Sartre contra sí mismo

Jean Paul Sartre Simone de Beauvoir 2

Escribe Manuel Clavell Carrasquillo

¿Quién le tiene miedo a Sartre y por qué?, me preguntaba al seleccionar “Las palabras” para redactar esta reseña-homenaje con motivo del centenario del pensador francés Jean-Paul Sartre (1905-1980). Creí que podría contestar esa interrogante al terminar este libro autobiográfico, que publicó en 1963, sobre todo porque estaba empeñado en que nadie mejor que él podría explicarme la razón por la que ya no se lee. Pero la historia que cuenta Sartre, para mi sorpresa, contra sí mismo, es sólo la punta del iceberg.

El texto está dividido en dos partes: “Leer” y “Escribir”. En conjunto, constituyen el relato de los primeros años intelectuales del pequeño Sartre, un niño que desde muy temprano decidió que en la vida lo que más vale son los libros. Como es fácil suponer, se trata de un burguesito privilegiado con una extensa biblioteca en la casa de su abuelo; un alsaciano que se muda a París y funda un instituto superior para la enseñanza del alemán. En esa casa con padre ausente, dominada por “los viejos”, leer era una actividad que sólo podía conducir a la fijación y cultivo de los valores del humanismo idealista; a la formación de caracteres ejemplares.

“Encontré el universo en los libros: asimilando, etiquetando, pensando, aún temible; y confundí el desorden de mis experiencias librescas con el azaroso curso de los acontecimientos reales. De ahí proviene ese idealismo del que me costó treinta años deshacerme”, indica Sartre. Ese ejercicio tan crudo de autoanálisis se extiende a lo largo de la narración y resulta estremecedor porque el Sartre adulto no tiene piedad con su alter ego infantil. Para él, no puede haber compasión hacia su yo primitivo: una especie de forma de ver el mundo y de actuar en ese mundo a través de las palabras que aún subsiste en la adultez, pero en forma de retazos de memoria. Ese yo está envuelto en la bruma del pensamiento religioso, que en el caso de Sartre es una combinación entre doctrinas católicas y luteranas aunque él se decide en esos años por el ateísmo. Además, flota entre los de los personajes de las novelas que lee, las instrucciones sociales que recibe y la historia familiar cargada con el peso del siglo que hereda.

Muy pronto reconoce que es un impostor. Acude a los mayores para que validen sus imposturas: sabe que no posee genio, que es un clon vacío de la cultura dominante (de la que no puede escapar), que sólo habla, lee y escribe para confirmar que su vocación es copiar y copiar. No siente nada espontáneo, no hay originalidad, pero -aún así- busca reconocimiento de su farsa en el aplauso de los otros. “Yo no tengo la culpa si este siglo me volvió épico”, afirma, como justificando la cruel dilucidación de su tránsito de la lectura a la escritura.

Entonces, sabiendo que no creía en absolutamente nada de lo que se representaba en la “comedia familiar” que le tocó plagiar, integra en su caligrafía todas sus lecturas sobre héroes que salvan doncellas y reinos. Se trata de trazos también vanos, y así nace el escritor esnob, que no es otra cosa que una “estación repetidora” de frases y maneras de personas distinguidas. “Si en un siglo de hierro he cometido el loco yerro de tomar la vida como una epopeya, es porque soy el nieto de la derrota”, confiesa con frialdad. Pero, con la llegada del cine, ese esnobismo va cediendo ante el placer de juntarse con las multitudes, mas no del todo, pues la relación imaginaria con los grandes hombres lo había “convencido de que no se puede ser escritor sin volverse ilustre”.

