Siete vidas: 10mo Microrrelato Espiritista Allan Kardec 2005


Por Gloria Carrasquillo Padró

"Yo no hablo de venganza ni de perdones, el olvido es la única venganza y el único perdón". -Jorge Luis Borges

Ellos vivían en constante movimiento: trabajo, escuela, parques, iglesia y viajes al campo los domingos en la tarde. Nadie sabía que allí se vivía una constante y castigadora tortura. El felino, un hermoso ejemplar balsino-sato, era el único que lo sabía aparte de los que habitaban la casa santurcina de techos altos y amplios ventanales. En lo profundo de sus ojos verde-jade claros de Michu se consumíian insólitos y tremebundos pensamientos. La imagen se le presentaba como película en camara lenta. Mientras miraba la transparente pecera redonda como luna luna llena y obserbando el suave y superlento movimiento de izquierda a derecha de un pez beta que allí residía. Un mundo ilógico en esa rutina hierviente y a punto de reventar, mejor dicho, de romperse como un dirigible inmenso y lleno del helio pero con un gran desperfecto. En una de las noches de boca de lobo de noviembre llegó el esposo, como siempre de madrugada. El gato, que dormía a los pies de la señora en la amplia cama de pilares hasta que el señor llegaba, escuchó el sonido único del carro acercarse a la tranquila calle antes que ella y saltó de la cama en un solo brinco. El señor, con voz profunda, preguntó tan pronto se acercó a ella: -¿El puñetero gato ese dormía aquí, verdad? Ella contestó con voz ronquecina, entre dormida y despierta: -¿Y qué?, si te molesta múdate. Y levantando más la voz, el señor exclamó: -Primero, que es antihigiénico, me molesta, lo sabes, y, segundo, mudarme, ¿estás loca?, esta casa es mía, esta cama es mía, como todo lo que hay aquí. -Ya no empices, mira que mañana tengo que trabajar. -Mira tú, Bella Durmiente, levántate y sírveme la cena, ése es tu deber y, además, tengo hambre. -¿La cena?, si son las dos de la mañana. El no alcanzó a bajar la mano (que iba derechita hacia la cara de ella como muchas otras noches) cuando el Michu se le abalanzó directo al cuello y, ¡zaz!, de un solo golpe, le aruñó cerca de la garganta. De allí saltaron cinco rayos gruesos de sangre rojo vino. El señor, del susto perdió el equilibrio y se golpeó la espalda, contra el pilar derecho de la cama. Al día siguiente, el vecino de al lado observó con gran curiosidad cómo su vecino, a las 5:30 a.m., guardaba cuatro maletas en el baúl del carro y partía calle abajo a toda prisa. El Michu, muy horondo, trepado en la vieja tapia de piedras amarillas, se pasó por los bigotes una de sus patitas rayadas con las largas y filosas uñas cóncavas que aún tenían gotitas de la sangre que manó de aquella violenta garganta del que hasta ese día fue el señor de la casa.

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