Gaika indiferente y relamida ante una pesadilla infernal de su amo

homeless
Escribe Manuel Clavell Carrasquillo

Para Léster Jiménez, creador de deambulantes imaginarios.

El mundo está jodido, lo sé. Dos millones de personas agonizan en un gran charco de sangre putrefacta en Darfur, el petróleo se acaba rápidamente y no hay alternativas energéticas para mover aviones ni barcos más la ciudad de Nápoles insiste en proteger su supuesto derecho de propiedad intelectual sobre la receta de las pizzas Margarita y Napolitana. La muy perra cabrona Gaika escucha esas noticias de la BBC echada en su cojín de la sala y empieza a ladrarme como canina desquiciada justo cuando el presentador termina de narrar la sucesión de tragedias y comienzo a quejarme en voz alta al entrar en pánico. Entiendo su preocupación y sus regaños, piensa que voy cada vez más hacia la izquierda y que, acto seguido comenzaré a bajarle una retahíla de soluciones socialistoides light a los problemas del orbe, que evocaré principios básicos de derechos humanos y jurisdicciones universales que activen el desembarco de más y mejor entrenados Cascos Azules en las regiones más deprimidas de Sudán, Villa Cañona, Burma, Haití a pesar de que violen mujeres y niños (nada puede hacerse contra ciertos daños colaterales alimentados por la libido). Ella, como es de esperarse, está absolutamente en contra de la Corte Internacional Penal y lo que pase con la negrada bruta y salvaje le roza el trasero. Le digo, Gaika de mi corazón, querida, calma coño, calma. Entonces se me ocurre cambiarle el canal al azar para que se tranquilice y encuentro la retransmisión del concierto de Justin Timberlake. Mi propósito queda frustrado tan pronto la muy perra empieza a protestar por los graves desafinados del chamaquito bailarín maravilla. Le digo que no se fije en eso, que se concentre en las coreografías y en la resistencia del muchacho. Tres horas de bailes ininterrumpidos no logran cansarlo. Ella me vira el hocico y decide meterse en la guarida mullida que le tengo en el cuarto luego de lanzarme una mirada terrible que me estremeció el tuétano del cóxis con esos ojos lechosos de fascia. Acto seguido, henchido de cólera y sin el pote de Xanax semivacío a la vista, me puse los pantalones largos en sueños y salí solo a la calle a comprar cigarrillos. Mi mente estaba cargada con las imágenes de los machetazos de la película Hotel Rwanda más la última mirada perruna que me tiró la muy cabrona a pesar de que la mantengo, le sirvo sólo comida orgánica que ordeno por Internet y no puedo deducirla de la planilla que les envío a los pillos hijosdelagranputa de Hacienda. Necesitaba respirar aire puro y templado para bajar revoluciones. Ya afuera, auscultando el horizonte de posibilidades que me ofrecía la falsa noche estrellada santurcina o el Santurce Starry Night de mi screensaver de Van Gogh imaginario, me entregué a la orgía del leteo y del olvido. De pronto me vi sentado e incómodo en un banco de cemento de la placita funeraria de los tecatos. Un escarabajo mediano con palancas en forma de agujas negras mecánicas se me trepaba por el cuello y yo gritaba como un animal herido en un zafari del Congo pero sin pararme del sitio. Después me entraron unas ganas terribles de sacar chavos de la ATH del Banco Popular de la esquina pero no había luz. Un enano socarrón que se puyaba los brazos con una jeringuilla de juguete intercalaba esa acción maniática con el lanzamiento de piedras de río con jeroglíficos taínos hacia la altura del poste. Tuve que permanecer sentado en el banco por esa razón y miré a la izquierda. Allí fue que vi de soslayo a dos deambulantes negros de pie contra otro banco, metiendo mano con suavidad, acariciándose por encima de la ropa sin atender pudores pequeñoburgueses y, de cuando en vez, metiéndose las enormes manos llenas de aceite de carros entre los hoyos de los harapos. Como el