Fragmento del cuento “Los hijos de Sergio Medina”. Escribe José Liboy Erba

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Escribe José Liboy Erba

Muchos años después de su oscuro nacimiento, Sergio Medina escucharía una tonada de salsa que le traería la falsa reminiscencia de una pareja que bailaba en las calles de la ciudad en la que aparentemente había nacido. Sus padres actuales eran un contable y una dietista. Ella lo había tenido del tanque en una resaca de niños sin padres. Heredaban no solamente al bebé, sino las enfermedades de los padres. Medina, pensando en padres desconocidos, miraba en la distancia la hecatombe de aquella ciudad en la que no había podido nacer. De las canciones de salsa que le llegaban de allá, de las letras que escuchaba, no le quedaban sino unos vagos recuerdos, cuando por fin tuvo tiempo para pensar que no estaba con sus padres naturales. La imagen de unos bailadores le llegaba insistentemente, pero ni de ello podía apercibirse ahora. Cuando fue a la universidad, tuvo que donar un hijo. Las muchachas con las que habría podido salir, si no se le hubieran requerido esas células, ahora lo consideraban un pobre miserable que no podía hacer nada para impedir que le pidieran hijos.

Se le encargaba ahora bregar con un lote de células de hijos, que como él no tenían padres. No había encontrado candidatas idóneas. Las familias pudientes que trataban de esconder sus embriones ya habían desaparecido también. Recordaba haber leído una novela sobre la herencia de unos niños alemanes que el Tercer Reich le dejaba al mundo. Estaba leyendo esa novela sin saber que él mismo era una herencia, sólo que sin padres. La canción de salsa le llegaba a los oídos limpiamente. Los cencerros y los timbales resonaban en su cabeza. Una descarga de piano que siempre le confiaban a un tal Palmieri, lo hacía pensar que hasta en la música hay una persona que se faja mientras los demás no hacen nada. Pensando en esto, se trepó en el carro de sus padres de crianza y decidió ir a vender algunos anuncios. Su padre de crianza lo había anunciado para los veinte años. Ya en este mundo, los que se iban a casar no conocían familias de muchachas. Todo se hacía estadísticamente. Seguir hilando palabras, que después no quedaban en nada. Pensar en el cabello rubio de los personajes de las novelas de espionaje que le había dejado su papá de crianza, ahora recientemente fallecido. Trató de imaginar una carrera de caballos, algo que lo sacara del ensimismamiento. Algo que aunque fuera un libro le llamara la atención, pero ni modo.

Para escapar del terrible calor tropical y del teclado de la computadora en la que escribía su historia, pensó ir a la librería. Pero ya los libros no le decían nada. Su hermano le regaló una tarjeta para celebrar que era padre, aunque su hijo había nacido del tanque también, aunque él quisiera ser un padre que no olvidaba a su hijo. La verdad es que ni con el hijo vivía. Las mujeres estaban tan acostumbradas a parir esos hijos anónimos, que el hecho de que un padre fuera la excepción, no le permitía a nuestro amigo cambiar el signo de los tiempos. Así que entes de ir a la librería, fue a la universidad y encontró que la librería de la institución, en la que compraba libros baratos, ya no estaba abierta y que el periódico de izquierdas que de cuando en vez auscultaba, estaba por cerrar por falta de lectores. Un comienzo de vanidad le hacía pensar que podía, si quería, publicar sus cuentos. Pero a nadie le interesaba realmente la historia de un embrión perdido como él. Pensó, como es de esperar, que su padre de crianza lo había sido todo en la vida y que ya no le quedaba un sitio a donde ir, ni una meseta a la que subirse, ni una fonda en la que pudiera comer siquiera una comida caliente.

