A su lado, él acaba de desenfundar su masculinidad inverosímil, la cual ahora trae bordada con un tatuaje críptico. Entre la maraña de arabescos que rodea esa especie de castillo rojo cubierto de jeroglíficos, ella alcanza a leer RENOPLA.
Con una simpatía radiante, él le explica que en breves instantes podrá entender la inscripción. A la memoria de ella acude el recuerdo del “Qué bárbaro” que, muy asustada, pronunció al confirmar desde aquella primera vez lo bien equipado que el muchacho estaba para la vida.
Recuerda, además, la fogosa y atrevida película que hace unos meses vieron juntos y que enfatiza nuestros instintos básicos. Al detective de volátil carácter y a la novelista y asesina con el apetito sexual de los conejos. Imitando a la protagonista, descruza sus piernas y, por unos instantes, le regala el espeso parpadeo de la flor de carne que esconde entre sus muslos.
Tras leer la inscripción RECUERDOS DE UNA LOCA NOCHE DE VERANO EN CONSTANTINOPLA, ella deja escapar una explosiva carcajada y espanta a una parejita de palomas que dormía en el quenepo plantado junto al balcón de la habitación.
Él se recuesta en la cama procurando con ello reponerse de la fatiga que conlleva el esfuerzo de acorralar tanta sangre en un solo punto de su humanidad para mantener en pie ese portento de la naturaleza que le palpita entre las piernas. Se distrae contemplando las quemaduras de cigarrillo que afean la mesita de noche del empobrecido lugar.
Repentinamente, sin alcanzar a entender la magnitud de la desesperación que lleva a un enamorado a hacer público su dolor, recuerda el mensaje escrito en una pared a orillas de la autopista: TE AMO PERDÓNAME MATEO 18:30-35.
Ella continúa empeñada en sintonizar Cartoon Network o Nickelodeon. Al cabo de un rato, a regañadientes y sólo por complacerla, él se apresta a calzarse el profiláctico color y sabor fresa.
Poco a poco, con notable dificultad, convierte su miembro en un espinoso embutido. Ella deja a un lado el control de la tele y, con los labios entreabiertos y los sentidos hechizados por tan preciado tesoro, le escucha decir:
–Mis abogados me aconsejan que demande a ese tipejo que anda por el mundo haciendo esto mismo sin mi autorización, sólo que a una escala un poco más grande… También dicen que el muy infeliz tiene un nombre ridículo. Creo que se llama Christo.
Entonces, con una sonrisa pícara a flor de labios, Pilar Ternera ve venir a José Arcadio Buendía dispuesto a colocarle entre los lechosos muslos ese descomunal trozo de carne viva.
Ilustración: "Western Motel", Edward Hopper.