Por Manuel Clavell Carrasquillo
Fuimos al pastizal y lo hicimos. Los filos de las hierbas me cortaron por aquí, debajo del codo, y la cicatriz la exhibo como trofeo. Sustituimos el miedo a las mangostas por la lujuria desatada. Hice que se tirara al piso, que estaba barroso y húmedo. De pronto lo miré fijamente. Comencé a notar -a pesar de la luz tenue que provenía de la Luna- que sus pecas me descontrolaban. También su pelo corto al rape militar pero rojizo. Todo eso me llevó a darle la orden: "Te me enfangas ahora". Ribeiro me obedeció. Su mirada reflejaba una pizca de asco y un montón de ganas. Quiso besarme antes de comenzar a desvestirse, pero no se lo permití. El alcohol ya me había hecho efecto. De mi boca no salieron más palabras pero lo marcaba con mis gestos. De un latigazo con mis ojos retorcidos en señal de poderes supremos lo vencí, y lo retiré de mi carne negra. Nada de besos ahora. El frío de la madrugada ni lo sentimos. Pero estaba presente. El calor provenía de adentro. Ribeiro empezó a desvestirse buscándome aún los labios. No cedí tan rápido. Lo empujaba contra el lodazal y los cáñamos. Calló de espaldas con el pantalón a la rodilla y la tela que le cubría el pecho musculoso desabotonada. Resultado: manchas horribles en toda la camisa blanca y un alarido placententero.