Un beso contra la puerta: 12mo Microrrelato Erótico Acogido a la Primera Enmienda

Por Yolanda Arroyo

 

Para Marcos

Una lluvia de perseidas se me filtra bajo la falda. Salen meneando la colita como en una danza de salsa por arriba del escote. Me besa incesante. Me toma del cabello y a veces del rostro. Con su lengua embiste la humedad de mi boca, acaricia mi cuello. Las estrellas se prenden en su tez, en su sonrisa, en los jadeos que acompañan los míos.

No le permito que hable. Sólo quiero quedarme allí, cerca de él, segura dentro de sus roces. Lo muevo con pericia hasta la puerta, dando pasos hacia mi frente y su atrás con el deseo caído de las fauces. Un umbral cerrado que permite recostarlo a mi antojo. Una puerta de nogal, con olor a esencias de pino, a campo de sentimientos, a margaritas apostadas en el vientre parido, a nomeolvides sin alzheimer, a meimportastanto. Presiono su espalda contra el marco, abro con una de mis piernas las suyas, entro hasta el medio. Subo para tantearlo con mi muslo. Me pegué, me sintió, lo sentí. Saqué su camisa del pantalón. Metí las manos en su dorso, las moví corriendo por su costillar, luego al tórax, tenté sus tetillas.

Lo he presionado a otras puertas. He descubierto en el envés de los portales su arritmia. Su lomo raspa detrás de alguna de ellas y se crea la alquimia; Teseo y Ariadna. Su reverso forma un plano simétrico entre la puerta y mi seducción. Mi humedad lo traspasa delirante hasta el pórtico de turno. Puerta de oficina, puerta de la casa, puerta del desván, puerta del despacho, puerta de restaurante, puerta de patio, de salones de clases, de baños de Coamo, de duchas de playa, puertas de plateas de ensenada, de muelles, de puertos, de ferrys y de abertura a la bahía, de motel citadino, y de terrazas frente al río. Puertas. Puertas de aduanas, puertas de avión, puertas del cine, del teatro, del automóvil, puertas de balcón. Mis puertas. Sus puertas. Todas saborean su cuerpo al mismo ritmo que lo hago yo. Pegado a la puerta es un minotauro. Tampoco se defiende. Me muero por sus besos contra la puerta.

Ilustración: "Ariadna y Teseo", Ivana Barazi

25 minutos de insomnio: 11mo Microrrelato Erótico Acogido a la Primera Enmienda


Por Pablo Maldonado

Luego de dar varias vueltas en la cama, no podía evitar lo que su cuerpo le pedía y se aferró a dominar a su otro ser. Había pasado demasiado tiempo, pues seis semanas es demasiado tiempo en el calor caribeño y sus figuras, desde que compartió una cama por última vez. El referente real era tan lejano como las agridulces fotos de internet. No quiso levantarse para ver cuáles eran las ofertas del porno fresita de Cinemax. Quería hacerlo como cuando era adolescente, cuando no hacía falta nada más que rozar con la colcha y pensar en cualquier amiguita mientras le subía la linda faldita de cuadritos del uniforme de escuelita, cuando la fuerza del cuerpo era tan incontrolable e insoportable como la verdad. Pero ahora, todas las mujeres con las que había estado, todas las portadoras de la ropa interior que él quería desvelar, no eran más que sombras asmáticas, pasaban en ráfagas sus cuerpos de cinco en diez. Buscando entre sus archivos, pasaban nombres con sus respectivos labios, cuellos, muslos, con ropa y desnudos. Al llegar a por lo menos cincuenta y tres imágenes vueltas a repasar en cada uno de sus ángulos posibles, por fin encontró la que le haría las mejores cosquillas esa noche, la que estaba dispuesta a hacer todo lo que a él le gustaba y como le gustaba. Le hizo el amor como sólo se puede hacer solo, hizo que lo amara mientras le golpeaba las pestañas con sus senos. La agarró fuertemente por las nalgas y se dejó llevar, no sin antes cambiarle el rostro, nombre, labios, muslos, pechos y posiciones varias veces más. Cuando pensó que había acabado, lo único mojado eran sus ojos. Qué mierda –pensó. Desde la primera vez que realmente se descubrió a sí mismo en la ducha cuando tenía doce años, nunca había podido pensar en quien realmente quería que lo abrazara después del derrame, luego de la función.

