De la Redacción de Estruendomudo
Una copia del parte de prensa que enviaron a La Gaceta de La Habana se coló por debajo de la puerta. El Marine la arrastró hasta allí con la punta del pie desde la cocina y, llena de grasa, le llegó al destinatario; un filipino sobreviviente de la guerra del 98 que discurría plácidamente por la Bahía de San Juan en la lancha de Cataño. Josefina lo vio. Observaba desde lejos cómo extraía del maletín de los recuerdos ese papel manchado y viejo, oloroso a pachulí y a sándalo. Trató de disimular, porque sabía que el filipino era vengativo y que siempre portaba un arma.
La otra noche me trajo en brazos hasta la puerta, no sé, sería un arrebato de hombría de esos que les da después de par de palos y haberse bebido hasta las lágrimas de la madrugada. Pero pronto me soltó como si fuera un saco. Por supuesto que no se dio cuenta y que yo disimulé, porque a esas horas y en esas condiciones no estaba esta chatita para escenas. Marta llamó por la mañana. Sabía que era ella pero no contesté; no se merece mi palabra. Que conteste él, si puede, me dije; de los dos es él el que le debe.
Las lealtades de partido no fueron invocadas en el momento de la separación. Los niños fueron divididos entre zurdos y derechos. Subieron al tren. Viajaron. Al desembarcar, la funcionaria los llamó por apellidos. Almerba, presente. Awego, presente. Aconi, presente. Como hacía frío, no se percató del error en el orden vocálico, por lo que los tres amigos tuvieron la suerte de quedarse juntos. Nadie los delató, aunque los Nwulop siempre lo supieron.
Raro ejemplar traes del agua, dijo Joel en éxtasis estético, mientras Raúl trataba de no perder la compostura frente al castor que apaciguaba.