Recordaba ahora a la muchacha estéril que le había pedido el bebé de regalo. Era una mujer bonita a la que él fue a ver como si le celebrara un cumpleaños. No es que quisiera salir del bebé, pues le encantaban, pero quería hacerle ese regalo a la muchacha impedida. Recordaba que ella estaba de lo más contenta y con la esperanza de ser madre, aunque le decía para disimular el traspaso, que en realidad se quería casar con él. Sergio sabía que ella no quería casarse realmente, sino que estaba esperando el regalito de la célula. ¿Era esto una recesión? ¿Por qué, si él mismo era un embrión descartado, había tenido que encargarse del nacimiento de su hijo, igualmente descartado por la mujer que estaba con él? Pensaba en esas mujeres de Nueva York que no sueltan prenda nunca y que le dejaban esos huevos en la isla para que se defendiera. Especialmente en esta última década, las muchachas de Nueva York habían tapado el banco de tantos hijos que habían dejado sin nacer.

El lote de células había crecido muchísimo desde entonces y había que liquidar el banco injertando algunas células. El problema eran las candidatas que no era tan fácil conseguir, sobre todo porque los padres no se ocupaban de que nacieran sus hijos como debía ser. Estaba leyendo ahora una novela donde la protagonista hablaba de los sombreros que tenían que conseguir los padres cuando se casaban con una muchacha pobre, pero apenas le quedaba memoria de esa novela. Así que ahora estaba por emborracharse en alguna barra de ciudad, porque el trabajo que le tocaba era harto impopular. Tener que ponerse a conseguir padres era la peor encomienda. Llamó por teléfono a un muchacho que también era un embrión descartado, aunque no era tan infeliz como él.

El muchacho le dijo que fuera a buscarlo a su casa, pues pensaba aliviarle la tarea llevándolo a una feria. Especie de circo itinerante y feria, guardaba algunas monstruosidades biológicas. El muchacho descartado lo llevaba para que se diera cuenta de que por lo menos no eran personas deformes. Le hacía ver que pensar en la legitimidad de su ascendecia era como pensar en el oro de una pulsera de reloj. Poco importaba que una madre desfavorecida lo hubiera dado a luz. Lo que importaba era el amor que le pudieran dar los padres escogidos. Pero Sergio tenía esa estúpida reminiscencia de una pareja de bailadores, y al parecer, como estaba empeñado en visitar la ciudad de Nueva York, donde se había obtenido la cepa que le había dado la vida, el muchacho que era como él nada había podido hacer para sacarlo de esa nostalgia falsa.

Falsa porque a Nueva York no había ido nunca. ¿Cómo podía recordar unos padres con los que nunca había estado? ¿Cómo imaginaba una pareja de bailadores que se querían, pero que no podrían estar toda la vida juntos? Y ahora que había tenido que donar un hijo él mismo, se le acrecentaba esa idea. Esto ya estaba quedando como un viejo cuento de los de su país. Un poco agobiado por el peso del calor, y sin maña de hacer mejor, le invitó una cerveza a su amigo. Pasearon por la feria un buen rato y no encontraron nada feo. Se lo habían llevado todo para otra parte. No había nada feo que ver, así que viraron sobre sus talones. Tamaño trabajo le esperaba ahora, que tenían que visitar varias parejas sin hijos. Ya no era lo mismo que celebrarle una fiesta de cumpleaños a una muchacha bonita, aunque desfavorecida.

El tierno riel de la vida que a todos nos acoje, se lo llevó de la feria ese día porque tenía mucho trabajo que hacer. Ya para empezar, vio en la portada del periódico que iba a cerrar, una pareja que pedía cien mil dólares por dar a su bebé. Ella era como una maestrita del sistema público, y él aunque había sido campeón de natación, estaba ahora con una venerable barba blanca. Recordaba que él no le había cobrado nada a la muchacha que tuvo a su hijo, por el hecho de no ser únicamente un embrión descartado el que le regalaba, sino por el hecho de que tuviera un defecto en la mano que le impedía, como los otros, vender a sus hijos. Eso pensaba este señor, cuando una nueva pareja se les apareció. Ella estaba con medicamentos porque no quería tener hijos con defectos y prefería pagarle a la pareja del nadador y la maestrita. Pero no podía pagar cien mil dólares, así que estaba con medicamentos. El cuento perfecto que pensaba escribir Sergio, no podía hacerlo ahora. Nada encajaba bien, todo se iba por la borda, con recuerdos y todo. Pensó en los cuentos imperfectos que había visto publicados en una revista de Carolina, pero ni modo. ¿Cómo convencer a la pareja de que tuviera uno de los embriones sobrantes? El plan médico podía proveer la cepa, y ellos serían como sus padres, que tendrían un hijo que aunque imperfecto, no sería mala persona y quizá hasta le iría bien en la escuela.

