En ocasión de la celebración del legado literario de Don Enrique Laguerre, la Redacción de Estruendomudo convoca a los interesados a la exhibición de una muestra de microrrelatos rurales (una página a doble espacio) en honor a la memoria del Maestro.
Los microrrelatos rurales deben atender la temática de la explotación del jíbaro puertorriqueño por los intereses imperial-capitalistas de los Estados Unidos de América y la condición colonial de nuestra patria en los tiempos del monocultivo.
Se aceptan exploraciones sobre la caña, el café, la vilarcia, la libreta de jornada, el machete afilao, el jacho de lumbre, la tuberculosis, el café puya, las lavanderas del río, el bautismo católico de los niños ilegítimos, la niguas, el funche, la plena, el bacalao, la pelea de gallos, el olor del algarrobo y las compresas de llantén. El cielo es el límite. No se olvide de la belleza de los flamboyanes y la folcloría de las cruces de caminos.
La Redacción de Estruendomudo se compromete a publicar en este espacio los microrrelatos rurales que así lo ameriten. Favor de remitirlos antes del 30 de junio a la siguiente dirección: mclavell@gmail.com
Se aceptan colaboraciones extranjeras. Nuestra experiencia telúrica traumática es también su experiencia. Todos somos bagazo.
Rafael Acevedo en homenaje a Don Enrique Laguerre: Ier Microrrelato:
El dulce sabor del saber
Por Rafael Acevedo / Poeta, profesor universitario, editor, crítico cultural
El algarrobo apesta a mierda, dijo el joven, secándose el sudor de la frente.
Pero sabe dulce, dijo el viejo sabio, casi zen, bajo la sombra de un flamboyán.
Mara Pastor en homenaje a Don Enrique Laguerre: 2ndo Microrrelato
PUYA
Por Mara Pastor / Poeta, acróbata, cuentista, correctora de pruebas
¿Tiene que ver con el café puya? No entiendo ¿Que si tiene que ver con el café puya? ¿Qué cosa? La banda ésa que escucha tu hermano ¿Cuál banda, abuela? Puya, esa que tenía el concierto en no sé cuál discoteca a la que tu hermano iba a ir anoche en Santurce. No creo, abuela. ¿Son populares? ¿Quiénes? Los músicos. Sí, son bastante populares entre los hardrockeros. No, que si son militantes del partido. Nada que ver, abu, son medio gringos; cantan en inglés, pero usan tambores y eso. Quizás, el abuelo de alguno de ellos es de Frontón. Pues, fíjate, el guitarrista es colorao como la gente de Ciales. ¿Cuál es su apellido? No me lo sé. Tú sabes que tu abuelo iba al campo a enlistar gente para el partido junto a Muñoz Marín, ¿verdad? Sí, me habías contado. Iban por ahí tomándose cafés puyas por los balcones. ¿Siempre lo pedían puya? Sí. Pues iban bien hyper entonces. Otra vez, ¿qué es lo que tocan esos muchachos?
Elías Galarza Espinosa en homenaje a Don Enrique Laguerre: 3er Microrrelato
Grito de un jíbaro capao
Por Elías Galarza-Espinosa / Procedencia desconocida
Santiaguito Palmares era lo que se dice un jíbaro bragao. Bebía en coco, comía en dita y, noche tras noche, echaba su sueño en la jamaca. Además, podía distinguir con los ojos cerrados el cantío de un gallo rubio del cantío de un gallo bolo. Y sabía que los gandules se siembran en menguante y las malangas en creciente.
Eso sí, no era perfecto. La Tunila lo tenía desacreditado porque decía que su marido prefería el aguardiente al ardiente manjar que ella ocultaba entre sus piernas. Por eso la jincha cogió la verdolaga una noche de la Candelaria y –como un churrí- voló a matar de placer a un viejo, pero no pellejo, que sí supo aprovechar sus encantos.
Poco le importó a Santiaguito Palmares la partida de su mujer.
La noche del extraño suceso, Santiaguito había llegado del cañaveral con un galón de maribrás que le vendió el negro Yacalaca por sólo seis reales. Llenó el coco del prohibido líquido una y otra vez y, entre bostezos y libaciones, se entregó en brazos de Morfeo o quién sabe de qué oscura divinidad taína de los sueños. Desde la profundidad del sueño, creyó oír un ruido en el batey y le pareció que veía luces multicolores a través del seto de yaguas.