La venganza de Justine: 10mo Microrrelato Erótico Acogido a la Primera Enmienda

Por Luis Andrade

 

¡Maldito frío! La exclamación del marqués fue tan directa como inesperada. Se irguió de la cama, desnudo pero cubierto con algunas de las pocas mantas que poseía y fue a buscar algo que añadir a un hogar en el que la combustión agonizaba. Justine levantó la vista de la sucia hoja de papel en la que escribía, describía, y tachaba de continuo las escenas de dolor y placer, humillación y exaltación, que vivía como aprendiz de meretriz al lado de su maestro y le miró con desaprobación y reproche por cortarle el hilo con el que su imaginaria musa tejía el texto. El olor a sexo, esencia inconfundible de animal sudoroso y deseo a punta de nariz, permeaba el aire frío de una habitación iluminada sólo por la vela de su pequeño escritorio y el brillo rojizo de unas pocas brasas que resistían valientemente una conversión irreversible al polvo gris de las cenizas. –Ven, Justine, acércate, dijo una voz suave que la llamaba desde debajo de la única manta que quedaba en la cama. —Necesito tu calor; algo que me entibiezca. –Voy, Marie, déjame terminar estas líneas antes que el maestro nos ocupe otra vez—contestó Justine. –Ven; lo puedes escribir en la mañana; necesito tu boca en mi sexo y tus manos en mis pechos; algo que por unos momentos me haga olvidar el invierno, dijo Marie con una mezcla de suspiro y titiriteo.–¿Por qué esperar al maestro si el verdadero fuego está en nosotras? Además, el maestro tiene imaginación pero lo que en verano apenas puede usar, en invierno casi está de adorno. Sin embargo nosotras… –¡Cállate, Marie! —exclamó Justine— Sin el marqués somos nada, sólo unas putas que en lugar de estar bajo techo estuviéramos en la calle suplicando que nos dejen abrir las piernas por un par de monedas. Techo, Marie, techo. –Vamos, Justine, tanto el marqués como yo, sabemos muy bien quién sustenta este lugar, susurró Marie con una voz que delataba complicidad. –Con más razón, Marie, déjame trabajar y describir el encanto de tu sexo en palabras que no se olviden fácilmente. Sólo tal pensamiento me mantiene tibia, contestó Justine con la cara encendida por lo que acababa de escribir. –Te deseo y tengo frío, Justine, suplicó Marie, déjame besarte; bésame, poséeme, caliéntame. –Voy, Marie…

Ilustración: "Justine", de Veronese.

Perreo: 9no Microrrelato Erótico Acogido a Primera Enmienda

Por Juan Carlos Quintero Herencia

 

El aburrimiento de la tarde lo había rematado la lluvia. La luz, en aquel tiempo, se iba con regularidad y una vieja radio, invisible hasta esos instantes, continuaba la transmisión de las carreras de caballos que nadie escucharía a la hora de la siesta. Los insectos de la piel ya se le asomaban a los sentidos. Por allí no se acostumbraba salir de paseo y sólo Françoise, una poodle que sabía presentir tronadas, le seguía las meditaciones. De camino a la cocina una mano ya palpaba la membrana indistinta entre sus huevos y el culo: cierto aceitillo demasiado personal para desairarlo. La perra movía su cola. En la nevera abierta buscó un poco de crema con su dedo, se sentó en el piso, abrió sus piernas y se untó la crema en el ojo mismo. Estuvo friísima por unos segundos. Françoise se acercó y comenzó a lamerlo mientras le ofrecía su cuarto trasero. No parecían cisnes copulando con toros.

Ilustración: Kipling West, "The Civilized Werewolf".