Como estaba en la casa con su madre, ahora que su papá de crianza había fallecido, ella le dijo que rebuscara entre los libros viejos de su papá para ver si podía aprender nociones de economía. Con su mamá, vendía paraguas y calendarios, y todo el mundo lo conocía como una persona que iba a ser escritor, pero que por haber tenido que donar un hijo, se habían tenido que retirar de la literatura, pues la gente literaria al parecer no creía en eso. Encontró entre los libros que había leído en la adolescencia, cuando pensaba en sus padres verdaderos, los bailadores, el famoso libro de la herencia del Tercer Reich. Las pájinas ya ajadas por los años, y la sensación de que la ilusión no era la misma, ahora que sabía que la pareja de bailadores en la que pensaba era una reminiscencia de su familia original. Pero ahora ni por nada del mundo estaría con esa gente de Nueva York. La sola idea de tener que bregar con una madre orgullosa que no lo aceptaba lo tenía lejos de buscar la verdad. La novelita de espías de su papá, aunque ya leída y masticada en otros tiempos, le trajo dulces recuerdos de cuando pensaba convertirse en un intelectual, antes de que le pidieran el bebé en la universidad. Había sido bueno querer ser intelectual, es decir, todo el mundo debe soñar con ser inteligente y tener un trabajo inteligente. Volvió a repasar las páginas de la novela. En el primer capítulo, un submarino alemán que iba a llevar la herencia nazi perfecta por todas partes, con fuertes y rollizas enfermeras. Pensaba que él no podía ser personaje de una novela de personajes perfectos, y pensaba que el chicle no le daba para mascar el tiempo de leerla otra vez.

No obstante todo esto, pensó en el recuerdo de las novelas de espionaje, Hay quien imagina que los cuentos se recuerdan mejor cuando no se tienen a la mano, que tener de nuevo el cuento y volverlo a leer no tiene gracia. La literatura que leíamos cuando éramos adolescentes, ya se quedan pequeños como las casas de las abuelas que visitamos en la isla. Ahora que todo le parece postizo, padres y relaciones, aunque no sea cierto, pues esas novelas o los recuerdos de esas novelas de espías son como la pareja de bailadores. Es verdad que le gustaron las novelas sobre la herencia alemana perfecta, pero no pensaría ni aunque fuera perfecto, ser una herencia metida en un submarino. Ahora estaba leyando una nueva novela sobre nazis escapados. El tenderete de libros del Centro Comercial ya no estaba y allí habían leyendo Mi Lucha, de Adolf Hitler.

Segundo sobresalto. Otro capítulo de la novela “Hardboiled se llama el género”, de Juan Carlos Quiñones

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Escribe Juan Carlos Quiñones

El hombre mira hacia abajo, hacia las rayas de su mano izquierda, como se mira hacia el horizonte lejano. Un mándala destruido, hecho de arenas de colores que el viento voló dejando rastros a descifrar, su mano. Izquierda. Tres rayas, tres navajazos trazos que se cruzan. Esas marcas, intrauterinas, elucubran una historia. Y este hombre es todo historia. Allá, en ese horizonte lejano donde se cruzan las líneas, está oculto lo que se busca, lo que ruega ser revelado. Buscando la historia que le pertenecería (¿el final de la historia que le pertenecería?) él descubre que todos los caminos hoy conducen a Roma. ¿Eran igual ayer? ¿Las rayas? ¿Un destino que se tuerce? ¿O sigue igual? ¿Cómo saberlo? Anoche llovía. ¿Hay una gota de lluvia en esa mano? ¿Hay una noche escondida en los surcos de esa mano?

Flash, y es anoche.

Esa mano, ayudada por la otra, la del otro lado del mundo (otro horizonte, otra historia que contar) aprieta el cuello de un cisne. Eso es lo que dicen las líneas de esas manos.

Drip. Una gota. Esta es roja. Como un peluche. Como un cierto peluche perdido, encontrado, reencontrado.

