La hora del turbado: XXII Microrrelato Erótico Nuestra Señora de las Infidelidades


Por Paco Gerte
Especial para Estruendomudo

Sado, a quien llamaban El Griego precisamente porque era griego, era un empleado modelo. Eficiente, disciplinado, atento, el primero en llegar y el último en irse. En fin, una joya para la empresa. Pero Sado padecía de un problema, una situación embarazosa que hasta el momento no había embarazado, afortunadamente, a ninguna empleada: tenía una erección diaria. Firme, rotunda, contundente, la masa que tenía entre sus piernas se erguía una hora despues del almuerzo, exactamente a las dos de la tarde. La única forma de combatir al guerrero era, lo sabemos, acariciarlo para dominarlo; de modo que Sado llevaba su mano izquierda debajo del escritorio, bajaba su cremallera mientras fijaba la vista en la pantalla de la computadora simulando la atención extrema al trabajo que todos le reconocían, y comenzaba el asalto al monstruo. Con los años, Sado convirtió la masturbación diaria en la oficina en un arte, en una estética cotidiana que lo hacía sonreir cuando la humedad se convertía en torrente. Hasta aquella fatídica tarde de agosto.

 

El jefe lo llamó en un solo grito desde la puerta de su escritorio. ¡Sado! y Sado, justo en el momento en que comenzaba su tarea clandestina, dio un salto con esa inconsciencia del acto reflejo, ese en el que un par de segundos son vitales para no equivocarse. Allí estaba Sado de pie, con el voluminoso socotroco en su mano izquierda, frente a todos y todas que lo miraron brevemente azorados a la cara para inmediatamente fijar sus ojos, jefe incluido, en el gigantesco chipote. Como un relámpago, Sado recuperó los segundos perdidos, y con su mano derecha aplicó dos, tres, varias bofetadas en la cabeza del gigante mientras gritaba:

¡Que sea la última vez que te paras sin mi permiso!

El autor es un ex militante de los grafittis en los baños públicos.

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