Rajas: 8vo Microrrelato Erótico Acogido a la Primera Enmienda

Por j. a. bonilla

Yo estaba pasando por una de esas facetas faciales silvestres y la barba espesa me crecía casi desde los ojos: una sombra densa ocultándome de las cosas y de la gente. Me habían desconectado el cable por mala paga y se fueron disolviendo los pocos vínculos que conservaba con mi precaria metrosexualidad, al no poder seguirle la pista a los consejos de las loquitas tardomodernas de Queer Eye for the Straight Guy. La mancha negra de los pelos llevaba poco más de un mes creciendo descontroladamente y yo no encontraba la manera de salir de mi depresión poscable. Deambulando por el Viejo San Juan esta decadencia poco trabajada, tuve un instante de revelación efímera desde un balcón en la calle San Sebastián que funcionó como coca
erótica para mi voluntad disminuida, una epifanía diría Severo Sarduy. Una nena me flasheaba su entrepierna sin pantis. Era temprano en la mañana. Los adoquines estaban mojados con lluvia reciente y chorros de luz opaca chocaban con las ventanas de cristal. Apestaba a mierda de gato por todas partes. Desde este ángulo la perspectiva es muy buena, dije. Hay ángulos mucho mejores que ese, nene, me dijo y me tiró las llaves. Ya en la madriguera, las vulvas se multiplicaban ad infinitum, y te devolvían todas tus miradas de esa manera en que te miran los chisqueik con ganas de que te los comas. Algunas vulvas dejaban asomar una especie de almíbar blanco, otras tenían los labios hinchados como si hubieran sido víctimas de una succión reciente y feroz, más allá, desperdigadas por la sala, había vulvas pulcras como nalgas de bebé, depiladas y brillosas que casi invitaban a patinar sobre ellas, otras estaban arrugadas, mapas de carne que figuraban llagas desatendidas durante la cicatrización, más acá, en una de las paredes de la cocina, había una serie de vulvas hostiles, o, mejor, radicales en posturas de ataque, close ups, detalles interiores y gotas de sangre te observaban sin pestañear y ostentaban una extraña belleza sin referentes, una soledad única y potente como abismos sedientos que se resisten a cualquier descenso, atisbando hacia el cuarto logré ver las vulvas montunas, pura negritud peluda que parecían erizos tristes anhelando el mar, un documento espeso que invitaba a la lectura cuidadosa de una declaración de derechos sexuales escrita en un idioma extinto, en la pared que daba al balcón se encontraban las vulvas horizontales y húmedas, párpados en reposo llorando lubricaciones profusas o leves, labios goteando lágrimas casi gimiendo en silencio un placer secreto, las babas de las grietas sonrientes convocándome desde los pliegues de la piel aumentada. Agarra la cámara y tómame algunas fotos, me dijo. Sólo tenía una camisilla blanca que le llegaba a media cadera. Su pelo castaño y un poco rizo apenas le llegaba a los hombros. La piel blanquísima se confundía con un lienzo, o una pantalla de cine. Se sentó en una butaca y subió su pierna derecha en uno de los brazos del mueble. Con la pierna izquierda se impulsó un poco y los labios se le separaron dejando al descubierto un clítoris carnoso y de apariencia viscosa. Pasé un dedo por el clítoris que, efectivamente, estaba cubierto por una saliva claroscura, un espacio de penumbra tenue y pegajosa y tuve un súbito arranque de enajenación filosófica: la posibilidad de escribir una Historia de las hendiduras resbaladizas. Probé mi dedo untado con la baba blanquecina y noté un distintivo sabor rancio, un abolengo gelatinoso que sugería alcurnia sexual, una vastedad callejera que facilitó que descubriera mi pequeñez, apenas llegaría a hacer lo que estaba haciendo con la cámara: ojear. Hice un zoom en la cámara digital y descubrí que las vulvas eran ésa en diferentes estados, todas las imágenes brotaban de una sola raja. Tomé varias fotos sin variar mucho los ángulos, ella tampoco se movió mucho. Yo estaba fascinado con el regalo de este pequeño vistazo, me despedí besándole esa raja húmeda que tan generosa había sido conmigo, le metí la lengua en sus blandas paredes y bebí un poco de sus sombras condensadas. Al final de la escalera de su apartamento, tuve un pensamiento de último momento, me volteé y ella todavía no había cerrado la puerta completamente. Entonces, dónde me toca a mí. Ella se asomó y pareció no pensarlo mucho, en el balcón, por supuesto, en el balcón.

Ilustración: Tamara Wyndham, "Vulva print using her menstrual blood".

