El sentido del oído que se le ha atrofiado a este ‘Cocker Spaniel’

Hoy se cumple una semana del comienzo de la tortura. Alguien me ha echado un fufú para que me duela el oído derecho. Hasta hoy he soportado -creo que con paciencia- todas las malas vibras que me han lanzado directamente hacia ese tímpano. El médico me dice que el tímpano es vertical y que la infección me lo ha horizontalizado (reinterpreto jerga médica). Me recomienda compresas calientes, que debo aplicar cada cierto tiempo, porque la membrana descompuesta se endereza momentáneamente cuando siente los calores. Compruebo que el médico es el médico y que tiene toda la razón, no vale la pena dudarlo.

Hoy el dolor se siente específicamente insoportable. Tengo el oído tapado. Siento como el enemigo penetra en mí y en mis proyectos con un taladro electromecánico de cinco velocidades. Ya no soporto la televisión, encendida durante las 24 horas de mi insomnio. Creo que el efecto secundario más cruel de este trabajo maligno es que la presión se recrudece todos los días a eso de las seis de la tarde y no cesa de joder hasta las seis de la mañana. Por eso hace una semana que no duermo nada o casi nada. Estoy exiliado en el sofá de la sala porque mi cabeza tiene que descansar sobre sus brazos, no puede estar absolutamente reclinada.

He tratado de disimular la molestia, inclusive, he asistido con puntualidad al trabajo. Los humanos me hablan pero los escucho lejos, bastante alejados de este dolor producto de un maltrato sicológico que pretende minar mis reservas de energía positiva. Me pongo de mal humor al notar esa distancia. Les grito. Hasta les he ladrado. Tanta es la sensación de extrañeza que comienzo a fijarme en la avenida que me lleva desde el trabajo hasta la oficina del médico. Noto la desproporción del área residencial caótica en la que vivo y esta parte de la ciudad que parece una maqueta perfecta de una urbanización norteamericana en los años cincuenta. Toco bocina para interrumpir a la señora en shorts que pasea su perro cocker spaniel por la acera. Noto que la señora, definitivamente, está en contra de la independencia de Puerto Rico. Observo cómo el bocinazo la desconcierta y la lleva a reafirmar para sus adentros que ya es hora de que este país se convierta en un estado de los 50 que están unidos en el norte.

Me pregunto por qué las cosas tienen que ser así de obvias, mientras cada vez me siento más ajeno atravesando la avenida Ramírez de Arellano y encontrándome un pedazo de ciudad en donde hay casas con sus porches elegantes y sus céspedes perfectamente recortados. Vuelvo a concentrarme en lo que dice sobre estos encuentros cercanos del segundo tipo el telediario español y lo comparo con lo que me dice Fox y CNN. Repaso el telediario inglés, el dominicano, el mexicano. Consulto hasta el argentino. Veo las diferencias de lo que cada emisora proyecta sobre Palestina y la cacería del soldado israelí secuestrado. Vuelvo a preguntarme por qué las cosas tienen que ser así, ocurrir tan lejos en lo que cambio los canales, y decido que mañana -por el dolor- no podré asistir al trabajo.

Más tarde, escucho los tiros y la voz de la secretaria del médico que me llama a la estación de las enfermeras, que es el espacio para hacer las pruebas preliminares. Me miden, me pesan. Escucho los telediarios que vuelven al recuerdo y a un amigo mexicano que me dice: “Está bien, está bien, negro, tienes razón, el Distrito Federal es de la izquierda (López Obrador); pero lo que tú no sabes es que el resto del país es de la derecha (Calderón) y ustedes siguen teniendo fe en el cambio socialista”.

Me tengo que colocar los teléfonos en la oreja izquierda, por la derecha no oigo por culpa de la maldición que han jurado defender hasta que me destruyan. Un compañero me reclama que soy narcisista -tomo medicamentos mientras escucho un análisis sobre el “impuesto revolucionario que cobra la ETA a los empresarios vascos” y que me creo que el mundo gira a mi alrededor. Muchos otros colegas me han dicho que no me reconocen como uno de sus pares. Creo que esta enfermedad que me ha trastocado el sentido del oído me llega en desbalance por esa misma vaina, para hacerme reflexionar sobre lo que escucho y luego escribo porque eso es lo que hago todo el día: escucho, escribo y cobro. Algo me dice que la vida de un escritor es más complicada que eso, pero no importa, queda perfecta esa descripción sobre el papel y además es rápidamente blogueable.