Tres hombrecitos verdes descendieron de una nave circular y, acercándose a la hamaca, le hablaron en un idioma extraño que, sin embargo, él entendía.
-¿Es cierto lo que hemos leído sobre la docilidad de los puertorriqueños?
-¿Es verdad que recibieron con flores primero a los españoles y después a los americanos?
-Por qué el Josco le cedió su espacio al toro americano de los Velilla?
-¿Es usted partidario de don Pedro Albizu Campos?
Santiaguito quedó de una pieza. Intentó contestar cada una de las preguntas pero no pudo. Sería inútil jalar por el perillo para enfrentar él solito a aquel trío de seres que parecían venir de otro mundo donde no existían ni los cañaverales, ni los lechones de a peso ni las gallinas pescuecipelás.
-Por favor, conteste.
-Miren, misters, yo no sé qué es eso de docilidá pero les puedo dicir que los puertorros semos buena gente. En política, yo no me meto… aunque me gusta Muñú. Al tal Alvicio, ni lo conozco, y en cuanto al Josco, yo se lo había advirtío al jincho Marcelo…
-Entonces, compañeros, vale la pena hacer el experimento, a ver si la flojera de los puertorriqueños está en los güevos.
Sintió como que le quitaron los pantalones, no los calzoncillos porque no los usaba. Con bisturí en mano, uno de aquellos hombrecitos, a sangre fría, procedió a cercenarle los testículos y el pene que luego depositó en un frasco que contenía una sustancia acuosa. Ante dolor tan doliente y doloroso, Santiaguito Palmares, más que un grito, lanzó un fuerte alarido.
Despertó azorado. Sin duda, había tenido una horrible pesadilla. Una pesadilla de múcaro en la jorqueta. Un mal sueño de cañaveral. Entonces, soltó la carcajada. Y creer que me habían cortado los güe…
Aún riéndose, jaló por la escupidera porque sintió grandes deseos de orinar. La acomodó junto a la rendija de la salita, se abrió la bragueta con la calma del jíbaro que pela un martinete y cuando metió la mano…
-¡Nooooo!
Un grito de angustia apagó todas las luces de los cucubanos y reinó la negrura en el cañaveral.
*Nota del editor: El autor de este cuento agrario magistral acompaña su escrito con un glosario para el lector del 2005.
Bragao: De clase, dícese del jíbaro por antonomasia.
Gallo rubio: Gallo de pelea de color tabaco oscuro.
Gallo bolo: Gallo que no tiene rabo pero suele ser bueno para la pelea.
Jincho(a): Descolorido, dícese del color pálido de los jíbaros anémicos.
Pellejo: Eufemismo por pendejo.
Maribrás: Uno de los nombres del ron clandestino o caña en Puerto Rico. También trepaseto o lágrimas de mangle.
Real(es): Moneda española equivalente a 12.5 centavos.
Batey: Patio grande con árboles y jardín característico de las residencias jíbaras.
Yagua: Tejido fibrosos que envuelve la parte más tierna de la palma real.
Perrillo: Machete largo y fino.
Jorqueta: Voz jíbara por horqueta. Bifurcación de las ramas de un árbol que vorman una v.
Amed Irizarry Quintero en homenaje a Don Enrique Laguerre: 4to Microrrelato
Morovis, 6 de enero: Egypereces (microrrelato en húngaro)
Por Amed Irizarry Quintero / Dramaturgo, músico y matemático
Juan Carlos trae salsa nueva.
A nosotros nos parece una mierda.
Hay un esqueleto de vaca encima de una mierda de caballo.
Las gallinas cacarean.
Las tías quieren tirar a la nueva novia de tío Juan por el balcón.
Tío Milo lleva a los de la tercera generación a ordeñar vacas.
Ivancito canta "La pipa es lo de menos, si el gordo baila bueno".
Los primos Arce huyen de Chuco, que grita: ¡¡Músicos!!
Titi Carmen grita que el chocho ya nadie lo llena, tío Iván se ríe en la tumba.
El lechón está picado y hay que avanzar porque el cuero se ablanda.
Papa ya comió de todo y está en el segundo round.
La vieja casa de los Quintero se la quedó Charín y dice que es de ella.