 

La presentación: 7mo Microrrelato Erótico Acogido a la Primera Enmienda

Por José Oquendo

 

No te creo nada…, le dije a Jairo, cuando me llamó para decirme que había empleado a Walter y que se lo había tirado en el receso del lonche y que tenía unas piernas y una verga como para rendirse a sus pies y ante sus güevos, y que se lo había hecho mucho más sabroso que Harry, su marido. Callé ante lo inescuchable. (Quien me gustó tanto desde que le conocí, como para pajearme a su nombre interminablemente con tremor mareable en la bañera, ebrio sobre el combado sofá, patiabierto en la esperadora cama de almohadas desamadas, y tendido sobre la alfombra manchada con gotas sementales añejas, se había acostado con la loquita.) ¿Qué le podía decir? ¿Que Walter me había gustado demasiado antes de presentárselo y lo suficiente como para tomar con calma lo que quién sabe podría pasar entre nosotros? ¿Que me pulsaba intermitente el esfínter, pensándolo? Estaba por decirle éstas y otras cosas de golpe y porrazo a la Jairina, cuando me entró una llamada salvadora, seguida de otra. Me despedí disculpándome. Horas después lo llamé para contarle con quién había estado. —No te creo nada, locaemierda. Él duerme a mi lado…, me dijo, colgando de sopetón. Me volteé y entre almohadas ya no tan solitarias, se la mamé una vez más a Walter mientras me bautizaban la espalda los chorros calientes de los jugos lechosos de Harry. En la mañana lo de tomarlo con calma se había esfumado. Las almohadas olían rico. Desde mi cama, vi cómo la alfombra sonreía agradecida.

Celebración del arte moderno 1 (NC-17) / 6to Microrrelato Erótico Acogido a la Primera Enmienda

Por Edgardo Nieves Mieles

 

En una estrecha habitación del motel El Tike son las 2 y 13 de la madrugada. Sentada en el borde de la cama, control remoto en mano, ella cambia de canal, saltándose una y otra vez las monótonas y vulgares escenas porno.

 

A su lado, él acaba de desenfundar su masculinidad inverosímil, la cual ahora trae bordada con un tatuaje críptico. Entre la maraña de arabescos que rodea esa especie de castillo rojo cubierto de jeroglíficos, ella alcanza a leer RENOPLA.

Con una simpatía radiante, él le explica que en breves instantes podrá entender la inscripción. A la memoria de ella acude el recuerdo del “Qué bárbaro” que, muy asustada, pronunció al confirmar desde aquella primera vez lo bien equipado que el muchacho estaba para la vida.

Recuerda, además, la fogosa y atrevida película que hace unos meses vieron juntos y que enfatiza nuestros instintos básicos. Al detective de volátil carácter y a la novelista y asesina con el apetito sexual de los conejos. Imitando a la protagonista, descruza sus piernas y, por unos instantes, le regala el espeso parpadeo de la flor de carne que esconde entre sus muslos.

Tras leer la inscripción RECUERDOS DE UNA LOCA NOCHE DE VERANO EN CONSTANTINOPLA, ella deja escapar una explosiva carcajada y espanta a una parejita de palomas que dormía en el quenepo plantado junto al balcón de la habitación.

Él se recuesta en la cama procurando con ello reponerse de la fatiga que conlleva el esfuerzo de acorralar tanta sangre en un solo punto de su humanidad para mantener en pie ese portento de la naturaleza que le palpita entre las piernas. Se distrae contemplando las quemaduras de cigarrillo que afean la mesita de noche del empobrecido lugar.

Repentinamente, sin alcanzar a entender la magnitud de la desesperación que lleva a un enamorado a hacer público su dolor, recuerda el mensaje escrito en una pared a orillas de la autopista: TE AMO PERDÓNAME MATEO 18:30-35.

Ella continúa empeñada en sintonizar Cartoon Network o Nickelodeon. Al cabo de un rato, a regañadientes y sólo por complacerla, él se apresta a calzarse el profiláctico color y sabor fresa.

Poco a poco, con notable dificultad, convierte su miembro en un espinoso embutido. Ella deja a un lado el control de la tele y, con los labios entreabiertos y los sentidos hechizados por tan preciado tesoro, le escucha decir:

–Mis abogados me aconsejan que demande a ese tipejo que anda por el mundo haciendo esto mismo sin mi autorización, sólo que a una escala un poco más grande… También dicen que el muy infeliz tiene un nombre ridículo. Creo que se llama Christo.

Entonces, con una sonrisa pícara a flor de labios, Pilar Ternera ve venir a José Arcadio Buendía dispuesto a colocarle entre los lechosos muslos ese descomunal trozo de carne viva.

Ilustración: "Western Motel", Edward Hopper.

