Escribe Manuel Clavell Carrasquillo
Los colocaba sistemáticamente uno sobre los otros todas las noches que podÃa, mientras escapaba la vigilancia policÃaca y vencÃa el morbo de encontrarse en el lugar equivocado, donde nadie lo esperaba, con ninguna de las de la ley y toda una misión de cambios radicales de la realidad urdida en su cerebro; una misión secreta y admirable, si eso puede ser posible en los tiempos del self-advertisement.
Pasaba los dÃas durmiendo hasta que lo despertaba la urgencia de pagar las cuentas vÃa Internet. Verificaba los mensajes. ComÃa. Unas llamaditas de rigor a los conocidos bastaban para justificar sus relaciones comunitarias, pero básicamente se habÃa pensado desde adolescente como un ser antisocial, institucionalizado, que escapaba de su violencia interna cortándose de vez en cuando con una navaja. Los tajos se referÃan, sobre todo, al pedazo de piel que constituye el lado derecho y el lado izquierdo de la ingle. La sangre, contenida inmediatamente por gasitas alcoholizadas, permitÃa el flujo de los recuerdos necesarios para mantenerse no solamente vivo para los demás sino para él mismo conectado.
Se le activaron las alarmas mientras hacÃa sus ejercicios de colocación, uno tras otro todas las noches que podÃa, pero no quiso que ese incidente premeditado, mas llevado hasta el olvido por la represión de la energÃa, interrumpiera la rutina. Como no amanecÃa aún, el fin no fue presentido. Entonces…
De pronto el cazador se le metió entre ceja y ceja y su mente quiso reproducir esa última pelÃcula. Eso fue lo que llevó al silenciamiento de las alarmas. Los otros filmes con relojeros y relojitos de muñeca pasaron a ser historia y el cazador sudaba con más intensidad que en las repeticiones anteriores. Se hubiese podido escuchar la gota que le caÃa del pelo a ese indio cherokee en cuclillas si se aguantaba la respiración por varios segundos. El olor a tierra mojada se confundÃa con el olor a pizza recalentada que emanaba del horno de microondas. El cherokee observaba cada movimiento del cervantillo y, de pronto, la escena fue invadida por los gestos agresivos de las convulsiones. Alas de mariposas en pleno vuelo, chasquidos de dientes de lobeznos, una confusión silvestre enroscada en el mismo centro de la urbe, más gotas de sudor, cambio de canales, una presa en la mirilla, el cuerpo aquel dando saltos en el piso y el pelo largo del indio transformándose en obstáculo para el cálculo preciso de la dirección de los tiros.
Como era diabético, salió del trance en medio de sudores y se comió otro dulce prohibido. Lo primero que hizo al regresar del acto de transgresión fue verificar los tonos de cada uno de los tatuajes. SabÃa que cada viaje con cantazos podÃa repetirse y que sólo los pequeños desvanecimientos del verde y el negro de los tatuajes –los del pecho, sobre todo– podÃan prevenirlo. Total, esas premoniciones del otro lado de la piel no le servÃan para nada, porque a pesar de que desde que tenÃa uso de razón lo visitaban cada dÃa los demonios, aún no habÃa encontrado el mecanismo para desviarlos. Hubo épocas en las que quiso arrancarse con las manos los tatuajes y se cortaba más el lado izquierdo que el derecho. DÃas como esos eran tÃpicos, y hasta deambulaba por la ciudad a oscuras sin curarse, que era lo usual, manchándose el pantalón con sangre pero con la esperanza de que esas manchas, como los tatuajes, también fuesen instrumentos útiles en su cruzada para darle fin a las guerras contra los vaivenes del azúcar.
La cita con el tatuador fue muy extraña. Tuvo que pedirle permiso, levantarse de la silla y pasar al baño. Frente al espejo se dio cuenta de que tenÃa que pronunciarse las ojeras y hacer algo con las lÃneas de sus labios: Estaban ultrapálidas. Se vio cuatro años más viejo, cambiando de colores mientras convulsaba sobre el piso de su único cuarto. En ese momento volvieron a sonar las alarmas y tuvo que vomitar lo más rápido que pudo. El tatuador lo esperaba afuera, con la aguja en la mano. Btzzzttzbutzttzzztbuzttzztt. Btzzzttzbutzttzzztbuzttzztt. Enseguida pudo darse cuenta de que ese sonido se le parecÃa a la hermosa música que producÃa la lengüita del cervantillo mientras bebÃa plácidamente las orillas de su lago. Se sabe que bebÃa haciendo asà porque el cherokee no lo dejaba sólo ni un segundo, ello a pesar de que su mayor frustración consistÃa en no cazarlo, y luego se lo comentaba en sueños: “Nuca lo dejaré sólo. Btzzzttzbutzttzzztbuzttzztt. Nunca. Btzzzttzbutzttzzztbuzttzzttâ€. Eso le proferÃa el indio al oÃdo con lengua lasciva mientras el otro, cazado en el más allá dónde, mojaba las sábanas aunque se hubiese quedado dormido con las manos amarradas.
Lo que sà logró estremecerme es que permitiera la primera embestida del tatuador con naturalidad pasmosa. En algún momento del recuento del relato confesó que, mientras eso pasaba, distraÃa su mente enfocando el guante de latex. Se imaginaba al tatuador mordiéndolo en el cuello mientras él permanecÃa amarrado. Esa noche quiso salir de casa a divertirse; olvidó el trabajo. Quiso excepcionarse. Calibró la jeringuilla con la cantidad exacta de insulina y después de sentir el contacto del lÃquido con su blandita sangre decidió encontrarlo, colocándolos sistemáticamente uno sobre los otros, para pedÃrselo directamente. Pudo hacerlo, por fin, y mirándolo con los ojos inundados de agua salada fugándose de los bordes del último tatuaje -que terminaba en ojeras falsas- le pidió que lo mordiera. “Ahora, muérdeme cabrón. Ahoraâ€.