En el cuarto, abuela Paca hace apariciones que sólo Titi Fanny ve.
Amed persige a Titi Betty, que está a cargo de las bolitas de queso y las morcillas.
Iluminado toca el cuatro, Rafo lo chequea.
Johnny busca pájaros para su site de internet.
Papa persigue a Amed, que sigue persiguiendo las bolitas; ahora a cargo de Silvita.
Silvita grita que Ana Helvia tiene un vibrador nuevo, Silvita es la prima vulgar.
Titi Silvia comenta que la novias de sus nietos son feas, del negro ni habla.
Los primos pequeños quieren volver a caminar por la finca, se me quedaron los tenis.
Juaquinito quiere sembrar productos orgánicos.
La finca tenía 100 cuerdas y nunca se cultivó mucho que digamos.
Ana María Fuster Lavín en homenaje a Don Enrique Laguerre: 5to Microrrelato.
La llamarada
Por Ana María Fuster Lavín / Poeta, traductora, intelectual rockera
¡Lee, lee! Una gota de sudor copula un moco sangriento sobre las bembas de Toño, que se mira sus manos, mira la hacienda, calor y muerte, bueyes y caña. No piensa, corre. Fucking lazy portorricans, desde el balcón de la hacienda una cerveza fría bautizaba los finos labios de William, que mira al negro caerse, y espetarse el filo del machete en el pecho. ¡Fuego, fuego! Los piojos no discriminan cuando hace calor. La sangre mana hasta del cuerpo más miserable. Toño llora un vómito de sangre. Una viga del techo de la hacienda cae perforando de la clavícula al cóccix de William. Ambos pudieron comprender el fin de la zafra. ¡Corre, corre! Bill suda frente a la barra entre la Ponce de León esquina Berga, salada excreción baja por su espalda chichando con el orín reseco de su entrepierna. Se mira las manos, el sol quema, la brea quema, la colilla quema, perros y hambre. La caña tarda en crecer lo mismo que su tecata vida en gastar el premio millonario de la loto. Puñetero gringo vago, desde la entrada de Los Pinos piensa mientras del humo de su cigarrillo baila una bachata frente a Toño, que mira al cano anglosajón cruzando la avenida mientras pasa la AMA. ¡Sangra, sangra! Otro escritor sin historias se reinventa en la cuneta. La sangre huye hasta del más ingenuo. Los huesos de Bill crugieron bajo las gomas de la guagua. Una navaja afilada penetra suavemente una y otra vez desde el pecho hasta los genitales de Antonio. La página de un libro cayó desde el tren urbano y una llamarada no hace primavera cuando la historia se repite. Esta vez, ambos se quedaron sin comprender.
Madeline Millán en homenaje a Don Enrique Laguerre: 6to Microrrelato
Ventanas con puertos
Por Madeline Millán / Poeta, profesora universitaria, nuyorrican
Nadie como la abuela para pelar papas.
A nadie en la familia le gustaba pelar papas, mucho menos ninguno de los deliciosos tubérculos que tanpródigamente ofrecía el trópico. Para compensar, la abuela adoraba pelar papas, yucas, ñames, batatas, malangas y yautías. El problema, sin embargo, era cómo pararla. Quedaba en un estado de trance, con los ojos abiertos, y hablaba algo así como cuando se hace un rosario calladito. Aprovechando la coyuntura familiar, se decidió un día que sólo se recurriría a ella en ocasiones especiales y en celebraciones de barrio.
––Abuela, mañana es mi cumpleaños––alcanzó a decirPolita, cuando ya la abuela se iba derechita a la cocina y traía ella misma los sacos hasta la mesa del jardín. Pasaba horas y si antes no hablaba sino en monosílabos, entonces menos cuando pelaba. Así cada año transcurría, resolviéndose el menú de los aniversarios, bautismos y bodas con la abuela. El menú consistía en preparar platos de diversa naturaleza a base de tubérculos. Rellenos con carne, sazonados con raspadura de coco, combinados con plátanos envueltos en hojas de plátano o de naranja.
––¡Qué bárbara, ¿Y no se cansa?– preguntaban maravillados.