insecto no dejaba de morderme y yo me seguía sacudiendo su infernal presencia sin lograr que volara, esa visión disparatada estaba absolutamente fuera de foco. Sin embargo, me di cuenta enseguida de que los dos deambulantes negros se besaban con pasión suavecita a pesar de que tenían los bigotes manchados de tabaco, las monederas vacías y las bocas sucias olorosas a alcohol y sobras de empanadillas de pizza. Lo impresionante del caso es que verlos como si fueran dos personajes de Univisión amándose en un basurero salvadoreño no me dio asco, sino que me teletransporté a una escena trashy de la novela argentina “El mendigo chupapijas” y tuve un momento erótico inesperado e inenarrable. Quizás fue el impacto de verlos en un arrebato de ternura en medio de la desolación y la inmundicia más cruel administrada por el alcalde Santini y la secretaria de salud Rosa Pérez Perdomo. Pero la paz aparente de los machos en crispación rosita duró poco. El más grande de los negros sacó lentamente un canto de tubo PVC del carrito de compras que tenía allí parquiado sin que el otro se diera cuenta y le propinó un soberano tubazo en la cabeza al otro. En ese momento me paré del asiento, suspendí la lucha contra el escarabajo y empecé a gritarle al agresor que lo dejara, que lo dejara quieto y se fuera para otra plaza. Parece que mi alterado tono de voz también alteró al escarabajo picapica y su reacción nerviosa se tradujo en un mordisco que me sacó sangre en la tetilla derecha. Esa profanación de mi templo erógeno nunca se la perdoné al escarabajo del diablo y lo aplasté sin misericordia católica o protestante haciendo la señal de la cruz y con la palma abierta. Enseguida escuché las sirenas azules de la policía histéricas y me escondí detrás de unos arbustos de guayabo. Vi como llegaban en la patrulla y esposaban a los deambulantes y los obligaban a mantener las vergas tiesas sin importarles el susto con la intención (presumida o presupuesta; en fin, premeditada) de chupárselas. La confusión morbosa del momento me llevó a mirar al piso, donde encontré una bolsita semivacía con un polvo raro color chocolate justo al lado de un rastro de semen verde fosforescente. Me la tragué con todo y plástico sin consideraciones ulteriores sobre el HIV o la pintura posmoderna holandesa y lo próximo que supe cuando volví a abrir los ojos aún dentro de ese sueño es que estaba en el CDT de la calle Hoare convulsando bocarriba y que uno de los enfermeros me había afeitado el cuerpo completo, incluyendo las cejas. Tenían que intervenirme o meterme cuchilla amolada en el área lumbar sin piedad, o ambas. No tenía movimiento en las piernas y, cuando lo supe, exigí drogas opiáceas directamente a las venas y pegué un grito supermegadurísimo que traspasó la sala de emergencia del Gualberto Rabell (CDT Hoare, se ha dicho) viajó por encima de los tanques en forma de huevos prehistóricos de pterodáctilo de la San Juan Gas y rebotó contra las paredes de El Morro. Más tarde, par minutos después, hacía un frío tipo Wisconsin y una vecina del condominio me dijo que logré ponerles los pelos de punta a varios gatos que hacían el amor sin complejos en el Paseo la Princesa. Gaika, gracias a su oído agudo de perra biónica, pudo escucharlo en su guarida mullida. Mientras el enfermero se reía de mi nueva calvicie y me tomaba la presión arterial tocándome la entrepierna desprovista de vellos, la muy fresca se estiraba contra las losetas de terrazo recién pulidas y se reacomodaba la indiferencia vasca de ultraderecha entre cuero y carne. Cuando desperté a su lado sudado y temblando luego de la pesadilla, me di cuenta de que la muy cabrona roncaba como un lirón y no tenía señas (ni pie ni pisada) de haberse enterado del viaje infernal que había experimentado su amo luego de haberse quedado dormido en el sofá después de haber visto el noticiero.

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