Por Manuel Clavell Carrasquillo
[Publicado originalmente en la Revista Domingo del periódico El Nuevo Día]
¿Qué sería de la supuesta grandeza de la ciudad de San Juan -ombligo del mundo- sin esos ratitos gay, que muy bien pueden comenzar con un brunch “vegetariano” bufé en el Café Berlín del Viejo San Juan, a donde acuden algunos turistas homosexuales chic con sus laptops para comunicarse mientras alimentan la pupila y prueban platillos a base de salmón ahumado, alcaparras y tofú?
No mucho podría decirse de ese supuesto espíritu cosmopolita y tolerante de nuestro villorrio capital sin reconocer que la movida rosa podría continuar con unos 45 minutos de entrenamiento en el gimnasio, o una escapada vespertina hacia las playas de Condado u Ocean Park. En el gimnasio se pulen los bíceps que luego se van a mostrar en público en el mall y sus pasarelas, acentuados por el último modelo de Armani, Dolce & Gabbana o Zara. Allí se cruzan las miradas de la fauna masculina en plena faena de embellecimiento y vanidad, independientemente de las categorías de orientación sexual.
En la orilla del mar se tuestan los cuerpos masculinos exhibidos a la europea: sólo con bikini, gafas y bronceador. Nótese que en referencia a las democráticas playas sanjuaneras existen -para desgracia de los fundamentalistas puritanos- áreas delimitadas como zonas gay. Frente a los hotelitos Atlantic Beach y el Ocean Park Beach Inn, por ejemplo, se extienden sendas manchas de hombres en bikini que no tienen problemas con socializar con sus vecinos en bermudas straights, precisamente porque tanto al lado izquierdo como al derecho de la ruidosa masa queer lo que hay es gente igual de “civilizada”, “disfrutando sanamente y en familia”. En la poquita explanada de arena tapiada por los condominios no hay más remedio que bregar con el blending entre la humanidad de la “loquita” y la humanidad del “macharrán”. ¿Cuál de las dos vale más?
Pero esas categorías humanistas tan supuestamente distantes una de la otra se van difuminando en interacciones urbanas como las que ocurren los miércoles en la discoteca santurcina Eros The Club. Ésa es la noche en que la capital de la Isla del Encanto se da el lujo de que los ciudadanos “raros” bailen hasta las tantas el “peor” de los ritmos del pentagrama nacional: “Rácata”. ¿Qué pasa cuando hay dos hombres o dos mujeres bailando el obsceno reggaetón? Pues que las fronteras de los 500 y pico de años de estereotipos y relajitos crueles no aplican para entender los códigos de vestimenta menos gay que se hayan visto sobre la Tierra: no hay posibilidades de identificar la orientación sexual de los que se sacan las cejas, usan mahones abombachados hasta más no poder, camisetas distintivas de equipos de pelota, tenis blancas, gorras y cadenotas con medallas de San Judas Tadeo o el Arcángel San Miguel.
Esa noche, igual que la del carnaval “homosexual” que se improvisa todos los años para Halloween en la avenida Ponce de León, o el junte de un viernes cualquiera en pleno cruce de la avenida Eleonor Roosevelt y la calle 12 de octubre, nadie sabe quién es quién. Entonces, se instalan las vallas policíacas y tiemblan las organizaciones moralistas ante el supuesto fraude que supone que un hombre se vista de mujer, que una mujer se vista de hombre o que un transexual se enamore del ser que más le guste a él. Tiemblan ante la posibilidad de que un rapero homosexual de Villa Carolina tenga una conversación en El Paraíso con un rapero straight de Villa España, porque eso no puede ser: el straight se va a “contaminar”, se va a “partir” o se va cambiar “pal otro lao”. Tiemblan porque censuran que una mujer lesbiana de Levittown tenga un affair con una chica femme en Cups. Tiemblan porque los ciudadanos de carne y hueso les han cambiado los muñequitos de lo que significa ser “puritita” hembra o varón de “inamovibles” cromosomas XY: Puerto Rico hace tiempo que explora alternativas de género más allá de las que diseñó Mattel para Barbie y para Ken.
Otra ciudad de San Juan, que no aparece en la prensa -ni contextualizada, ni en macro, ni en la justa perspectiva de su potencial- se construye ante la vista de todos, no al margen, como pretenden algunos, sino en pleno centro de la geografía municipal. Contacto, contacto, contacto, pide a gritos el rapero Yaviah, y contacto es lo que hay en cada salón de belleza sanjuanero en el que un “amanerado” pone bellas a nuestras mujeres: el “tesoro nacional”, según la orquesta PVC. Contacto hay en el San Juan Fashion Week entre la “alta sociedad” y sus modistos, entre el wedding planner y los novios, en el Festival de Cine Gay de Ballajá. Contacto underground en el paseo de los enamorados de Puerta de Tierra, entre los homosexuales dominicanos y boricuas que bailan merengue y bachata en Junior’s Bar. Contacto en las escuelas intermedias entre “el patito del salón” y los “machitos abusadores”, entre él y las nenas, entre él y sus vecinitos, que algún día serán papás de más hombres y mujeres diferentes como él.
Otra ciudad de San Juan, que no es precisamente la soñada por el triunvirato Rashcke-Arzobispo-Acevedovilá, queda habitada por un número indeterminado de ciudadanos de “segunda clase” que votan cada cuatro años y consumen todos los días reclamando esos ratitos gay que en precario o en abundancia -depende del mood y el escándalo- le roban a la “verdadera” ciudad. Préstamos hipotecarios firmados por parejas del mismo sexo, llantos en la Puerto Rico Memorial por el compañero amado que ha muerto, comedias de enredos en el Centro de Bellas Artes, jangueos a pie por la ruta del ligue en la avenida Ashford y mucho miedo de declararse como se es en una solicitud de empleo de la Guardia Municipal van determinando los roces, las miradas, las palabras y la relación con los demás objetos y los demás humanos de un sanjuanero homosexual.
¿Qué sería sin ellos la supuesta grandeza de la tolerante y cosmopolita aldea, que tanto se jacta de ser tan hombruna antes de presentarse al resto del globo y anunciar con orgullo homofóbico: “Pueblos del mundo, soy hetero-toda y me llamo San Juan?”.