La abuela duró muchos años con salud y buena disposición hasta aquel fatídico día del 4 de julio después de que la isla fuera invadida por unos soldados. Eran rubios, venían a poner orden, a sembrar bienestar y progreso. Una verdad contundente en muchos aspectos. Cuando llegaron los televisores, la abuela se sentaba largas horas a mirar telenovelas, hasta se reía más. Iba al mercado y compraba todos los enlatados que se anunciaban por la televisión: sopas Campbells, Quick de chocolate y de fresa, leche Carnation, entre otros.
Los soldados se quedaron 40 años con todas nuestras puestas de sol, sumadas 350 al día daban un total 4.900,000 en las 4 décadas que nos tuvieron sitiados. En ese entonces se daba el toque de queda a las siete de la noche, pero nadie se quejaba porque a esas horas la programación de entretenimiento ocupaba nuestrasvidas. Con el tiempo, cuando hicieron toda la obra de caridad que les vino en gana, nacieron muchos michaels, jackelines, madelines, johnys, charlies yjoes, dándonos la misma ciudadanía que ellos por derecho adquirían al nacer. Nuestros padres y nuestros hijos y nuestros tataranietos fueron a las guerras desde la Primera hasta la Segunda, luego a la mentada qinútil guerra de Vietnam, porque para que fuéramos ciudadanos respetuosos de ese país ––sin poder hablar su lengua, ni votar por el señor Presidente–– el servicio militar se había institucionalizado como obligatorio. Nuestros soldados regresaban vivos y mal del coco, algunos adquirieron complejos de heroicidad y proclamaban ser héroes de guerras que no sabían ni por qué habían sucedido. Y aquí termina la digresión para volver a nuestra abuela.
El día fatídico fue el 4 de julio, cuando nos dijeron que celebrarían la independencia de su tierra en la nuestra y que nosotros teníamos que cocinar para ellos, eso sí nada de tubérculos, sólo papas para French Fries, nos advirtieron. Como vivíamos en el campo, y no había adónde quejarse, comenzamos a pelar papas durante meses para alimentar a los rubios.
Nos cansábamos después de las ocho horas y allí la abuela, impertérrita, como una mula, en trance como siempre. Pero aquel día fatídico cortó muchas más papas, más de las que había cortado en toda su vida porque nos habían amenazado con encarcelación si protestábamos. Cuando los gringos llegaron a nuestra puerta a buscarlos sacos, la abuela se levantó de la mesa. Inició el camino hacia ellos, les entregó las papas cortaditas, largas y blancas listas para freir.
La oímos sorprendidos hablarles, ella que nunca hablaba:
“Cojan sus papitas y que les aprovechen”.
Allí como en bandeja de plata, como la bandeja de Salomé con la cabeza de Juan el Bautista, estaban sus dedos blancos en orden y confundidos con las papas. Luego encaminándose a nosotros con la mano que le quedó libre, nos pasó el cuchillo.
j. a. bonilla en homenaje a Don Enrique Laguerre: 7mo Microrrelato.
El flamboyán, la abuela y el funche
Por j. a. bonilla / crítico cultural, poeta clandestino
A la memoria de Vicente Huidobro
1935
El funche sale con las habichuelas semiduras. El sol golpea el cinc con implacable ferocidad. Las trenzas de la hija del agregado, retrasada, cuelgan sobre la ventana, mugrientas, como las tripas secas de un cerdo. La madre intenta sacar a su hija del letargo inducido por el sol mientras sigue moviendo el funche. El niño se arrastra en el piso de la casucha entre las hormigas y las cáscaras de guineo. El agregado, que acaba de llegar, intenta leer, con su español rudimentario, una novela que le había robado al capataz: La llamarada. La abuela, absorta, contempla las ondas que forma una piedra al caer en un balde de agua inmunda. En el fondo del balde tiembla un espectro, un recuerdo, el rostro de su esposo asesinado por el agregado y el capataz por un lío de tierras. Recuerda el primer poema. Busca unas tijeras. Da la vuelta a la casa hasta que llega a la ventana donde pende la cabeza de su nieta. Se trepa en un banco. La degolla, le corta el cabello, se lleva el banco, llega hasta el flamboyán y se ahorca con una de las trenzas.
Juan Carlos Quintero Herencia en homenaje a Don Enrique Laguerre: 8vo Microrrelato.
