Dos poemas inéditos de Mara Pastor en estado óxido

Pasaba el mapo por este papel

Los
alfileres
con
los
que
tejo
los
ruedos
mojados
se
oxidan
porque
sí
¿Has visto?
Dejé
Los
tornillos
en las
suelas
del
balcón
También se oxidaron
A mi gato se le oxidó el maullido
de tanta humedad en su guarida
Mis zapatos tienen hongo de tanto
óxido pisado
Si desde el suelo todo se ve diferente, el contrapicado del verso es una mogolla de letras

contraPICADO

hubo
una época
de lejanas tomas
hechiceras, de grandes
casas remotas, bueno, de
remotas casas grandes. Y es
que, ciertamente, mientras más
lejos estaban más grandes se veían
las dichosas casas y más miedo tenía
el que las veía. Hasta que alguien se dio
cuenta del truco: la gran casa era realmente
una escalera, y una vez subías te encontrabas tan
solo a un verso en pasado

de: serie severina

Venado muerto

Escribe Guillermo Rebollo Gil
Especial para Estruendomudo

“es un acto apasionado,”
dirías tú
apuntando hacia el encendedor

siempre hablas del cigarrillo
como un novelista cubano describe
a su mujer en la cama

una música suena desde muy
cerca

–son los carros—

luego nada,
la ciudad que se resume:
cuatro calles
cinco casas de empeño

todas las puertas del apartamento
abren al interior
de un venado muerto.

*El autor ha publicado tres poemarios: “Veinte”, sus poemas de rabia suburbana y cariño postpaternal; “Sonero”, crítico homenaje al macharranaje boricua y “Teoría de conspiración”, un análisis férreo del fraude político-literario de la isla.

Esto no tiene que ver nada

redquad2cc 1

Escribe Yara Ivette Liceaga Rojas
Especial para Estruendomudo

Tengo ganas de morderle el brazo a alguien desde ayer.
Pero la boca se me llena de fresas, amor,
y de pasta con carne de animal y queso.
Todo estaba sucediendo como debía,
porque me puse a propósito los pantis de la suerte.

El sol propuso: quiero comerte.
Tez tostada.
Guardo la evidencia en el dolor de las arrugas
cuando río de la quemazón.
Amor,
yo me trenzo los adentros y me dan unas ganas de llorar hijas de putas.
He bebido como debe beber una mujer.
Mezclando hasta la madrugada en el asunto.
Uno de los amigos que más quería cuando adolescente
no me cree que escribo, pero invierte poco más de cuarenta dólares en mí.

Yo le digo cabrón muchas veces de la alegría
de tener sus ojos tan cerca.
La sonrisa y los ojos míos son unos chotas pero él insiste en que no estoy gorda. Yo lo doy por loco, porque mira esta masa de aquí.

la realidad del caso, amorcito, es que disuelvo mis días como azúcar en cualquier sustancia líquida. Fumo con desespero de vez en cuando. Las papilas gustativas en ocasiones se niegan a darme el sí. Durante este verano me rendiré ante la bruma calurosa sin sentir el miedo que me produce un cuarto solo y oscuro. Casi siempre dejo la luz prendida. Otro detalle más me vira la cara para hacerme parecer una escena odiosa del exorcista. Soy un paisaje que tiene la mano monga. Pero de repente me erizo y me salen coreografías de Ankoku Butoh. Cuando me da esa jodienda los nenes se alejan y dicen cosas como: uy. Huelo los alrededores de los collares que me quito para conocerme. Otras manías, cuando entremos en confianza, te las haré llegar.

redquad2cc

The Heart of The Matter

volkgEscribe Pepe Liboy
Especial para Estruendomudo

Habíamos llegado al promontorio por la tarde, como a las tres, uno de esos domingos de interminable modorra, cuando la batería del carro se agotó y tuve que andar dos o tres kilómetros más arriba, y preguntar por quién me podía ayudar a yompear el vehículo. Me hincaba el corazón la tranca de cigarrillos diarios, y no podía sino ver el marcamillas. Le puse una media al carburador, que se había tapado jalando un exceso de gasolina y me acordé cuando me metía debajo del Volky para ponerle los cables del cloche que se habían roto. Nota que fue entonces y no después cuando me dio por pensar en el suicidio de José María Arguedas, que no pudo pagar la mensualidad del Volky, y un pensamiento más que metafísico me llevó andando hasta la pizzería, que estaba al lado de la estación. Alguien había derrumbado la pizzería de Río Piedras en donde comía largos slices cuando nene, y con la muerte de mi papá a cuestas, y los artículos promocionales en el baúl del vehículo, me dio con pensar en las muchachas de izquierda que patrocinaban el arte en San Juan. Cojí el celular y llamé a Aravind.