Vinculo una riqueza material con lo más bajo de lo bajo que tiene que ver con las manos sucias y la mala leche de mis compatriotas y la vida en clubes sociales que limpian las manchas con símbolos ceremoniales, cintas y estampitas de santos. Pero hay otra riqueza que no me llega a molestar. También está llena de canchas de tenis y de señoritas en shorts tomando sorbets pero incluye decencia en los criterios, las acciones y proyectos de reconciliación con la creatividad para alzarse diferentes de las imposiciones.

La enfermera me dice -y yo la escucho con suma dificultad y mucha distancia- que son las mujeres las que se meten hebillas en las orejas para tratar de despejarlas de alguna obstrucción. Pienso de nuevo en todo lo que tengo que hacer cuando salga de la clínica, en el desastre de una reforma contribiutiva nacional que me hará pagar una cantidad que no puedo calcular a ojo ni con instrumentos de inteligencia artifical pero que sé y he confirmado que multiplicará los mendigos que se paran frente a las farmacias Wallgreens. Supe también que se están reorganizando ciertas tribus urbanas cerca del nuevo Coliseo de Puerto Rico. Antes se reunían para beber en los lupanares que le dan la vuelta a la Milla de Oro pero ahora se han mudado para el parking de ese centro de entretenimiento.

No escucho los bellos poemas que canta la diosa, leo el nuevo tomo de la autobiografía de Wole Soyinka, me edentro en las intrigas políticas de la Nigeria de los años 60 y trato de reprimir las manifestaciones de sexualidad porque entonces sí que dejo de escuchar por completo y sólo converso con vergas erectas. El problema es que no sé si se ha utilizado lo Yoruba en contra mía por un ajuste de cuentas del pasado remoto o del más reciente. Pienso que tiene que ver con el control remoto, he soñado con un ex-novio pendenciero que nunca me escuchaba, sólo quería metérmelo cuando a él le saliera del forro sin mediar romanticismo ni palabra. Ahora comprendo las virtudes lubricantes del galanteo.

Me siento compelido a escribir algo que valga la pena, algo que quite este dolor y adopto la forma íntima más despreciable que es la falsa exposición que provee el soporte del diario. ¿Por qué escribe usted, don Flebio? “Pues para que se me quiten las dolamas, negro”. Hoy leí que el presidente de la Wikipedia, quiero decir el que se inventó la idea, no es que esté en contra de la academia y los gremios sino que está harto de presentar credenciales. Entonces ideó una enciclopedia que se va renovando en la cultura free y en la que los que escribimos somos todos los que queramos. Esto lo ha hecho merecedor de un galardón auspiciado por las rémoras anarquistas de los Estados Unidos de América porque el promueve el libre acceso. Mis oídos no se han enterado.

“In the United States we don’t have a c riminal class except for Congress”, dijo Mark Twain el de Tom Sawyer.

El argumento de las primeras 50 páginas de la autobiografía de Soyinka, -se las recomiendo- es que fueron los nacionalistas independentistas y no los colonizadores ingleses los que más daño le hicieron a Nigeria. Si el imperio era terrible y sanguinario, qué lástima que los patriotas fueran más malos y que no acepten la culpa sólo los días festivos dedicados a los mártires. Entre los patriotas y Soyinka, estoy con Soyinka: su Premio Nobel como primer escritor africano y sus obras de teatro.

¿Cuáles son las consecuencias de presentarles a los demás resúmenes de las lecturas que uno hace? ¿De lo que uno escucha y hace?

La enfermedad me ha puesto frágil y quiero tocar la piel de alguien también frágil, no en el sentido erótico-pornográfico de la fragilidad que uno deshace cuando ha cogido duro -sin importar los nombres ni las moralizaciones sobre los orificios por los que se coge. Morder pliegos de carne bella suavemente. Debo aprovechar ahora, que no oigo.

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