Por Ana María Fuster-Lavín
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Miré cada gota de sudor rosado en mi vientre dudando que fuese mía. Erotizar mis sentidos siempre le pareció confuso, por eso ella sólo reía cuando yo reía, o lloraba sólo sobre mí. Esta dependencia surgió desde que me encontré aquel gran espejo en el basurero tras el Hotel Miramar, lo coloqué como dosel sobre la cama y los cielos nos revelaron un nuevo mundo horizontal. Uno siempre puede ser su mejor amante, le dije y ambas nos reímos. Creo que mis locuras le divertían.
El sudor puede cambiar de color en los momentos menos oportunos, ahora va enrojeciéndose más bien purpureando, quizás coagulando nuestros cuerpos, pero me preocupa eso, sino su ausencia y esos fragmentos de recuerdos sobre la cama. Los cementerios están llenos de malos amantes, había dicho una amiga antes de matar a su novio y dejar frío su lado de la almohada.
Nuestro sexo duraba toda la noche, porque al dormir desnudas siempre sentía su calor y humedad en mis muslos un vaivén que terminaba con el despertador y un bello cuerpo de mujer bajo el espejo. ¿Sería por la música de la vellonera que nos arrullaba las madrugadas?
Sigo sudando, pero ella no está. No creo que el hecho de que ambas fuéramos mujeres le preocupara, era la primera vez para las dos. Acepto que el espejo ayudó. Anoche antes de que hiciéramos el amor como dos lobas, sí nos dimos cuenta de que las cadenas que aguantaban el cristal rechinaban, pero el deseo pudo más que nuestra preocupación. Debí repararlo de inmediato, cómo pensarlo mientras sus dedos penetraban mi laberinto, si al lamer sus pezones podía encontrar la fuente de la energía universal, sus manos en mí, las mías ya penetraban en sus orgasmos luego de lactar su guarida, abrazándonos acompasadamente en el roce de nuestras oscuridades gimiendo bajo el reflejo clandestino. Hasta quedar rendidas boca a boca y sueño a sueño.
Ahora, el sudor aumenta y se hace espeso así como la mañana. No la veo, ¿se habrá desprendido de mí?, nunca estuve ajena a que ella fuese sólo un espejismo en mi vida, pero ahora el espejo roto desgarrando mi cuerpo, me quedé sola sin reflejo, pronto exangüe y sin ella, ni mi reflejo.
Ilustración: "Venus y Cupido" de Artemisia Gentileschi (italiana, 1593-1652/3)