-Aravind. ¿No sabes quién en la Universidad me podría yompear?- le pregunté.

-Bueno. Si estás en el parking de la Universidad, los guardias tienen boosters. -Me dijo.

-Es que estoy un poco lejos. No de mi madre. Pero no puedo llamarla.

-Debieras escribir un cuento con un párrafo que diga lo siguiente: “Las cuestiones técnicas nos comprometen. Cuando mueren nuestros padres, y no damos clases, y se ha acabado el polvo de oro en la hacienda, empiezas a notar que todos esos detalles como las baterías y los cables, nos agotan y no nos permiten disfrutar de los pocos segundos de alegría que nos trae una emergencia”.

-Yo voy a esperar a llegar a casa. Entonces sí, seguramente empiece un cuento con ese párrafo. No obstante, tiene que llegar alguien.

-Hoy, cuando vas por la avenida, y ves tantos carros, y ya nada queda cerca de tu casa, ni la muerte. Y todo es una lentitud, a pesar de que hay tantas máquinas, te preguntas si es que somos de otra raza y no podemos bregar con esta vida.

-No. En general sí. Lo único que tengo de negro es que se me parten en dos las relaciones. Un poco así como la corriente alterna y directa. Es como si en Europa no hubiera corriente.

-No sé lo que hay.

-Chévere, Aravind. Voy a llamar a mami.

Llamé por teléfono a mi mamá y no la encontré. Volví al carro y le dije a mi novia que la podía acompañar hasta la parada.

-Yo no sé que tipo de persona eres tú, ni qué corriente es la tuya. Menos mal que no llegamos a averiguarlo. A veces es bueno que se dañen las cosas.

-Es que no tienes nada que valga la pena, si lo piensas bien. Ni el carro, ni la computadora, ni los teléfonos celulares. Todo es de segunda categoría. Sin pensar que estás siempre enfermo, con tu carga de tarugos.

-Pero al menos no llegamos a ninguna parte.

-Yo soy buena, no obstante. Sólo que el mantenimiento del vehículo cuesta un poco.

-Por eso te voy a devolver a tus padres. Y a devolverme a mí mismo. Ni expresándome correctamente, alcanzo bregar bien con todas estas máquinas.

*Pepe Liboy, narrador preocupado por la ciencia ficción y la embriología, publicó hace unos años la antología de cuentos más fértiles de la segunda mitad del siglo XX en la isla de Puerto Rico: “Cada vez te despides mejor”. Estruendomudo reproduce con su permiso uno de los cuentos nuevos en que trabaja, parte de la serie sobre los escarabajos mecánicos o los populares autos Volkswagen. Para efectos del Registro Demográfico Pepe es José Liboy Erba, también para la Biblioteca del Congreso, que -a pesar de las resistencias- ya lo clasificó.

El desafío cosmopolita

cosmopolitanismEscribe Manuel Clavell Carrasquillo*

Si se sabe que las cosas están tan mal en todas partes, y al menos se es consciente de que dos millones de personas mueren todos los años por la malaria, 240.000 al mes por el sida, 136.000 por la diarrea y muchas más a causa de la guerras, el fanatismo y la intolerancia, ¿qué responsabilidades éticas nos atan a esa enorme masa de extraños para tratar de evitar más desastres?