Zoom a los ojos. Grandes. Grandes. Abiertos como galaxias inmensas. Los ojos son espejos del alma, y eso es un clisé. No es tan clisé que ocultan y revelan gotas, son la lluvia del alma, y son capaces de reflejar la atrocidad y llorarla. ¿De quién son estos ojos que miran con tanto empeño esa mano-horizonte-destino de sí y de otros? ¿Soreno? ¿Quiñones? ¿Hay diferencia? Hay que preguntarle a aquel, aquel que le habla a Galliano, aquel que Galliano convoca como un talismán de aire en sus momentos de zozobra. Ese viaje se hará. Quiñones irá. Pero no hoy.

Cualquier noche. La noche de la atrocidad o la noche del descubrimiento posterior de la atrocidad o aun la noche de la resolución terrible de la atrocidad. En esas mil noches más una, en todas ellas, llueve. En una de ellas se oculta Adelaida y en Adelaida se oculta su peluche y en el peluche se oculta un secreto que esta escritura intenta descifrar. Por ahora, baste con escribir que esos ojos repletos de agua y de asombro reflejan a Adelaida, que está muerta. ¿Qué mano la zozobró? De eso se trata. Si sabemos, si podemos saber que en su mano derecha, ya tiesa, se oculta un peluche como un pajarito cobijado en su nido. Esta imagen es tierna. El cuerpo malogrado de Adelaida no lo es. Por eso la grandeza de aquellos ojos.

Zoom.

Un camaleón al asecho de Galliano o aquí el reptador es otro. La Ponka asesina capítulo 4.

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Escribe Manuel Clavell Carrasquillo
Especial para Estruendomudo

I’m a man with conviction
I’m a man who doesn’t know
How to sell a contradiction
You come and go
You come and go

-Karma Chameleon, Boy George

Será esto la eternidad
que aún estamos como estábamos.

-Gabriela Mistral, 1948.

Tras el estremecimiento de la última fibra cardiaca que te causó la mirada de la Ponka, te hiciste el loco –!qué mal te iba, macho!-, fuiste dejando el bailoteo con disimulo y te acomodaste subrepticiamente, como reptil burdo con sorpresivo ataque de cortesía, recostado contra una columna. Ya posicionado como estatua barroca, específicamente como el Cristo del Expolio, empezaste a trabajar con tus complejos y tus dudas. ¿Estará pidiendo cacao el chamaquito este?

Bailar con él después de la señal que te hizo con los ojos, pegártele con malicia y bellaquera, posiblemente no sería percibido por el resto de la concurrencia. Entonces, Gallianito, ¿qué te pasaba? ¿Por qué la retraída?

Es posible que la droga no te permita recordar el titubeo, los movimientos peristálticos acelerados repentinos y el toqueteo directo imposible de tus partes (te lo impedía el pantalón del traje y el algodón del boxer) para avisarle desde lejos que no te estabas rajando, sino que posponías.

Tuviste ganas de ver su respuesta después que te agarraras. Querías comértelo allí mismo, a base de su respuesta al capeo, y de explorar la forma dura de su culo bello rozándole la tela de los mahones negros con tus manos abiertas, luego flexionadas como garras en gesto de sujetar la presa sin joderla, pero en el ínterin hubo una comunicación de pudor en tu cerebro pedófilo que no quiso que lo hicieras.

A tu lado, un moro acicalado en sus cuarenta, supuestamente demasiado viejo para ese trote chic discotequero, encendió un Djarum Black. Le pediste uno, te contestó que sí con acento palestino, que no había problem. Muy agradecido, volviste a tu faena pero echando bocanadas sensuales al ritmo de la música. La Ponka lo notó enseguida y siguió bailándote directamente, como si lo acompañaras en medio de la pista; sin bajar la guardia nunca.