Estampa de la niñez
Por Juan Carlos Quintero Herencia / poeta, crítico cultural, profesor universitario
El sopor es insoportable. Bajo el techo de madera y las polillas la Pareja duerme la depresión y el tedio que les une, como el amor. En el oído un mosquito inventa la pesadilla. La campiña es verde, tan verde que no hay manera de escapar. No aparece la mar. Las ventanas ya no se cierran y los avisperos repiten la imagen. No hay cable. La quebrada huele a aceite y cloaca. ¿Cuántas veces se puede perseguir una gallina y que ésta se dé cuenta? Uno mira el becerrito, otro cómo al cabro se le sale la leche, aquella se eñangota bajo el meaito. Tentar a las gallinas te caga los dedos. El silencio es atroz y los tecatos, que no son fantasmas, se llevan los plátanos al punto. La conversación en el mercadito de la esquina es la definición misma de la estupidez. Al terminar un juguito de uva Welch una nata violeta recama la expiracióndel producto. En el cielo, la combustión muda de un avión deja una línea que se abojota. Las orugas son más locuaces. La fiesta de Reyes ha devenido el mejor simulacro de una alegría que ambiciona la gloria municipal. Algunos hasta se postulan o creen hacer música. No hay mejor momento, no se diga feliz, cuando el desasosiego parece alejarse en la entrada de Río Piedras. Ahora se escucha el rugido magnífico del avión pero las nubes lo dejan ver.
Nelson del Castillo en homenaje a Don Enrique Laguerre: 9no Microrrelato
Atascados
Por Nelson del Castillo / Periodista, poeta
Ardía el sol en el verano finisecular. Agotadas las posibilidades, el arado se atascó. Los bueyes no lograban avanzar.
–¡Maldita sea, seguimos atrapados!–, dijo el campesino.
David Caleb Acevedo en homenaje a Don Enrique Laguerre: 10mo Microrrelato
El judío errante
Por David Caleb Acevedo / Cuentista, novelista, bloggero
El judio errante, cansado de vagar por las páginas de La Resaca, fue a parar a El Yunque un día de esos de calor infernal, aquellos días que vienen el mes justo antes de la cosecha de bellotas de café. Cuentan los vecinos del área que lo vieron por última vez, que en la noche del 4 de abril del 19?? se escucharon unos gritos de hombre torturado por el área del Ahorcado, unos gritos de gallina a la que se le ha cortado el pescuezo, y que, sin embargo, continúa aleteando, chorreando a su destajador con su sangre desvergonzada. Ciencuenta años después, se vieron unas luces en el cielo. Los vecinos del área, que ahora tenían biznietos, lo vieron regresar por el camino por donde había ido, sin haber envejecido ni un solo día, y desapareció entre la niebla del amanecer de El Yunque. Algunos juran que se afeitó sus barbas y se cambió el nombre, y que entró en la política, haciéndose llamar el Mesías…
Gloria Carrasquillo Padró en homenaje a Don Enrique Laguerre: 11mo Microrrelato
Una historia de amor
Por Gloria Carrasquillo Padró / Orientadora, nuyorrican, madre querida del editor
Sólo quería que me regalara el vestido colorado como el color de las amapolas que crecían en el jardín de mi madrina.
Resulta que tenía quince años, mi madre acababa de morir de tisis y me había tocado la mala suerte de tener que quedarme a vivir con mi papá. Hacía como cinco años que no lo veía y, para colmo de males, había una madrastra.
Ella era como la de los cuentos, con dos nenas insoportables, y tenía a papá embrujado con unos trabajitos de esos que sólo se consiguen en las botánicas. Yo sólo quería quedarme en mi montaña verde y llena de luz, pero, desgraciadamente, papá vivía en la playa de Daguao, muy cerca del mar, una presencia para mí desconocida. La arena era como amarillita, con pintitas negras y brown. En la orilla había una peña inmensa, también negra. Allá en las alturas, a ese tipo de piedras las mientan peñón.
Una de esas tardes en las que entran unos majes que parecen pequeñas dagas, como las que trajo la dueña de la Mansión de los Fantasmas de Toledo, dizque un arte que mientan damasqui -algo que no pude entender muy bien y que aprendieron de los árabes hace un montón de tiempo-, esas daguitas se usaban para los entremeses que se servían cuando llegaban invitados de la capital de los vecindarios pintorescos del Condado, los mismos que Rosarito Ferré tan bien sabe describir.