El filósofo ghanés exiliado en los Estados Unidos y profesor de la Universidad de Princeton, Kwame Anthony Appiah, intenta contestar esta interrogante en el libro “Cosmopolitanism: Ethics in a World of Strangers” (Norton, 2006). Plantea que el cosmopolitanismo ha sido uno de los principios rectores de los esfuerzos para que los humanos nos acerquemos más a través de la historia, a pesar de las innumerables distancias que nos separan, y que la propagación de esa filosofía no es la solución sino el reto que enfrentamos para mejorar el mundo que compartimos casi nueve billones de ciudadanos del cosmos.

Appiah, hijo de un príncipe de la familia real de Ghana y de madre inglesa, recurre a una frase de Terencio para resumir su propuesta: “Nada humano me es ajeno”. De ahí, explica, surgen las bases del cosmopolitanismo, que son, de un lado, el reconocimiento del compromiso de cada cual con los demás y, de otro, la afirmación de que todos somos diferentes pero que mucho podemos aprender de esos contrastes. El problema es que estos principios conducen a una paradoja: si usamos una perspectiva cosmopolita para actuar, y respetamos las diferencias, entonces no podríamos pretender que las sociedades asuman valores idénticos ni el mismo modo de organizarse.

A través de capítulos breves escritos con claridad y sencillez, el autor se adentra en el territorio minado de los conflictos morales. ¿Es correcto intervenir, para cambiar, las coordenadas morales de las demás culturas? Los antropólogos, atados a los mandatos del positivismo, han contestado que no y han adoptado el relativismo para defender sus posturas. De esta forma, lo que “está bien” y lo que “está mal” es relativo y sólo podría ser determinado por las tradiciones locales. Un extranjero no tendría derecho a hacer críticas morales. Los positivistas, enfocados en la “verdad” de los “hechos” que investigan, apuestan a que su relativismo se traduzca en tolerancia.

Los cosmopolitas deben entender que el método científico no es útil como herramienta para comprender valores. Lo que nos parece razonable no necesariamente le resulta admisible a una sociedad que practica la “circuncisión” femenina, censura la expresión pública, condena a muerte a los homosexuales, aplica literalmente preceptos religiosos antiguos, extermina razas “inferiores” o recurre al totalitarismo como modo de gobierno. Según Appiah, el cosmopolita tiene que aceptar que nada garantiza que podría persuadir a los demás para que adopten sus puntos de vista. Por esa razón, opina que conversar con vecinos o extraños tiene que ser una actividad que no pretenda acuerdos finales y firmes.

Queda claro que el cosmopolitanismo es una serie de conversaciones sobre cuestiones morales entre fronteras y que, para sostenerlas, hay que partir de las divergencias. En cuanto a las reglas del diálogo, Appiah expone que deben garantizar que los participantes se entiendan; no que se pongan de acuerdo. “Una vez entiendas el sistema, puede ser que estés de acuerdo, y no será porque has claudicado a defender tus compromisos morales básicos”, expresa. Además, menciona que “no hay que compartir un valor para entender cómo motiva a otro”.

Aunque parezca que el autor favorece la “regla de oro” que establece que no se debe hacer a otros lo que no nos gusta que nos hagan, en el fondo la confronta. Siembra dudas, porque presenta la hipótesis de que al pensar en qué es lo que nos gusta y qué no, siempre tenemos en cuenta nuestros valores y creencias pero descartamos las de los interlocutores. Los cosmopolitas deben calzarse los zapatos de los recién conocidos –no necesariamente caminar como ellos– para defender una coexistencia basada en llegar a acuerdos sobre las prácticas correctas al tiempo que disienten de sus justificaciones.

El libro está repleto de ejemplos y anéctodas autobiográficas que mantienen a los lectores interesados no sólo en asimilar las ideas del autor mientras las discuten, sino en acercarse a situaciones de tensión que aún quedan irresueltas. Por ejemplo, recuerda que sólo hace unas décadas se pensaba que las mujeres de clase media no serían más que amas de casa y que los gays no saldrían de los armarios. Hoy, más gente tolera o se ha acostumbrado a convivir con las madres trabajadoras y los homosexuales a pesar de que no concuerda con los valores (demócratas, igualitarios, antidiscriminatorios) subyacentes a este tipo de progreso. “No todo el que concibe estos actos como perversos piensa que deben ser ilegales”, concluye.