Paja primera

Imaginaste que te arrodillabas frente a él y que él se lo sacaba para que tú se lo mordieras suavecito (flácido) y después se lo mamaras rápido (casi erecto). Alguien tropezó contigo mientras te hacías el cerebrito con el nene y te pidió disculpas. “Thats ok, thats ok man”. Regresaste a la escena de la plegaria y te detuviste a mirarle la cara a pesar de la semipenumbra láser. Tenía la misma cara de nena que tenía la cabrona puta de Adelaida cuando la contrataste por primera vez en un callejón oscuro sanjuanero hace par de años, al hacer el semestre de intercambio. Los mismos labios finitos (lo único que estos tenían piercing), los mismos ojos achinados, las mismas pestañotas góticas. La piel (carajo, condenao, lo distinguías todo aún con el salami cento in bocca) era la misma que tenía Adelaida. Ni un solo poro brotado, ni un solo barrito, ni un solo trazo marcado en la mejilla izquierda, ni en su complementaria comisura hambrienta, del último lechazo. Ojeras: muchas. Ésas sí que siempre los delataban, y más si se las pintaban; aplicándoles más polvillos grises.

La música trataba de jalarte de vuelta a la realidad progreinternacional del Gay Palace, pero tú insistías en venirte a la manera New Age. Jalaste a la Ponca por un brazo haciendo una fuerza anormal y ello provocó que se le rompiera la camiseta cuello uve Calvin, con apariencia de baratija blanca y requeterrepuesta. En tu delirio y arrebato bellacoso, el DJ puertorro (tenía que ser mamalón, gordo y bastante pato) puso reggeatón allí y tú -a las órdenes del jefe Yankee- te lo llevaste al baño. La multitud se dio cuenta del rapto, hubo ayes y murmullos en tono chismoso, hasta tipos escandalizados falsamente con el sonsonete de La Gasolina. El colectivo agitado por el teguístico “pónmela en la bémbola” que vino luego se fijó primero en los tatuajes de pájaros del paraíso que tenía la Ponka gravados en el pecho delicado. Tú también te fijaste. Decidiste suspender por el momento el ensalivado viaje al baño y proceder a lamerle cada bicepcito flaco como si no hubiese mañana. Olía a Channel 19. Él cayó de bruces debido a tu violencia y extendió el brazo en “vogue motion”, bien maricona ella, casi como en un trance de ballet ruso, derecho hacia tu boca. Te dio un puño ralo, como si tuviese puesto un guante de terciopelo color plata, que duró un milenio, y tú se lo devolviste con tu lengua astuta, lamiéndoles los pelitos de la axila sudada, pero con un olorcillo tenue a fragancia de nena, mientras tragabas hilitos calientes de tu propia sangre perfumada.

¿Era él o era Adelaida la que aullaba de placer mientras los otros, haciendo un círculo de solidaridad ruidosa a su alrededor (hubo órdenes, peticiones y gemidos fuera de lugar; fastidiosos) suplicaban por la consumación orgiástica? Ahí fue que te pujilatiaste por el clamor general de carne contra carne en salsa de Vodka Tonic y poppers, y que se te puso con la uña del índice izquierdo el crystal dust en las entradas de los rotos de las naricitas tembluzcas al pensar en el efecto que tendría sobre los tuyos gibralteños el contacto de la pantalla de metal que le traspasaba a la Ponka la bembita de abajo.

La dificultad de salir de la incertidumbre del sabor y la huella rusty del tacto de la argolla fría llena de bacterias alargaron tu viaje. Mientras tanto, uno de los osos peludos con camisas lumberjack que estaban en el foro habló por boca de uno de los sadomasoquistas con chalequitos de cuero y declaró abierto el concurso: “Señores del cenáculo, a coger y a mamar que el mundo se va a acabar”, dijo. La Ponka se viró y te puso las nalgas prensadas en la cara. Disfrutaste de que te mangaran en vivo en esa posición sumisa. Pasó un segundo, y se separó para que le pidieras más y pudiera asegurarse de tu empalme. Al verte, te diste cuenta de que se había rapado el pelo con “la cero” y que, además de a la putonga cabrona de Adelaida, se te parecía a Sinead O’Connor; pero un tanto más firme.

“Mal te veo, Gallianito. Mal te veo”, te dije en un arrebato de cólera verídico cuando llegué hasta la columna salvadora después de que me solicitaras el enésimo rescate. Querías que te insuflara el valor necesario para despertar de “la pálida” pajera sin tenerte que echar agua fría, volver de inmediato a la pista original y hacerle un avance superserio a la Ponka Asesina.
Paja segunda

(To be continued!)