Pues, como les decía antes de la explicación, una tarde de esas me encontré con un viejo de los que dicen que son “come nenas” o “viejos verde-luz”, pero no del Topo. Ese Matusalén, me miró con ojos como de vidrio, con todo y haberse operado de las cataratas, pero no del Niágara, sino como las que tenemos acá en los niuyores.
Así como lo oyen, a ese espantapájaros que ya ni se le paraba un dedo de la mano derecha, se puso a decirme que yo sí que era buena hembra y que me iba a dar unos pesitos si le dejaba que le limpiara el cuarto: ese mismo cuarto cuatro por cuatro que tenía a la orilla, cerca del viejo muelle. Ah… y también se atrevió a guiñarme el ojo de vidrio. Aunque no lo crean, trató -sólo trató- de agarrarme una de mis tetitas. Yo lo empujé, suavecito, como si me estuviera poniendo repelente de mosquitos Off del frasco pequeño, no del espray, que es más fuerte, pero que daña dizque la capa de ozono.
Pues sí, señores y señoras, el viejo que compra las Viagras con el Medicare se atrevió a tirarme ese lance como de caballero andante del siglo XX, de esos que andaban buscando aventuras con las nenas "hippietonas" de las "flower girls" que formaron una comuna como de colmenas de abejas jinchas y bellacas allá en Punta Santiago. El Viejo Dañao se las jugó todas frías en ese primer lance y ahí mismo se me ocurrió que quizá debería sacarle partido al vejete de mala muerte, pero con el libido en "high".
Al otro día, cuando me lo encontré en la parada de la carretera de asfalto negro como la noche, bajo el candente sol del mediodía caribeño, y luego se montó en el carro público con "chauffeur" de pasurín pegado y que tenía el radio sintonizado en "La última copa" a todo volumen (no el CD de Juan Luis Guerra con la avispas cristianas, como ahora), me aproveché de esta única oportunidad y me le pegué al cuerpo más de la cuenta, como si el espacio del segundo asiento de la pisicorre fuera muy estrechito.
Sentí que al viejo se le pararon hasta los pelos canosos de los bigotes, tipo Jorge Negrete, el de las películas mexicanas que veía mi abuela Saro, ¡que en la gloria esté! Por supuesto que yo me hice la inocente paloma y, además, me salvó del mal rato que tenía mi libro de La llamarada de Enrique Laguerre entre mis cosas de la escuela.
Como no llevaba mochila, la novela esa que parece que era el "best seller" boricua -y que el Viejo conocía- estaba encima de los demás libros. Le capturó el ojo bueno, de águila coja en celo, y me dijo: -"Nena, pero tú estás leyéndote La llamarada?". Yo avancé y le dije que sí, quitándome los audífonos y dejando a un lado mi radito de GE color gris, de esos aplastaitos que son los que a mí me encantan, y le dije: -¡Claro, si a mí me ha impresionado Laguerre, especialmente el capítulo donde pelenan los capataces a puro machetazo!
El Viejo no volvió a ser el mismo, quedó como en un limbo macabro y sólo lo vi que empezó a sudar como becerro a mediodía y sin sombra. Me le acerqué un poco más y le hice como más fuerza por el lado del muslo derecho, junto al izquierdo mío. Les digo que el Viejo se puso más jincho que el "Jincho Marcelo" de Abelardo Díaz Alfaro y me dijo: -"Mija, me sorprendes!”. ¿Por qué, le respondí. –“¡Porque yo no pensaba que una nena como tú leía La llamarada!”. Pues es así, le dije. Me encanta, y el año que viene voy a meterle el ojo a la que se titula La resaca.
¡Oh Dios mío de mi alma!, les digo que el Viejo empezó a temblar y me comentó que, si yo quería, que podíamos hablar un poquito más a la sombra del flamboyán de la casa, digo, castillo abandonado; el que queda frente a los friquitines destartalados en Daguao. Yo le dije que sí. Esa fue mi buena suerte, mejor que si me hubiese puesto a planificar pegarme en la lotería extraordinaria.
Esa tarde, el Viejo Dañao pudo acariciar mis lindas tetita de bellos y pequeños pezones castaño obscuros, como pepitas de panas, y yo, como la que no quería la cosa, me gané el traje colorado y un ticket de avión a New York City con todo y Viejo Dañao. Claro, sin tener que barrer el cuartito aquel.