Luego de comprobar que la conversación intercultural no tiene que desembocar en el consenso valorativo para ser efectiva, Appiah se sumerge en la teoría de la contaminación. Arremete contra los conservadores que se resisten a los cambios de la globalización en comunidades que supuestamente antes permanecían aisladas. Critica el paternalismo de los que predican que la irrupción del capitalismo en todos los rincones produce consumidores homogéneos y que, por lo tanto, los que sí conocen esta “verdad”, y no se dejan engañar por las “trampas” del mercado, tienen que protegerlos. Con cinismo, hace una pregunta retórica: “¿Qué se puede decir del alma de alguien porque bebe Coca-Cola?”.

“No necesitamos, nunca hemos necesitado, comunidades arraigadas, un sistema de valores homogéneo, para tener un hogar. La pureza cultural es un oxímoron. Las probabilidades son de que, en términos culturales, ya tengas una vida cosmopolita, enriquecida por la literatura, el arte y el cine que proviene de muchos lugares y contiene influencias de muchos otros”, alega el profesor, concediendo que la cultura tiene que estar contaminada. Esa contaminación, precisamente, es la que lleva al cosmopolita a chocar con los fundamentalismos de las identidades. En este sentido, las esencias o los patrimonios culturales se hacen débiles en la medida que las conexiones humanas ocurren no tanto por “aquello que nos une”, sino a pesar de las diferencias.

Rechazar la contaminación ha convertido a muchos universalistas en anti-cosmopolitas. Osama bin Laden y sus contrapartes católicos y protestantes pretenden imponer a todos sus “verdades universales”. Asimismo, “los cosmopolitas también creemos en la verdad universal, pero estamos menos seguros de que ya la poseemos”, indica Appiah. Por lo tanto, el cosmopolitanismo es un arrojo de “inteligencia, curiosidad y compromiso” hacia la asunción de la fragilidad humana. Por ello, al final vuelve la advertencia del principio: pensar el mundo desde el cosmopolitanismo no es la solución del desastre heredado, sino el comienzo del reto.

*Esta reseña fue publicada originalmente en la sección Pretextos de octubre de 2006 del mensuario Diálogo, periódico de la Universidad de Puerto Rico.

Jeffrey Sebelia mejor diseñador de Project Runway

jeff

Escribe Manuel Clavell Carrasquillo

Aposté al salvaje y gané. Lanzó a la pasarela del NY Fashion Week en el Bryant Park una colección innovadora, reinventando vestidos clásicos a diestra y siniestra con una visión punka dominada por los pantalones rockeros, colores raros brillantes y textiles favorecedores del movimiento intenso, provocador, loud; sin dejar de ser cosmopolita y fino.

Jeffrey era junkie pero de alguna manera su colección demuestra que, aunque vive sin la teca, sigue siéndolo. “In fashion, one day you are in and the other you are out”, dice Heidi, la presentadora del famoso programa televisivo. Hoy es el día de Jeffrey. “We’re out, definitively”.

jeffrey paint dresscropsmaller

En el terapista con mi perra Gaika

Escribe Manuel Clavell Carrasquillo

A D., en sus 30 años.