Tú me complicas la cosa: “Hardboiled se llama el género” Cap. 3 Otra Novela en cantos por Juan Carlos Quiñones

wallenda
Escribe Juan Carlos Quiñones
Especial para Estruendomudo

Primer sobresalto

Tú me complicas la cosa. Yo no quería nada más que ser parte de lo indistinto. Ahora tú y yo buscamos a Galliano. Ahora yo y yo buscamos la muerte de Adelaida. ¡Qué cosa! Yo no quería buscar a nadie y ahora busco a dos y tú hablando y hablando. Escribiendo y escribiendo. Ahora yo no sé cómo moverme. A ver. Ahora yo recojo un papel del suelo, cualquier papel pero este, sólo este de entre cualquiera, y ya te amo y digo fuck, si ya la película estaba truqueada de antemano.

Yo soy un personaje.

Ese otro trama otra trama. El se inmiscuye, el escribe mejor que el que me escribe, y hasta habría un miedo de que su historia te atraiga, te seduzca a ti, y entonces yo tendría aquello que los mezquinos llaman la paz. Pero mira esto. Mira, lee, haz con tus ojos lo que haces con tus ojos si llegaste hasta aquí. Ahora Galliano. ¿De dónde carajo ha salido este personaje? Alguien lo busca, alguien lo llama desde el vacío de la página y ya se jodió, porque ya es un Karl Wallenda cualquiera, ya camina fino entre una historia y otra peor. Yo estoy buscando esto que busco. Es posible que ese que escribe a Galliano me ayude en mi búsqueda. Una voz, una persona de palabra lo busca a él. Yo estoy en la calle, salido de ese lugar que saben. Será un cuarto. Será una llamada telefónica. Será la vida. Voy. Yo soy un vulgar hijodelagranputa. Todo el mundo lo sabe. Voy.

En celebración del aniversario del Estado Libre Asociado de Puerto Rico

puerto rico 

 

¿Pero cómo yo pude vivir aquí? ¿Qué línea
sedentaria y monótona pudo tirar mi vida;
y cómo en esta aldea chata, feroz y esquiva,
pudo nacer la rosa triste de mi poesía?

-Luis Palés Matos, “Voz de lo sedentario y lo monótono”.

 

SEA LA MADRE DEL ELA, CON LA VENIA DE DONA INES.

Ultima hora: Publican cuento “La mara de los She-Males” en revista cibernética Derivas Edición Pulp

woodf
Por la Redacción de Estruendomudo

Al julepe literario de los pasados días, se suma un texto mío sometido hace unos meses a la convocatoria de literatura Pulp -editada por José Borges- de la revista cibernética Derivas.

Espero que lo disfruten y también pasen a leer los de los compañeros Luis Othoniel, Elidio La Torre Lagares y compañía. Besos negros hasta el amanecer frente a la playa estadolibreasociada que es el 25 de julio para cada puertorriqueño rampletero y panzón. Salud!

Pulse aquí para leer “La mara de los She-Males” en www.derivas.net

“La ponka asesina”. Capítulo 3: Primera mirada

japonesita de Galliano

Escribe Manuel Clavell Carrasquillo

Se me ha ido
de las manos
algo trágico

e inocente

Nadie cubrió mis heridas
y lo mágico se convirtió en

vano

-La Ley, “Libertad”

Ojos serenos, mano reposada,
y jugando a ser triste sin tristeza.

-Luis Palés Matos, “Para lo eterno”

El animal no ama: no está en su diseño la cualidad del amor. El animal se esconde, atosiga, entrampa cuando puede, pero no puede amar. No es su cualidad amar; no es su designio.