Karla Román en homenaje a Don Enrique Laguerre: 12mo Microrrelato
Relato moroveño de novenarios y rosarios
Por Karla Román / Sicóloga clínica exiliada en una comuna chicana de la provincia de Californikation
Cuando abuelo Pedro murió en el 86, mi madre tuvo la nada envidiable tarea de suavizarnos el golpe, dorarnos la píldora a mi hermano y a mí para prepararnos a la maratónica jornada del velorio, el entierro y los rosarios. Mi padre, por su parte, estaba demasiado aturdido y abrumado como para ponerse a explicar todo ese rollo existencial a los dos mocosos engreídos y preguntones de sus hijos. Mi madre, como mujer moderna de la capital, nos leyó el libro de: "El otoño de Freddy la hoja" de Leo Buscaglia por aquello de que la muerte es una cosa suave; como una siesta debajo de un flamboyán.
Cuando al fin llegamos a la funeraria, después de un tortuoso viaje por la número 2 (en ese tiempo, el expreso llegaba hasta Dorado) me encuentro con mis primas Karem y Giselle. Giselle y yo miramos al abuelo en la tumba. "Se ve tranquilito", dice ella con los ojos llorosos. "Parece dormido" le respondo, hasta que no nos aguantamos y nos abrazamos llorando. Ambas sabíamos que era mentira. Abuelo Pedro estaba muerto, MUERTO. Y muerto no es lo mismo que dormido. Ahí me di cuenta que todos los esfuerzos de mi madre habían sido inútiles. La muerte no es suave na, es muy dura cuando caes en cuenta de lo que significa. A mis 11 años significaba que nunca más oiría su voz y su risa contándome las historias de la vaca Pinta. Lo peor de los 11 años, además de los cambios del cuerpo, es darte cuenta que hay golpes que no se curan con un besito de mamá o una caricia de abuela.
Después del entierro, vinieron los rosarios. Mi madre trató de sugerir las tres misas, en vez de los nueve rosarios. Mi padre sentenció que de ninguna manera, que en el campo se rezan los nueve rosarios, punto y se acabó. Recuerdo que mientras algunos rezaban otros miraban "Tanairí", el culebrón del momento en un viejo televisor General Electric. Mis padres tenían la engorrosa tarea de velar que hubiese suficiente queso de bola y chocolate para los devotos. Gisselle y yo tratábamos de que el tedio y el hastío combinados con el calor no nos desquiciara. Nos pusimos a observar a las señoras devotas que rezaban con mi abuela, algunas con mantilla y otras con promesa a la Virgen del Carmen (patrona del pueblo). Giselle decía con el ceño fruncido: "Míralas, son todas unas hipócritas, ninguna quiere a abuela. Sólo vinieron por el chocolate y el quesito"
Tomás Redd en homenaje a Don Enrique Laguerre: 13er Microrrelato
My grandfather left school at an early age (Nunca leyó a Laguerre)
Por Tomás Redd / Picapleitos profesional, ex propietario del Molokai e integrante de la tríada (des)estable.
Tuvo que salir de “la loza” en busca de clientes. Sacar a un jíbaro de aprietos vale más que comprar chalinas y sortijas de corozo pa’ revender al turista de paso. Según me cuenta, no fue fácil pasar las noches en una casa de varones en la calle San Sebastián compartiendo un catrecito con las pulgas y los chinches. “Se sufrió mucho” solía decir. “Al menos en la casa de mi madre teníamos un aljibe y se sembraba tabaco y alguno que otro tubérculo.”
El día que fueron a vaciar el pozomuro me explicó cómo se maneja a un deudor en atrasos. “Tienes que ir a hablarles a los viejos, a los mayores. Esa gente es gente buena, sanos. Se apenan mucho si tú te apareces en la casa a darle quejas de sus hijos o de un pariente. Los chavos aparecen.”
Antes de irme de su casa me llenaba las manos de mangotines, panas y un corazón (el único que daba el palo carcomido por el comején). “Ese es para tu papá. Ustedes nunca aprendieron a comer de eso.” Sin que mi madre se diera cuenta me pasaba un billetito. En voz baja me decía: “toma, pa’ que manejes.” Sus besos siempre pican.