La necesidad de ser leído y de hacerse de un público lector “agradecido” de sus escritos ocupó sus pensamientos. Le interesaba convertirse en un “regalo” a través de las letras, inventarse un destino objetivo a partir de la donación de su conocimiento a favor de las causas indeterminadas contra el Mal; todas absolutamente abstractas. “El azar me había hecho hombre, la generosidad me haría libro”, declara. El narcisista arrogante descubre un valor enorme en la publicación, que es la inmortalidad que puede traer la fama. “Empezaría por darme un cuerpo que no se pudiera gastar y después me entregaría a los consumidores. No escribiría por el gusto de escribir, sino para tallar ese cuerpo de gloria en las palabras”, añade este ícono internacional de la revolución socialista.

¿Cómo es posible entonces que mucho más tarde, ya en la cúspide de la popularidad que en efecto le otorgaron sus libros y sus posiciones públicas, Sartre rechazara fulminantemente el Premio Nobel de Literatura de 1964? Aunque le informó a la prensa que no lo aceptaba porque eso supondría perder su independencia y claudicar ante “el sistema”, también estableció claramente que rechazar el premio era, a su vez, otro pasaporte a la eternidad letrada. En Las palabras, se acusa de “trepador”, de haber acogido en su fuero interno “el progreso de los burgueses”. La consciencia ultracrítica no surge hasta después: “Era dogmático y dudaba de todo, excepto de ser el elegido de la duda: restablecía con una mano lo que destruía con la otra y tenía a la inquietud por la garantía de mi seguridad, era feliz”, acepta.

El libro no da cuenta de un proceso de “desintoxicación” que desemboque en la creación de la personalidad rebelde del Sartre adulto, pero una afirmación suya es contundente si se quiere entender que Sartre nunca pudo deshacerse del niño que odió tanto pero que irremediablemente fue: “Por lo demás, este viejo edificio en ruinas, mi impostura, es también mi carácter; podemos deshacernos de una neurosis, pero no curarnos de nosotros mismos”, concluye. De esta forma, la autobiografía es su pose máxima como existencialista, el “mea culpa” calculado que sirve de vehículo para desconocerlo mejor. Desconocerlo como escritor de culto de los “intelectuales comprometidos”, de una juventud estudiantil con las bocas llenas de consignas y las manos llenas de piedras. Desconocerlo como portavoz de una generación que ya no patrocina la complejidad de sus ideas y que se encuentra atrincherada, a mi juicio, detrás de su versión más banal. Parece que “los elegidos de la duda” se han cansado de dudar y disfrutan plenamente de su estatus.

Dos libros, además de éste, pueden ayudar a expandir ese debate. De un lado, la novela Los mandarines (1954), de Simone de Beauvoir, la compañera de Sartre, donde la escritora expone las causas de la separación del grupo existencialista aglutinado en la revista Les temps modernes. De otro, la colección de ensayos Entre Sartre y Camus (1981), de Mario Vargas Llosa, editada en San Juan por Carmen Rivera Izcoa para Ediciones Huracán. El primero, lleno de sospechas, analiza cómo la influencia de la escritura cortante de Sartre declinó ante la irrupción en la escena literaria de más escritores formalistas y esteticistas. El segundo, repleto de matices entre los bandos opuestos de los intelectuales franceses más influyentes de la segunda mitad del siglo pasado, que dura hasta hoy, explica cómo la ideología sartreana fue perdiendo terreno ante la camuseana; aunque Vargas Llosa nunca descarta su vigencia en la historia de las ideas y los conceptos morales envueltos en la disyuntiva reforma o revolución.

Pero basta de datos. Regreso a la pregunta inicial: ¿Quién le tiene miedo a Sartre y por qué? A cien años de su nacimiento, ¿por qué no se lee ya? “Mis libros huelen a sudor y a esfuerzo, y admiro que apesten para la nariz de nuestros aristócratas; muchas veces los he hecho contra mí, lo que quiere decir contra todos”, contesta él mismo en Las palabras. He aquí, de muchas, una sola razón.

*Esta reseña se publicó el 11 de diciembre de 2005 en la revista Letras del periódico El Nuevo Día, Puerto Rico.

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