-Juan Carlos Quiñones, “Dos pecados”

¿Cuánto espacio más quiero ocupar?
Dulce tentación de dejarlo todo…

-Café Tacvba

La depresión te cuarteaba los huesos en pequeñas láminas de plástico y te ungía los dientes con hiel maldita. Escuchabas un disco de Hendrix y otro de Beto Cuevas en replay permanente hace ya dos días, encerrado con ácido de batería en el estómago, callos jodones en los dedos gordos de los pies, musarañas en el cerebro y entonces qué, ¿qué de qué?, ¿qué carajos? No tenías más remedio que llamarme, Gallianito de mi corazón de embuste hologramático, para que viniera en tu auxilio (mutuo, según tú, seguro) y te hiciera compañía en la penumbra de tu lujuria trastornada en depre, porque no tenías “a nadie a quién culpar” por la derrota y las heridas del amor, ni mucho menos “a quiénes perdonarles las culpas”.

Hice acto de presencia en tu cuarto de hotel arrastrado por las muelas de atrás, porque no me quedaba otra, y, enseguida, al verme vestido de marinerito sobre cubierta, con mi trajecito azul y blanco Gaulterio preferido, bien pegado al cuerpo de dragón de fuego a la Potter que me diste, dictaste el Reglamento:

Artículo uno

Dior Mío, amigo imaginario salido de mi pozo séptico titubioso (yo invertido, copia exacta de esa gran gota de lluvia psiquiátrica; por eso lapachero neurotransmisor en el mangle interno), vivirá por mí cada peso y cada arrastre. Cargará sobre sus viejos hombros lo peor de mis relaciones truncas y mis anhelos mohosos. Se hará cargo de errores. Vomitará cada cerveza que me beba al ritmo de lounge, sentado en butaquitas con esqueleto de cromio forrado con cuero marroquí frente a las barras, hasta vaciarme de recuerdos sucios tras reminiscencias etílicas en los urinales de los baños, en la parte densa de los pastizales recónditos, en los cuartos oscuros de las casas abandonadas a la oscuridad frente a la playa. Tendrá que hincarse.

Artículo dos

Manejará las crisis que yo no pueda. Todas, si es posible. Se vengará de las palabras que vengan como dardos, de los malos reflejos de los arquetipos, del absoluto desconocimiento de mi ser y el quién seré, será. Lema: “Esta vez vengo buscando el corazón / esta vez lo intentaré otra vez”. Objetivo: compensación y resarcimiento.

Artículo tres

Tendrá derecho a protestar, pero no voto.

Artículo cuatro

Se reportará únicamente a esta Fiscalía General de la Nación protegida con cámaras vigilantes las 24 horas que es mi consciencia de abogado nice and proper. Y eso es todo por ahora.

Análisis clínico, cabe:

Condenao, ¿conque no te acuerdas de lo que pasó?

Mucho antes de borrar la cinta, estuviste ocupado con el caso de las detenciones arbitrarias de barcos con mercancía original de Carolina Horrera (CH) en varias de las exclusas del tramo Río Negro-Danubio, la autopista “natural” que conecta los navíos que zarpan de América con la Europa del Este. La doña quería declarar la primavera en pleno invierno húngaro al inaugurar en Budapest la nueva boutique de su emporio fashion.

Tuviste que visitar oficinitas trepadas en zancos metálicos sobre los ríos y las rías para entrevistarte con oficiales de segunda que exigían un aumento en su comisión de los sobornos. Exacto, vestido como el más fino de los litigantes de la jurisdicción marítima en el orbe, ni siquiera intentaste razonar con los gendarmes portuarios. Los macharranes te ofrecían todo tipo de bebidas calientes para que se te escapara el frío por los poros, pero tú hacías gestos de negativa y no les reías las gracias. Inclusive, se escucharon en las villas obreras destartaladas de la ribera contigua par de insultos tuyos. Aunque no lo creas, eso me gustó, por un momento fuiste tú sin miedos, y aplaudí un poquito cuando lograste torcerles los brazos y salir con la ganancia: aceptarías el aumento tarifario a cambio de menos inspecciones sorpresa y menos incautaciones de cajas por los pejes sindicales que comandaban a los estibadores. Eximirían de los rayos X a la flotilla con bandera venezolana de CH.

Retazos de la orgía

1.
No fue hara-kiri.
A veces se interpone el corazón confuso
entre puño y cerebro. El agresor
se hiere y expone las entrañas.
La intención, sin embargo,
es homicida.

-Hjalmar Flax, “Serie necrófila”.