Michael KeatonAl fin concreté la cita con el terapista, yo lo quería maricón y lacaniano. La perra, por supuesto, reñía por una reunión de pareja con hombre mayor y aristocrático; preferiblemente con experiencia psiquiátrica, porque lo de ella eran las pastillas. Llegamos al Ashford Presbiterian Hospital en la avenida Ashford y enseguida comenzaron las escenas. Aunque me había programado para dejarla hablar y hacer de las suyas frente al profesional de la salud mental, había olvidado el antes y después del encuentro. Gaika haría de las suyas mientras pudiera. Me bajé del auto y decidí dirigirme hasta la farmacia para comprar la prensa. Bueno, es un decir, la prensa está comprada. Justo cuando tocamos la acera se nos cruzó una pareja de ancianos. Ella, regordeta, lo guiaba a él; presumiblemente a la cita con el neurólogo para repetir la rutina de la lectura de los laboratorios para medir los niveles del Alzheimer. La maldita condená comenzó a ladrarles sin que yo tuviese idea de qué pasaba. Iba distraído, ofuscado en organizar mis pensamientos, inventando mentiras en la mente para más tarde decírselas al médico. Gaika halaba el cordón con fuerza y tuve que someterla a la obediencia. “Carajo, perra del demonio, ¿qué te pasa?, no me hagas maltratarte en plena calle hoy, que vamos para la terapia”. Luego de resolver la situación y calmar a la vieja, subimos. La secretaria, solterona simpática, me preguntó que si la perra era mía y por qué no la dejaba en casa. Le contesté con una malacrianza directa: “La traje porque me lleva por la calle de la amargura y porque me sale de las jodidas ganas. Por eso es que el doctor tiene que verla”. No rechistó y enseguida llamó nuestros nombres. Era como si hubiese querido deshacerse de nosotros y de nuestras respectivas neurosis. Confieso que quería que el médico se pareciese a Michael Keaton. De esa forma, hubiese podido decirle bajo el privilegio del secreto médico-paciente que me encantaban sus ojos de Batman. Lamentablemente no conseguí satisfacer mi fantasía. El doctor se parecía, más bien, a Don Francisco, así que, aunque era gay, tuve que hacer de tripas corazones. ¡A ver cómo me funcionaba la teoría de la transferencia! Gaika se acomodó en el diván y me dejó la silla. Desde allí le ladraba al galeno que yo me masturbaba cuatro o cinco veces al día observando a los vecinos. Le dijo que al cocinar, yo gastaba más agua de la cuenta y que no podía vivir sin los chiles habaneros; una obsesión típica de una loca obsesiva compulsiva. Además, no tardó en explicarle que yo le había cogido pena en la adopción porque ella era una gusana vasca que detestaba a la ETA. Es más, le dijo que me masturbé frente al televisor cuando vi la última sesión en las Naciones Unidas del secretario general Kofi Anan. Como me había programado para dejarla hablar hasta que saciara su sed de venganza, no dije nada para contestar las injurias graves, pero pensé que esa cabrona se las iba a ver negras cuando llegáramos a casa. La torturaría llenándole el plato de la comida -y también el del agua- con anchoas. Never mind, doctor, never mind, dije para mis adentros, mientras la perra castrante repasaba mi último episodio de ataque de pánico: estábamos preparando un BBQ en la azotea del condominio y Gaika se encaramó en la baranda para ladrarle a un hippie barbudo que trotaba. Pensé que me iba con ella hacia el abismo por desbalance al enfrentar la línea divisoria que traza la baranda (De or. indoeuropeo; cf. sánscr. varanda, barrera, tabique) sobre el cielo. Olvidé el atardecer anaranjado, sólo se me vino encima la imagen del abismo. Morir por ella y junto a sí, esa idea confusa, me provocó flojera en las muñecas y solté el tridente con que pinchaba las carnes que asaba. El estrépito la hizo voltear la cabeza y, cuando vi que se les salían los dientes en gesto de furia contra mí por haberla distraído, más que le salían varias babas por el hocico español de mala leche, quise que la tierra me tragara. “Esta perra me domina hasta los vértigos. Coño, doctor, ¿qué hago?”.

Triste aspiración de una euforia farmacéutica

cocaineEscribe Manuel Clavell Carrasquillo

La última gota de ego se sostenía titubeante entre los labios del muchacho. Traté de observarla sin que se diera cuenta y disimular las ganas de recogerla entre los míos. Por eso fue que cambié el tema de enchule y me desvié hacia uno salubrista.

Veníamos del baño trasero del antro y cada uno hacía el esfuerzo de caminar entre la multitud sin sentirse superior a los que no se habían metido coca. Se trataba de una ceremonia íntima que repetíamos a menudo, desde hace tiempo, automáticamente, como si ya no sintiéramos los estragos iniciales del amargo sabor farmacéutico atrapado en la garganta.

Llegamos a la pista de baile con todo el peso de las rayas inhaladas más dos tragos de Bacardi Razz que acabaron con nuestros presupuestos. Madonna en house aportó lo suyo para que nos juntáramos y nos quisiéramos debajo de las luces fluorescentes y los rayos láser. Cher mixeada por el Dj en una especie de reguero musical fuera de orden nos entró hasta el centro del pecho y nos invitó a quitarnos las camisas.

