El vecino me mira mal y fijo a los ojos, como si me quisiera decir que le dan asco la imagen sexual que le transmitieron mis gritos de anoche y mis lagañas de amanecido en un bar que llego ahora por la mañana a la casa, continúo mi camino al revés elevador abajo y me monto en el automóvil para darle comienzo a una sesión de recitales de música clásica donde yo era el clarinetista invitado, me estaciono en el Conservatorio, me aplauden, fumo detrás del teatro, a escondidas de los concertinos mayores. Aflojado, desinhibido de las cuestiones antirrelajantes de la vida, regreso al auto y acelero por la avenida Roosevelt, destino Universidad de Puerto Rico, donde hay que entregarse a la masificación de los ejercicios espirituales de la somnolencia. Una vez en el aula, el aire acondicionado, por el que han filtrado gases que reparten culpas en cada tabique nasal, comienza a producir efectos de delirium tremens, cositas aquí y cositas allá para agradar a los profesores sin que se note demasiado la presión del lambeojos. Fuera por las salidas de emergencia que dan al árbol de los mangós goteados, por donde van a pastar las vacas sagradas rumiantes, cerca de la comuna de barbudos en pie de huelga, aparece el hombre triángulo, que embiste con las famosas hueveras diseñadas para proteger los miembros hace unos años por la costurera de Dora Ricardo, que regresa de las Islas Caimán más regia de lo que salió de esta isla de mierda. Las valquirias bañan al hombre triángulo en el almíbar del mangó mayagüezano, transportado al área metro vía digital por ingenieros prestidigitafuturamáticos que bailan plena en cuchitriles al aire libre establecidos frente a la boca del Tren Urbano. Mamita llegó el obispo, decían los periodistas de la asociación que hundíamos la lengua en las botellas del tercermundismo estudiantil que nos rodeaba, porque allí vigilaba la escena el camarada almirante Scout y sus secuaces, dando tumbos de lado a lado como barriles de galera mal puestos para que los marineros meen sin tener que pedirles permiso a las tablas ni a los peces que saltan del caldero de manteca hirviente con el que torturaban a la doncella. Con voz meliflua la sirena y con garganta llena de callos hiperbólicos el madame de la cabellera rubia se disputaban al hombre triángulo, alter ego del chamaquito ingenuo que se acercaba entre los lirios para pedir autógrafos vintage y olores para coleccionar entre tanto tufo a harapos. El resto mejor me lo guardo, porque al salir me interceptó una de las guardaespaldas de la emperatriz Sila Calderón, la amante de la reina Teresa Toda Viveca, así que tuve que transformarme en superhéroe del Maestro para poder salir juyendo del Teatro Matienzo, en plena parada veintidós y media. Pobres taquitos de la Placita del Mercado, tan picosos y tan abandonados. Como complemento extra mayo, me sirvieron las dos butifarras rellenas de queso que le pedí a la secretaria glorificada del Banco Gubernamental de Fomento, una gorda con capa de frambuesa estilizada en los bordes de bronce con W40, una genialidad, casi un Fernando Botero que le muestra el culo al Museo de Arte, en plena etapa postfantasmática de las calles de Santurce. ¿Ya me comprenden, ya saben lo que siento, camaradas?