Usaste el I-Phone por vez última en el taxi que te llevó del control del puerto de Rotterdam hasta el hotelito de diseño cuatro estrellas para comunicarte con las centrales del bufete y dar las buenas nuevas. Luz verde para la pautada llegada de “la mercancía” a su destino. Abriste la puerta de la habitación y colgaste el traje Tom Fordis en la percha mientras te desanudabas la corbata, los zapatos y así, inclinado de medio ganchete, le echabas desde aquella bajura media un vistazo a la decoración del sitio. Maldijiste la hora en que dijiste que sí a la Habitación Blanca Murakami, porque ahora te parecían espantosos los detalles de encaje en colores pastel con forma libre de telas de arañas peludas que hacían el contraste con el fondo perla pálido de las paredes empapeladas. Ya descalzo y desabrochado, caminaste hasta el mini-bar y te serviste un Cosmopolitan. Te sentaste en el sofacito de piel nívea, encendiste la pipa de agua paqueada con hachís y pensaste en el plan maestro para la tercera venida literaria de la noche celebratoria que, para ti, Gallianito estúpido, es sinónimo de depravada.

Te habías citado en el Gay Palace de la calle Schiedamsesingel 139 con tu colega traquetero, el flaco portugués que también te acompañó a jugar fútbol durante aquellos tres meses eternos en que fueron amantes a lo loco, y una de sus muchas conexiones transtráfalas. Invadiste sus cuatro pisos llenos de árabes, skinheads y ponkas con un guille cabrón, proporcional a tu victoria estilo serie de HBO Mandrake, y pediste de inmediato el segundo Cosmo de la noche. El líquido te ayudaría a marinar el taco pulverizado de crystal dust que se te alojó en la garganta y te haría el favor de borrar de la memoria la indomable pinga portuguesa.

Las lucecitas de tu infierno predilecto rebotaban contra tus retinas como rayos láser anunciantes de ceremonia tribal en pleno capitalismo tardío y el tecno te iba soltando los músculos hasta empujarte a la chicanimalidad ansiada provista por la danza colectiva en momentos de tribulación apocalíptica, tal y como lo viste en The Matrix Revolutions. En ese momento, decidiste exhibir en la pista tu cuerpazo de gimnasio ataviado con un mahón gris oscuro YSL que apretaba tus veintinueve de cintura hasta marcarte las nalgas y una camiseta Pradat negra, de cuello V, ceñida, que hacía que tus pectorales de modelo estándar resaltaran.

Brincaste hasta el techo sin tocarlo y te moviste como un mono prieto amenazado por los cazadores en la selva. Simulaste la configuración de formas geométricas en al aire con tus brazos y tus piernas, sudabas como salvaje fugado de la jaula, diste pasos largos de gimnasta frustrado, Gallianito, fuiste otro de los pendejos a la vela que bailotean la nota debajo de una bola de discoteca forrada con espejitos trili, reflectora de los despojos de los maricas extasiados con el último hit de house progressive.

Pero gustaste.

Justo al lado tuyo, en medio de aquella multitud de blanquitos holandeses arrebatados y moros expatriados borrachos que se pegaban los huevos peludos, apestosos a macho en celo, unos contra los otros debajo de la espesura espectral del humo del tabaco turco y los porros, viste al niño bello de tu ruina. “La Ponka” abría camino para ligarte entre la niebla tóxica con un gesto particular forjado con la combinación truculenta de “ojos delineados con MAC, pómulos altivos y labios prensados”, semiestático en su pose seductora, deseándote con una fuerza electromagnética que no habías sentido antes penetrarte el hígado. Allí mismito, en un nanosegundo que sólo conté yo (qué clase de cojones, este casito que me toca), quedaste petrificado como el David de Miguelángel por su enigmática mirada.

Dito, pa, qué lástima, ¡tú frente a Goliat en pleno campo de batalla y desprovisto de onda!

Los capítulos anteriores de “La ponka asesina” fueron publicados en el periódico Diálogo, de la Universidad de Puerto Rico: “Ciertas confesiones de Dior, amigo imaginario de Galliano” y “Zozobra Galliano en un mar de sargazos simulado”. Espere el próximo capítulo por el mismo canal y a la misma hora el próximo martes.