El aburrimiento de la tarde lo había rematado la lluvia. La luz, en aquel tiempo, se iba con regularidad y una vieja radio, invisible hasta esos instantes, continuaba la transmisión de las carreras de caballos que nadie escucharía a la hora de la siesta. Los insectos de la piel ya se le asomaban a los sentidos. Por allí no se acostumbraba salir de paseo y sólo Françoise, una poodle que sabía presentir tronadas, le seguía las meditaciones. De camino a la cocina una mano ya palpaba la membrana indistinta entre sus huevos y el culo: cierto aceitillo demasiado personal para desairarlo. La perra movía su cola. En la nevera abierta buscó un poco de crema con su dedo, se sentó en el piso, abrió sus piernas y se untó la crema en el ojo mismo. Estuvo friísima por unos segundos. Françoise se acercó y comenzó a lamerlo mientras le ofrecía su cuarto trasero. No parecían cisnes copulando con toros.
Ilustración: Kipling West, "The Civilized Werewolf".