La cajita feliz: 5to Microrrelato Erótico Acogido a la Primera Enmienda

Por Jocelyn Pimentel

Accedió fácilente a la petición, $29.95 era el precio de venta. Vestía un silk chemise de tiritas finas tipo Victoria’s Secret. Sus senos, a punto de ebullición, sonreían para la camarita. Con la mirada juguetona, como quien no quiere la cosa, llevó el dedo índice a su boca, lo humedeció y y fue dibujando un rastro de saliva por su cuello, cartografiando un caminito hacia el deleite de sus herviduras resbalosas al compás que acarciaba feroz -casi arrancando- la tela de la camisilla. En ese límite molestoso entre la piel y su mano, se adivinaban sus pezones. Migrando al sur, desaparecieron sus dedos del marco de la pantalla del monitor. Echó la cabeza hacia atrás y miró de soslayo. Sonrió seductora y se mordió el labio inferior, como si un dolor profundo la hiciera fruncir el ceño y soltar algún gemido casi ahogado.

Despojóse entonces de la camisilla: primero bajó la tirita derecha con una sutileza cual bailarina en plena función. A estas alturas y con tanta práctica, la coreografía estaba bien estudiada. Quedó expuesta. Modeló para su público poses que había aprendido en las películas porno que robaba a su padre de adolescente: decidió apropiadas las piruetas de las modelos bombón de azúcar que se movían tipo trapecistas de circo en aquellos filme-escuela.

El cliente había escogido del menú de opciones la oferta de la cajita feliz y como el amor en los tiempos cibernéticos está cronometrado, buscó la cajita de madera tallada para concluir su sesión. Sacó el aparato: fálico, azul, delicioso. Tenía baterías recién cambiadas y su nombre de pila era Bob, en honor al primer cliente que había ayudado a bautizarlo en aguas menos sacras. Luego de pretender que se lo comía como paleta, procedió a montarlo. Nunca el arte vibratorio había sido tan sagrado, nunca el juguete de la cajita feliz había hecho a otro tan feliz.

Ilustración: "Wet Dream?", por Norman Rockwell.

Envergadura: 4to Microrrelato Erótico Acogido a la Primera Enmienda

Por Baldo Ulloa

 

Estoy sentado en la parte más oscura del bar tomando lentamente la cerveza. No estoy solo. Frente a mí, en el extremo opuesto, una pareja ensimismada. No pasarán de veinte años y ya conocen la asfixia de comerse en un furioso acto de canibalismo. Yo los miro. Y son ambos, en uno sólo, un conjunto de labios dinamitados. Carne desatada en un intenso bloque de respiración viva. Yo los miro. Y la mirada me devuelve una estela de sexo brutal y silvestre. ¡Oh, lentitud de bar con una esquina rota! Yo permanezco vagamente estúpido. En las manos quedan excedentes de una roca activada en el desierto.

Carnaval: 3er Microrrelato Erótico Acogido a la Primera Enmienda


Por Gabriel Lavín

Jorge deambulaba por el carnaval, observaba desde lejos a un muchacho joven, sus miradas se entrecruzaban frugalmente, se acercaron, obviaron el escándalo, se juntaron. Jorge devoraba con impaciencia los labios del joven y poco a poco penetraron las sombras del callejón de la esquina. Jorge se impacientaba, quería tenerlo, tomó su miembro entre el mahón, se excitaba; el joven no aguantaba más y desabrochó su camisa. Jorge lamía su pecho desbocado, ambos intercambiaban fluidos, se lamían los cuellos, cabalgaba uno sobre el otro. El joven se bajó por completo los pantalones y Jorge se deslizaba por su cintura con premura, el tiempo se acababa… Por fin, ambos lograron recostarse sin pudor entre la basura y pudieron relamer sus miembros, erectos y latentes. Se chupaban rozándose los labios, volvían a lamer, succionaban… Jorge se levantó y se dieron cuenta de que un oficial de la policía los observaba, ambos petrificados se miraron. El oficial se les acercó, los olió, les lamió, comió sus labios e introdujo su lengua en sus bocas sedientas… Luego bajó su cierre de cremallera…

Ilustración: Detalle de "Scene de Carnaval ou Le Menuet", c. 1754 by Giandomenico Tiepolo (1727-1804) – Louvre Museum, Paris, France.