Interludio en seis cantos: lo extraviado
I.
Te lo regaló tu papá cuando aún no existÃas, Adelaida. Cuando aún no existÃan los nombres. Cuando aún te considerabas una masa indistinta de la carne de tu madre y no te reconocÃas en un espejo. Era peludo y mullido. TenÃa las orejas grandes y luego, más tarde, cuando ya tuviste nombre y reflejo y diste tus primeros pasitos y balbuceaste el primer sonido universal, él fue tu amigo, y le hablaste; fue tu bebé, y practicaste con él a modo de juego los rituales que tu madre practicó contigo cuando aún no existÃa Adelaida, cuando estabas diminuta y hecha de carne. Pero (y esto tú no lo sabes, no tienes por qué ni puedes recordarlo ahora, Adelaida, pero yo sà lo sé porque me incumbe) antes que eso fue una irrupción roja, una quebradura de espejo, fue lo primero cercano y remoto que consideraste otro. Fue la causa oculta y verdadera de tu primera palabra. Fue tu primer motor incógnito, el agente provocador tras bastidores de este cuento, de ese cuento que tú llamas vida.
II.
Luego, mucho más luego, luego de los pasos y los balbuceos y la ruptura de los espejos, creciste y eso no tiene importancia. Lo olvidaste y ya no fue más en ti, ni siquiera un recuerdo. Otros cuentos te ocuparon, fuiste parte de otras diversas tramas, te inventaste a ti misma y te inventaron de otros modos, en fin, seguiste tu vida. Era rojo, y desapareció.