Por Manuel Clavell Carrasquillo
Redacción de Estruendomudo
El enfrentamiento entre Zinédine Zidane y Marco Materazzi en pleno césped futbolero mundialista sirve para preguntarse sobre el rol social del juego y la ética a la que invita a los espectadores dicho relajamiento de lo "normal".
¿Qué otra cosa es el juego sino el intento -siempre fallido- de la suspensión del salvajismo en aras de una guerra simbólica entre seres desiguales que deben respetar (so pena de castigo) ciertas reglas prestablecidas para que sólo pueda vencer "el mejor".
Primero, se falsea la libertad de los seres humanos que intervienen en el juego (nada los obliga a participar, no hay servicio militar obligatorio, etc.).
Luego, se construye un reglamento que provee para la nivelación artificial de las condiciones de la competencia (mismo número de jugadores, nadie puede jugar drogado, ect.).
Finalmente, la Federación Internacional de Fútbol Asociación (FIFA), junto a los publicistas de las compañías auspiciadoras del evento, incluyendo a las escudras nacionales, han inventado el tercer valor reverenciado: el fútbol mundialista es la epítome de la fraternidad.
Es posible concluir, con Coca-Cola en mano y zapatillas Nike, que cualquier niño de favela, caserío o shanttytown puede convertirse en campeón mundial en un torneo en el que todos somos supuestamente libres, iguales y fraternos (Zidane es el mejor ejemplo de esto, un pobre diablillo marcado por su herencia argelina y su paupérrimo pasado marsellés). ¿Eso significa necesariamente que hay que fraternizar con los demás para llegar a ser el campeón?
Aparentemente no. Hoy tenemos dos campeones mundiales que dan fe de ello: Materazzi es un racista analfabeto (lo ha dicho él mismo en su última declaración) y Zidane es un vulgar agresor (el famoso cabezazo irracional habla por él).
La transmisión en vivo de los insultos y luego el cabezazo en todas partes del globo es la grieta por la que se cuela la molestia. Los jugadores no pudieron sostener la ilusión de la fraternidad y por ella cayeron también las ilusiones de racionalidad, orden y paz mundial.
Habría que preguntarse si en efecto el deporte sana, salva y hermana. Sabemos que no, que sólo remedia y que el remedio dura 90 minutos más dos tiempos extras y un tercer tiempo para resolver las diferencias más abismales a fuerza de un penal.
Habría que preguntarse si el deporte promueve los valores occidentales más preciados. Sabemos que no, que sólo nos presenta en directo y a todo color su terrible fragilidad.
Independientemente de quién empezó la pelea, se produjo la sanción, el castigo, la tarjeta roja y la expulsión pero también -independientemente de las culpas de parte y parte- se han producido multitudinarios perdones, ay benditos y homenajes en los campos Elíseos y en la fontana di Trevi.
Ante tanta confusión -habría que seguir la pista de la escritura de Emmanuel Levinas y co.-, ¿qué posición adoptar?
¿Society must be defended?
¿What about games?