Escribe Manuel Clavell Carrasquillo
Me llevé a Gaika para la playa y pasó lo que pasó. Hubo pelea. No pudo soportar la mirada fija de los caballos de la policÃa montada sobre su collar de rhinstones. Desde que hubo la tregua en España entre la banda armada independentista ETA y el Gobierno de Zapatero, la muy terrible insiste en salir de casa con el collar de rhinstones. Dice que no les cree a los etarras y que no les cree a Zapatero. Le digo: “Gaika, mi vida, ten fe en los procesos de reconciliación democrática”, y ella me contesta que no, que no puede ser que yo (que soy su amo fiel) sea tan imbécil. Le aclaro que se ponga en su sitio canino inmediatamente y que yo soy el lÃder de la manada, por lo que me debe no solamente la vida, sino adjunto más que respeto y consideración.
En resumen, Gaika se molestó porque los caballos estaban haciendo funciones de niñeras en oras laborables que se supone estén consagradas única y exclusivamente a tareas policiacas. Explico. Lo que sucede es que dos agentes del orden público, los dos vigilantes de la playa, ponÃan a disposición de los hijos de las madres solteras sus equinos, también agentes del orden público si se considera su identidad integrada: policÃa y caballo, en estos casos, son uno.
A la perra salvaje esto le cayó mal y ladraba, ladraba desenfrenadamente porque eso no se podÃa permitir, que esos indios vestidos en uniforme azul estaban allà para su beneficio y no el de ellas, que qué pasarÃa si ella se ahogaba y dale que es tarde con la cantaleta y la pendejá. Traté, como siempre me ocurre cuando la chica se me alborota, de mediar entre los animales. No resultó. Gaika ladraba sin intenciones de dejar de ladrar y las mujeres abrÃan más bolsas de Doritos y Cheetos y papitas Lays y no les ofrecÃan ni a sus hijos ni a los hombres que las cortejaban sin encomendarse a nadie más. ComÃan Doritos, Cheetos, papitas Lays y, mientras comÃan, Gaika se malhumoraba como si comieran ketchup con caviar. Mi argumento tranquilizante era el siguiente: “Gaika de mi corazón espinado, por favor, estamos llegando aquÃ, trata de relajarte, disfruta de esta playa hermosa, entrégate sin vainas ni cuestiones a nuestra herencia tropical”. A la muy engreÃda no le importaba, seguÃa ladrando y landrando, porque ella no habÃa salido de su palacete de Miramar para ver semejante espectáculo tercermundista, sobre todo en estos dÃas de paranoia por la exposición periodÃstica de la condición de las playas y los vertederos; en fin, por la maldita cosa que tienen los ciudadanos contra la contaminación ambiental. Ella comÃa, dormÃa y respiraba en cuna de oro y cristal, le habÃa dado muchÃsimo trabajo asimilar su transformación en exiliada que olvida el vascuense a conveniencia de la nueva situación y no estaba para boricuadas dominicales a la una de la tarde. Eso sà que no.
Me puse a rebuscar los bultos para llamarle la atención sobre la comida, desenfundé los rollitos de repollo rellenos de cordero, descorché el primer vinito rosé de Portugal, probé las aceitunitas frÃas rellenas de anchoas y todavÃa Gaika seguÃa denunciando la desfachatez de los empleados del Estado en plena bellaquera descomunal. No sé por qué, al pensarlo dos veces, ella los perdonó, y se enfocó en los caballos. Me decÃa que esos animales estaban sin bañar, cogiendo sol a pesar de las garrapatas, pero que eso no era excusa válida para consentir a sus carceleros. Me dijo: “¿Tú no entiendes lo que significa tener garrapatas recorriéndote la piel debajo de los mechones? Pues nosotros sÃ, coño, nosostros sabemos lo que significa que los insectos no paren de chupar”. Cambié la vista, me concentré en la brisa del mar y en cómo interactuaba con los poros de mi cara, quise ignorarla a ella también. La estrategia resultó, sÃ, definitivamente, Gaika necesitaba mi atención, pero no desembocó en aquello que yo esperaba. La rabieta nunca llegó.
“Perra maldita, jódete ahora, brega con esa metamorfosis criolla de la ley”, pensé. Al terminar ese pensamiento fue que divisé a dos bañistas compañeros, unos cincuentones blancos tirando a transparentes que se han querido toda la vida. La querencia los precedÃa y los gestos me confirmaron la suposición. El de la derecha tenÃa aspecto de monje ortodoxo griego, pero en bikini. El segundo era lampiño, vestÃa trusa larga y algo me indicaba que era un tipo jovial. Me fijé en la tranquilidad de las aguas, interrumpida sólo por el paso ocasional de los jet ski. Busqué el sabor del vino rosé con mis labios, fui como la pareja y a la perra, la olvidé.
Mucho después de la salida del trance me llamaron al celular que habÃa grabado en la plaquita de Gaika para que pagara la fianza. HabÃa sido arrestada y transportada a la comisarÃa municipal. Actué como autómata. Llegué en piloto automático hasta el cuartel. Mientras los detectives me amenazaban con aplicarme en demanda privada el artÃculo 1803 del Código Civil de 1930, según enmendado, que se refiere a la responsabilidad vicaria que nos aplica a los dueños de cualquier animal, pedà permiso para pasar al baño. Me masturbé lentamente pensando en el sargento que la agredió. Abroché los pantalones sin terminar de limpiar. Ella estaba acostumbrada a las golpizas y, según me habÃa contado entre lágrimas una tarde de abril, también a los electroshocks. Al terminar mi ejercicio perverso salà a pagar la deuda y, justo cuando nos dirigÃamos al automóvil para escapar de aquél edificio enfermo, ella en silencio sepulcral, con la cola adolorida por una laceración, se dio cuenta de que los dos caballos belcebúes pastaban por allÃ.
“Cabrones, ya verán como me las van a pagar”. Eso les dijo la vasca puertorriqueñizada que vive conmigo. Eso les dijo con los colmillos afuera y exhibiendo los rhinestones a los dos caballos más tristes que hemos visto yo homo y esa perra condená.
-Estruendomudo equus est.