Un camaleón al asecho de Galliano o aquí el reptador es otro. La Ponka asesina capítulo 4.

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Escribe Manuel Clavell Carrasquillo
Especial para Estruendomudo

I’m a man with conviction
I’m a man who doesn’t know
How to sell a contradiction
You come and go
You come and go

-Karma Chameleon, Boy George

Será esto la eternidad
que aún estamos como estábamos.

-Gabriela Mistral, 1948.

Tras el estremecimiento de la última fibra cardiaca que te causó la mirada de la Ponka, te hiciste el loco –!qué mal te iba, macho!-, fuiste dejando el bailoteo con disimulo y te acomodaste subrepticiamente, como reptil burdo con sorpresivo ataque de cortesía, recostado contra una columna. Ya posicionado como estatua barroca, específicamente como el Cristo del Expolio, empezaste a trabajar con tus complejos y tus dudas. ¿Estará pidiendo cacao el chamaquito este?

Bailar con él después de la señal que te hizo con los ojos, pegártele con malicia y bellaquera, posiblemente no sería percibido por el resto de la concurrencia. Entonces, Gallianito, ¿qué te pasaba? ¿Por qué la retraída?

Es posible que la droga no te permita recordar el titubeo, los movimientos peristálticos acelerados repentinos y el toqueteo directo imposible de tus partes (te lo impedía el pantalón del traje y el algodón del boxer) para avisarle desde lejos que no te estabas rajando, sino que posponías.

Tuviste ganas de ver su respuesta después que te agarraras. Querías comértelo allí mismo, a base de su respuesta al capeo, y de explorar la forma dura de su culo bello rozándole la tela de los mahones negros con tus manos abiertas, luego flexionadas como garras en gesto de sujetar la presa sin joderla, pero en el ínterin hubo una comunicación de pudor en tu cerebro pedófilo que no quiso que lo hicieras.

A tu lado, un moro acicalado en sus cuarenta, supuestamente demasiado viejo para ese trote chic discotequero, encendió un Djarum Black. Le pediste uno, te contestó que sí con acento palestino, que no había problem. Muy agradecido, volviste a tu faena pero echando bocanadas sensuales al ritmo de la música. La Ponka lo notó enseguida y siguió bailándote directamente, como si lo acompañaras en medio de la pista; sin bajar la guardia nunca.

Paja primera

Imaginaste que te arrodillabas frente a él y que él se lo sacaba para que tú se lo mordieras suavecito (flácido) y después se lo mamaras rápido (casi erecto). Alguien tropezó contigo mientras te hacías el cerebrito con el nene y te pidió disculpas. “Thats ok, thats ok man”. Regresaste a la escena de la plegaria y te detuviste a mirarle la cara a pesar de la semipenumbra láser. Tenía la misma cara de nena que tenía la cabrona puta de Adelaida cuando la contrataste por primera vez en un callejón oscuro sanjuanero hace par de años, al hacer el semestre de intercambio. Los mismos labios finitos (lo único que estos tenían piercing), los mismos ojos achinados, las mismas pestañotas góticas. La piel (carajo, condenao, lo distinguías todo aún con el salami cento in bocca) era la misma que tenía Adelaida. Ni un solo poro brotado, ni un solo barrito, ni un solo trazo marcado en la mejilla izquierda, ni en su complementaria comisura hambrienta, del último lechazo. Ojeras: muchas. Ésas sí que siempre los delataban, y más si se las pintaban; aplicándoles más polvillos grises.

La música trataba de jalarte de vuelta a la realidad progreinternacional del Gay Palace, pero tú insistías en venirte a la manera New Age. Jalaste a la Ponca por un brazo haciendo una fuerza anormal y ello provocó que se le rompiera la camiseta cuello uve Calvin, con apariencia de baratija blanca y requeterrepuesta. En tu delirio y arrebato bellacoso, el DJ puertorro (tenía que ser mamalón, gordo y bastante pato) puso reggeatón allí y tú -a las órdenes del jefe Yankee- te lo llevaste al baño. La multitud se dio cuenta del rapto, hubo ayes y murmullos en tono chismoso, hasta tipos escandalizados falsamente con el sonsonete de La Gasolina. El colectivo agitado por el teguístico “pónmela en la bémbola” que vino luego se fijó primero en los tatuajes de pájaros del paraíso que tenía la Ponka gravados en el pecho delicado. Tú también te fijaste. Decidiste suspender por el momento el ensalivado viaje al baño y proceder a lamerle cada bicepcito flaco como si no hubiese mañana. Olía a Channel 19. Él cayó de bruces debido a tu violencia y extendió el brazo en “vogue motion”, bien maricona ella, casi como en un trance de ballet ruso, derecho hacia tu boca. Te dio un puño ralo, como si tuviese puesto un guante de terciopelo color plata, que duró un milenio, y tú se lo devolviste con tu lengua astuta, lamiéndoles los pelitos de la axila sudada, pero con un olorcillo tenue a fragancia de nena, mientras tragabas hilitos calientes de tu propia sangre perfumada.

¿Era él o era Adelaida la que aullaba de placer mientras los otros, haciendo un círculo de solidaridad ruidosa a su alrededor (hubo órdenes, peticiones y gemidos fuera de lugar; fastidiosos) suplicaban por la consumación orgiástica? Ahí fue que te pujilatiaste por el clamor general de carne contra carne en salsa de Vodka Tonic y poppers, y que se te puso con la uña del índice izquierdo el crystal dust en las entradas de los rotos de las naricitas tembluzcas al pensar en el efecto que tendría sobre los tuyos gibralteños el contacto de la pantalla de metal que le traspasaba a la Ponka la bembita de abajo.

La dificultad de salir de la incertidumbre del sabor y la huella rusty del tacto de la argolla fría llena de bacterias alargaron tu viaje. Mientras tanto, uno de los osos peludos con camisas lumberjack que estaban en el foro habló por boca de uno de los sadomasoquistas con chalequitos de cuero y declaró abierto el concurso: “Señores del cenáculo, a coger y a mamar que el mundo se va a acabar”, dijo. La Ponka se viró y te puso las nalgas prensadas en la cara. Disfrutaste de que te mangaran en vivo en esa posición sumisa. Pasó un segundo, y se separó para que le pidieras más y pudiera asegurarse de tu empalme. Al verte, te diste cuenta de que se había rapado el pelo con “la cero” y que, además de a la putonga cabrona de Adelaida, se te parecía a Sinead O’Connor; pero un tanto más firme.

“Mal te veo, Gallianito. Mal te veo”, te dije en un arrebato de cólera verídico cuando llegué hasta la columna salvadora después de que me solicitaras el enésimo rescate. Querías que te insuflara el valor necesario para despertar de “la pálida” pajera sin tenerte que echar agua fría, volver de inmediato a la pista original y hacerle un avance superserio a la Ponka Asesina.
Paja segunda

(To be continued!)

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