El desafío cosmopolita

cosmopolitanismEscribe Manuel Clavell Carrasquillo*

Si se sabe que las cosas están tan mal en todas partes, y al menos se es consciente de que dos millones de personas mueren todos los años por la malaria, 240.000 al mes por el sida, 136.000 por la diarrea y muchas más a causa de la guerras, el fanatismo y la intolerancia, ¿qué responsabilidades éticas nos atan a esa enorme masa de extraños para tratar de evitar más desastres?

El filósofo ghanés exiliado en los Estados Unidos y profesor de la Universidad de Princeton, Kwame Anthony Appiah, intenta contestar esta interrogante en el libro “Cosmopolitanism: Ethics in a World of Strangers” (Norton, 2006). Plantea que el cosmopolitanismo ha sido uno de los principios rectores de los esfuerzos para que los humanos nos acerquemos más a través de la historia, a pesar de las innumerables distancias que nos separan, y que la propagación de esa filosofía no es la solución sino el reto que enfrentamos para mejorar el mundo que compartimos casi nueve billones de ciudadanos del cosmos.

Appiah, hijo de un príncipe de la familia real de Ghana y de madre inglesa, recurre a una frase de Terencio para resumir su propuesta: “Nada humano me es ajeno”. De ahí, explica, surgen las bases del cosmopolitanismo, que son, de un lado, el reconocimiento del compromiso de cada cual con los demás y, de otro, la afirmación de que todos somos diferentes pero que mucho podemos aprender de esos contrastes. El problema es que estos principios conducen a una paradoja: si usamos una perspectiva cosmopolita para actuar, y respetamos las diferencias, entonces no podríamos pretender que las sociedades asuman valores idénticos ni el mismo modo de organizarse.

A través de capítulos breves escritos con claridad y sencillez, el autor se adentra en el territorio minado de los conflictos morales. ¿Es correcto intervenir, para cambiar, las coordenadas morales de las demás culturas? Los antropólogos, atados a los mandatos del positivismo, han contestado que no y han adoptado el relativismo para defender sus posturas. De esta forma, lo que “está bien” y lo que “está mal” es relativo y sólo podría ser determinado por las tradiciones locales. Un extranjero no tendría derecho a hacer críticas morales. Los positivistas, enfocados en la “verdad” de los “hechos” que investigan, apuestan a que su relativismo se traduzca en tolerancia.

Los cosmopolitas deben entender que el método científico no es útil como herramienta para comprender valores. Lo que nos parece razonable no necesariamente le resulta admisible a una sociedad que practica la “circuncisión” femenina, censura la expresión pública, condena a muerte a los homosexuales, aplica literalmente preceptos religiosos antiguos, extermina razas “inferiores” o recurre al totalitarismo como modo de gobierno. Según Appiah, el cosmopolita tiene que aceptar que nada garantiza que podría persuadir a los demás para que adopten sus puntos de vista. Por esa razón, opina que conversar con vecinos o extraños tiene que ser una actividad que no pretenda acuerdos finales y firmes.

Queda claro que el cosmopolitanismo es una serie de conversaciones sobre cuestiones morales entre fronteras y que, para sostenerlas, hay que partir de las divergencias. En cuanto a las reglas del diálogo, Appiah expone que deben garantizar que los participantes se entiendan; no que se pongan de acuerdo. “Una vez entiendas el sistema, puede ser que estés de acuerdo, y no será porque has claudicado a defender tus compromisos morales básicos”, expresa. Además, menciona que “no hay que compartir un valor para entender cómo motiva a otro”.

Aunque parezca que el autor favorece la “regla de oro” que establece que no se debe hacer a otros lo que no nos gusta que nos hagan, en el fondo la confronta. Siembra dudas, porque presenta la hipótesis de que al pensar en qué es lo que nos gusta y qué no, siempre tenemos en cuenta nuestros valores y creencias pero descartamos las de los interlocutores. Los cosmopolitas deben calzarse los zapatos de los recién conocidos –no necesariamente caminar como ellos– para defender una coexistencia basada en llegar a acuerdos sobre las prácticas correctas al tiempo que disienten de sus justificaciones.

El libro está repleto de ejemplos y anéctodas autobiográficas que mantienen a los lectores interesados no sólo en asimilar las ideas del autor mientras las discuten, sino en acercarse a situaciones de tensión que aún quedan irresueltas. Por ejemplo, recuerda que sólo hace unas décadas se pensaba que las mujeres de clase media no serían más que amas de casa y que los gays no saldrían de los armarios. Hoy, más gente tolera o se ha acostumbrado a convivir con las madres trabajadoras y los homosexuales a pesar de que no concuerda con los valores (demócratas, igualitarios, antidiscriminatorios) subyacentes a este tipo de progreso. “No todo el que concibe estos actos como perversos piensa que deben ser ilegales”, concluye.

Luego de comprobar que la conversación intercultural no tiene que desembocar en el consenso valorativo para ser efectiva, Appiah se sumerge en la teoría de la contaminación. Arremete contra los conservadores que se resisten a los cambios de la globalización en comunidades que supuestamente antes permanecían aisladas. Critica el paternalismo de los que predican que la irrupción del capitalismo en todos los rincones produce consumidores homogéneos y que, por lo tanto, los que sí conocen esta “verdad”, y no se dejan engañar por las “trampas” del mercado, tienen que protegerlos. Con cinismo, hace una pregunta retórica: “¿Qué se puede decir del alma de alguien porque bebe Coca-Cola?”.

“No necesitamos, nunca hemos necesitado, comunidades arraigadas, un sistema de valores homogéneo, para tener un hogar. La pureza cultural es un oxímoron. Las probabilidades son de que, en términos culturales, ya tengas una vida cosmopolita, enriquecida por la literatura, el arte y el cine que proviene de muchos lugares y contiene influencias de muchos otros”, alega el profesor, concediendo que la cultura tiene que estar contaminada. Esa contaminación, precisamente, es la que lleva al cosmopolita a chocar con los fundamentalismos de las identidades. En este sentido, las esencias o los patrimonios culturales se hacen débiles en la medida que las conexiones humanas ocurren no tanto por “aquello que nos une”, sino a pesar de las diferencias.

Rechazar la contaminación ha convertido a muchos universalistas en anti-cosmopolitas. Osama bin Laden y sus contrapartes católicos y protestantes pretenden imponer a todos sus “verdades universales”. Asimismo, “los cosmopolitas también creemos en la verdad universal, pero estamos menos seguros de que ya la poseemos”, indica Appiah. Por lo tanto, el cosmopolitanismo es un arrojo de “inteligencia, curiosidad y compromiso” hacia la asunción de la fragilidad humana. Por ello, al final vuelve la advertencia del principio: pensar el mundo desde el cosmopolitanismo no es la solución del desastre heredado, sino el comienzo del reto.

*Esta reseña fue publicada originalmente en la sección Pretextos de octubre de 2006 del mensuario Diálogo, periódico de la Universidad de Puerto Rico.

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *