Por j. a. bonilla
Yo estaba pasando por una de esas facetas faciales silvestres y la barba espesa me crecía casi desde los ojos: una sombra densa ocultándome de las cosas y de la gente. Me habían desconectado el cable por mala paga y se fueron disolviendo los pocos vínculos que conservaba con mi precaria metrosexualidad, al no poder seguirle la pista a los consejos de las loquitas tardomodernas de Queer Eye for the Straight Guy. La mancha negra de los pelos llevaba poco más de un mes creciendo descontroladamente y yo no encontraba la manera de salir de mi depresión poscable. Deambulando por el Viejo San Juan esta decadencia poco trabajada, tuve un instante de revelación efímera desde un balcón en la calle San Sebastián que funcionó como coca
erótica para mi voluntad disminuida, una epifanía diría Severo Sarduy. Una nena me flasheaba su entrepierna sin pantis. Era temprano en la mañana. Los adoquines estaban mojados con lluvia reciente y chorros de luz opaca chocaban con las ventanas de cristal. Apestaba a mierda de gato por todas partes. Desde este ángulo la perspectiva es muy buena, dije. Hay ángulos mucho mejores que ese, nene, me dijo y me tiró las llaves. Ya en la madriguera, las vulvas se multiplicaban ad infinitum, y te devolvían todas tus miradas de esa manera en que te miran los chisqueik con ganas de que te los comas. Algunas vulvas dejaban asomar una especie de almíbar blanco, otras tenían los labios hinchados como si hubieran sido víctimas de una succión reciente y feroz, más allá, desperdigadas por la sala, había vulvas pulcras como nalgas de bebé, depiladas y brillosas que casi invitaban a patinar sobre ellas, otras estaban arrugadas, mapas de carne que figuraban llagas desatendidas durante la cicatrización, más acá, en una de las paredes de la cocina, había una serie de vulvas hostiles, o, mejor, radicales en posturas de ataque, close ups, detalles interiores y gotas de sangre te observaban sin pestañear y ostentaban una extraña belleza sin referentes, una soledad única y potente como abismos sedientos que se resisten a cualquier descenso, atisbando hacia el cuarto logré ver las vulvas montunas, pura negritud peluda que parecían erizos tristes anhelando el mar, un documento espeso que invitaba a la lectura cuidadosa de una declaración de derechos sexuales escrita en un idioma extinto, en la pared que daba al balcón se encontraban las vulvas horizontales y húmedas, párpados en reposo llorando lubricaciones profusas o leves, labios goteando lágrimas casi gimiendo en silencio un placer secreto, las babas de las grietas sonrientes convocándome desde los pliegues de la piel aumentada. Agarra la cámara y tómame algunas fotos, me dijo. Sólo tenía una camisilla blanca que le llegaba a media cadera. Su pelo castaño y un poco rizo apenas le llegaba a los hombros. La piel blanquísima se confundía con un lienzo, o una pantalla de cine. Se sentó en una butaca y subió su pierna derecha en uno de los brazos del mueble. Con la pierna izquierda se impulsó un poco y los labios se le separaron dejando al descubierto un clítoris carnoso y de apariencia viscosa. Pasé un dedo por el clítoris que, efectivamente, estaba cubierto por una saliva claroscura, un espacio de penumbra tenue y pegajosa y tuve un súbito arranque de enajenación filosófica: la posibilidad de escribir una Historia de las hendiduras resbaladizas. Probé mi dedo untado con la baba blanquecina y noté un distintivo sabor rancio, un abolengo gelatinoso que sugería alcurnia sexual, una vastedad callejera que facilitó que descubriera mi pequeñez, apenas llegaría a hacer lo que estaba haciendo con la cámara: ojear. Hice un zoom en la cámara digital y descubrí que las vulvas eran ésa en diferentes estados, todas las imágenes brotaban de una sola raja. Tomé varias fotos sin variar mucho los ángulos, ella tampoco se movió mucho. Yo estaba fascinado con el regalo de este pequeño vistazo, me despedí besándole esa raja húmeda que tan generosa había sido conmigo, le metí la lengua en sus blandas paredes y bebí un poco de sus sombras condensadas. Al final de la escalera de su apartamento, tuve un pensamiento de último momento, me volteé y ella todavía no había cerrado la puerta completamente. Entonces, dónde me toca a mí. Ella se asomó y pareció no pensarlo mucho, en el balcón, por supuesto, en el balcón.
erótica para mi voluntad disminuida, una epifanía diría Severo Sarduy. Una nena me flasheaba su entrepierna sin pantis. Era temprano en la mañana. Los adoquines estaban mojados con lluvia reciente y chorros de luz opaca chocaban con las ventanas de cristal. Apestaba a mierda de gato por todas partes. Desde este ángulo la perspectiva es muy buena, dije. Hay ángulos mucho mejores que ese, nene, me dijo y me tiró las llaves. Ya en la madriguera, las vulvas se multiplicaban ad infinitum, y te devolvían todas tus miradas de esa manera en que te miran los chisqueik con ganas de que te los comas. Algunas vulvas dejaban asomar una especie de almíbar blanco, otras tenían los labios hinchados como si hubieran sido víctimas de una succión reciente y feroz, más allá, desperdigadas por la sala, había vulvas pulcras como nalgas de bebé, depiladas y brillosas que casi invitaban a patinar sobre ellas, otras estaban arrugadas, mapas de carne que figuraban llagas desatendidas durante la cicatrización, más acá, en una de las paredes de la cocina, había una serie de vulvas hostiles, o, mejor, radicales en posturas de ataque, close ups, detalles interiores y gotas de sangre te observaban sin pestañear y ostentaban una extraña belleza sin referentes, una soledad única y potente como abismos sedientos que se resisten a cualquier descenso, atisbando hacia el cuarto logré ver las vulvas montunas, pura negritud peluda que parecían erizos tristes anhelando el mar, un documento espeso que invitaba a la lectura cuidadosa de una declaración de derechos sexuales escrita en un idioma extinto, en la pared que daba al balcón se encontraban las vulvas horizontales y húmedas, párpados en reposo llorando lubricaciones profusas o leves, labios goteando lágrimas casi gimiendo en silencio un placer secreto, las babas de las grietas sonrientes convocándome desde los pliegues de la piel aumentada. Agarra la cámara y tómame algunas fotos, me dijo. Sólo tenía una camisilla blanca que le llegaba a media cadera. Su pelo castaño y un poco rizo apenas le llegaba a los hombros. La piel blanquísima se confundía con un lienzo, o una pantalla de cine. Se sentó en una butaca y subió su pierna derecha en uno de los brazos del mueble. Con la pierna izquierda se impulsó un poco y los labios se le separaron dejando al descubierto un clítoris carnoso y de apariencia viscosa. Pasé un dedo por el clítoris que, efectivamente, estaba cubierto por una saliva claroscura, un espacio de penumbra tenue y pegajosa y tuve un súbito arranque de enajenación filosófica: la posibilidad de escribir una Historia de las hendiduras resbaladizas. Probé mi dedo untado con la baba blanquecina y noté un distintivo sabor rancio, un abolengo gelatinoso que sugería alcurnia sexual, una vastedad callejera que facilitó que descubriera mi pequeñez, apenas llegaría a hacer lo que estaba haciendo con la cámara: ojear. Hice un zoom en la cámara digital y descubrí que las vulvas eran ésa en diferentes estados, todas las imágenes brotaban de una sola raja. Tomé varias fotos sin variar mucho los ángulos, ella tampoco se movió mucho. Yo estaba fascinado con el regalo de este pequeño vistazo, me despedí besándole esa raja húmeda que tan generosa había sido conmigo, le metí la lengua en sus blandas paredes y bebí un poco de sus sombras condensadas. Al final de la escalera de su apartamento, tuve un pensamiento de último momento, me volteé y ella todavía no había cerrado la puerta completamente. Entonces, dónde me toca a mí. Ella se asomó y pareció no pensarlo mucho, en el balcón, por supuesto, en el balcón.
Ilustración: Tamara Wyndham, "Vulva print using her menstrual blood".