yo, me tuerzo los brazos, me los parto, los dejo como migajas de pan, cuento de hadas, no sin antes desafiar la luz, que, como el tiempo, en este rumbo nada tiene que ver. Así que usted seguirá olfateando, como una bestia, un perro rabioso, los trozos que se despegan de mi cuerpo, porque prescindimos de la geometría, Medusa yo, pongo a rodar mi cabeza llena de péndulos colgantes, tic
tac
                                           tic
                                                                               tac
                              tic
tac
cada vez me extiendo sobre el suelo, y allá abajo, sin luz enciende mi cabeza un cigarrillo, y yo Medusa dicto el ritmo de tus dedos que escriben sobre una maquinilla imaginada. Siempre te imagino frente a una maquinilla.

Puedo hablarte, yo fumando desde este piso frío, mientras suenas los huesos, bostezas, tú, cuerpo carente de ojos, de dientes. Insisto saborear el humo desde tu bandeja, mis péndulos surgen de mi cabeza como si fuesen monstruos marinos, rasgan el aire, la esquina fría del aire, el tiempo sabe estremecer tu sombra.

Calcino desde mi boca el aliento, cuando se escribe como tú lo haces (y sólo tú sueles hacerlo) se abren demasiado los ojos, se prescinde de los párpados y es como si hubiese un agujero colmado de reflejos, del reflejo de un cuerpo que mira un reloj, del reflejo del cuerpo que se convierte en serpiente cuando se anida en el péndulo, Medusa no tiene memoria pero tú sí… Por eso no puedes dejar de derramar palabras como mercurio, no te importa la forma, sino sólo descender en ese ir y venir, tic, tac, está de más poner aquí la palabra tiempo.

Y si yo Medusa te observo febril, me acojo a la memoria más mediocre y sólo puedo asociar de tu mercurio la fiebre… deshojo el cigarrillo, derramo las cenizas y me quemo, me dejo quemar, y un péndulo caliente es infierno para un hombre. Si me columpio, si me imagino en mi propia cabeza yendo y viniendo agarrándome de las orejas que por dentro son sólo chorreras resbaladizas, si me convierto en mano que desmembra mis propios recuerdos, y te encuentro, así convaleciendo, sudando bajo las frazadas, te desarmo, escribe encima de mí, yo fumo por ti, te condeno péndulo, métete en mis huesos y a la hora de bajar grita bien fuerte, que el reloj se oiga en todas partes.

Escribe.

Continuará… Pronto aquí se publicará la Segunda Parte…