Una premonición de carjacking se coló entre las bocinas y al rato se instaló en la figura de una cara pintorreteada que divisé más adelante. No dejé de bailar pero, después de encender un cigarrillo y extender mis brazos sudados sobre sus hombros flacos, acerqué mi boca a sus oídos y dije que cada vez nos alejábamos más de casa.

Esas imágenes no me llevaron al pánico, sino de vuelta al baño, solo, para repetir la dosis. Allí me encontré con un licenciado, que –según inventé– insinuaba que podía ayudarme. Pronto le advertí que no procedería, lo dejé con la palabra en la boca, y me encerré en uno de los cubículos. El humo/ más el rón/ más las ganas de que nada durara/ acentuaron el sabor farmacéutico./ La cabeza me dio vueltas/ una vez sobre sí misma/ aunque (si usted me hubiese observado)/ desde arriba,/ porque el supuesto techo del cúbiculo/ era descubierto,/ no se hubiese enterado.//

Salí de allí sacudiéndome las narices, buscando aire. Un amigo se me cruzó enfrente y me preguntó por mi familia. Me sentí más fuera de onda y circunstancias. Lo ignoré, quise invisibilizarlo. Puse énfasis no en los apellidos de mi estirpe sino en la erotización de los nervios heredados. El cuerpo no respondía. En esos momentos se dedicaba a flotar en el vacío de las ganas liberadas. La música se me metía por dentro ahora tres, cinco, siete veces. La carne que yo soy la sentía como marinada en una crápula semicivilizada.

Por unos segundos cancelé todas mis responsabilidades.

Un viaje con ron y cocacola (pongo cocacola aquí para efectos del programa de protección de testigos), no autorizado por la oficina local de pasaportes. Triste sustituto de las hierbas buenas y el líquido sin profilácticos. Provocan fuga de madrugada a los reinos de otros pómulos explorados por dentro. Hay que morder el centro de otra lengua para que el sobrante del traspaso de los polvos níveos se disuelva en la saliva e hinque bien; porque no es otra cosa que punzada: salobre, ácida y estimulante. La meta fue la raya que me presentó el asaltante. La cosa fue que intenté joder toda la noche y terminé encañonado. Un cañón niquelado y un círculo neón de compromisos aplazados pa después y preceptos disciplinarios me alumbraba la cara de vergüenza. Entiéndase: la sonrisa cincelada allí durante varias horas quedó burlada y los ojos se me congelaron en actitud de venga más, que más merezco. Un azoro, la continuidad artificial de las pulsiones y una euforia que me entró para transformar lamentos en bailes y movimientos espasmódicos en debilidades erráticas. Entre nosotros dos (y el tipo) todo estaba mal coordinado.

Fin del concurso de Microrrelatos Paranoicos: Anuncios, desilusiones, balances y constitución del jurado

RACHEL WILBERFORCELa Redacción de Estruendomudo agradece todas y cada una de las participaciones, pero queda un tanto desilusionada por la pobre calidad y excesiva extensión de los relalatos, que muchas veces no son micros y son demasiado largos. Hemos sido tolerantes, demasiado, porque este es un concurso abierto y sin premio en metálico.

Quisiéramos, sin embargo, hacer énfasis en que hay una vigilancia permanente en la mente del escritor que no se activó en muchos de los participantes. Quizás no hubo miedo a la mediocridad o a la repetición de lo ordinario. Quizás no hubo autocontrol, autoedición ni consideraciones paranoicas. Narciso es el principal artista de lo exagerado y lo antiparanoico. Habría que escoger un patrón de certamen que se incline hacia lo más pulcro. La brevedad, definitivamente, es un valor vilipendiado.

Debido a estas consideraciones y a la cantidad de textos sometidos, tomará algunos días la deliberación del jurado, disperso en varios puntos cardinales del orbe, por aquello de la paranoia. Los integrantes serán anunciados a su debido tiempo y también su laudo.

PD: Micro es micro, y relato es relato.