“La ventana”: Un cuento de Isabel Santos. Primera Parte

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Escribe Isabel Santos

Foto: StephCarter, Creative Commons

Especial para estruendomudo

El ventanal de la oficina de ParaLife® ocupaba dos paredes del enorme salón. Dejaba entrar tanta luz que los clientes que esperaban sentados sólo veían las siluetas en sombra de las secretarias caminando de un lado a otro, sus cabezas rodeadas por un halo de luz que quedaba atrapada en los cabellos que se les escapaban de las gomillas. Las secretarias, por su parte, sólo veían seres medio dopados por la espera con rostros llenos de imperfecciones.

Se oía el teclear constante en las computadoras, los papeles rozando unos sobre otros y algunos murmullos. Cada cierto tiempo sonaba una campanilla y un cliente despertaba de su marasmo, se levantaba aturdido y atravesaba el largo pasillo, las pisadas sobre el piso frío, mostrando sobre su piel las más pequeñas arrugas, el maquillaje mal puesto, las pecas, las cicatrices. Al final del mostrador, una oficial les daba un disco y un sobre cerrado.  El cliente se daba media vuelta y salía, ahora hecho una sombra.

Yo fui parte del proyecto ParaLife®. Tenía un eidolo. Me senté en aquellas sillas muchas veces y pasé allí horas. Prefería esperar con los ojos cerrados, pero a veces no soportaba aquella luz escrutadora así que salía de la oficina, cruzaba el pasillo y bajaba las escaleras de mármol. Atravesaba la gigantesca recepción, toda blanca, el techo multifacético por el que se filtraba siempre la misma cantidad de luz. A veces me paraba delante de la cascada de agua que corría sobre las paredes de piedra y se me parecía a aquella a la que fuimos toda la familia, los niños, mi esposo. Pero era mejor no pensar en esas cosas porque la punzada en el pecho regresaba.

Cuando llegaba al mundo exterior todo era gris, la plaza de piedra, el gran árbol seco, con las ramas que se levantaban hacia el cielo como los dedos huesudos de un viejo decrépito y el banquito, justo debajo, que me esperaba. Me sentaba allí y sentía que el gris también me invadía, me convertía en parte del paisaje. De vez en cuando veía pasar a una mujer con audífonos, trotando con sus pantalones de ejercicio, unos días negros, otros blancos. También pasaba una patrulla, la misma, una y otra vez. Ya los policías me miraban y sonreían. Era una pareja, él siempre con unas gafas oscuras, aunque el día siempre estaba gris, y ella con el pelo lacio recogido en una colita de caballo.

No había pájaros y el silencio era ensordecedor, si algo así es posible. De vez en cuando aparecía alguien hablando solo, gesticulando, cruzaba la plaza y no me veía. No tenían por qué verme, pero siempre guardaba la esperanza de que alguien me notara entre todos los grises, tal vez por ser yo más gris aún, tal vez porque era lo único con vida. Ahora que lo pienso, todos ellos también se veían grises. Pero no Mariana. Llegó un día de la nada a la plaza y la vi desde muy lejos. Tenía el pelo rojo y daba la impresión de que su cabeza estaba prendida en fuego. Era el único color dentro de aquel mundo, una melena riza, larga, que se mecía de un paso a otro, incapaz de mezclarse con el gris a su alrededor. Mariana llevaba un cigarrillo en los labios y parecía caminar sola. No esperaba que me viera y sin embargo me miró, sonrió y se acercó a mí. Me invitó a fumar con un gesto y dijo su nombre: “Mariana”, inclinando la cabeza un poco. Se sentó a mi lado. Se acercaba el cigarrillo a los labios finos, casi secos. “Estos días de renovación, me matan”, dijo aspirando el humo y entrecerrando los ojos como si mirara algo que estaba muy lejos. Asentí. De cerca noté que también su piel estaba salpicada de pecas rojas como canela. “Esas brujas no hacen otra cosa que reírse de nosotros a nuestras espaldas, ¿no crees?”. Las secretarias de ParaLife® nunca merecieron mi atención, eran simples sombras, así que no contesté. Pasaron unos momentos, algo en Mariana me puso incómoda y no supe qué era. Era una sobreviviente y todavía tenía energías para decidir la manera de mover las manos, de caminar. Me sentí muy débil, de pronto. “Aunque puede que sean todas de cartón, ¡como ni se ven!”, masculló. Una distorsión rompió mi línea de pensamiento, como un hormigueo. “Pero lo más deprimente de esa oficina es la sala llena de clientes de Wal-Marts”. La imagen de una mujer, que solía sentarse a mi lado con unos pantalones color melocotón cortos hasta la rodilla, demasiados apretados en la ingle, me provocó un temblor que me corrió del pecho hasta la boca, explotó entre mis labios y retumbó como una bomba. Era como si se hubiera abierto una presa de risas que corrían a borbotones y me rebotaban sobre la barriga. “Eso sí es una tragedia, que sobrevivan a las peores circunstancias. Son como las cucarachas”. Lágrimas corrieron por mis mejillas. “También sobrevivieron las manicuristas vietnamitas”, escuché decir a alguien que resulté ser yo misma. Mariana me miró con unos ojitos verde oliva y rió también. “No, de esas sobrevivió una e hicieron clones”, comentó, mientras finalizaba su cigarrillo. Lo lanzó al suelo y lo pisó con la punta de su sandalia gris. Miró su reloj de pulsera. “Ya van a cerrar, tenemos que regresar”. Regresar a la oficina de ParaLife®, después de haberme reído así, me parecía una herejía. Cruzamos de nuevo la recepción de ParaLife®, subimos las escaleras, recogimos nuestros discos en la oficina y cada cual entró a su respectivo cuartito para actualizar las lentes. Después de ahí no la volví a ver.

Atravesé la puerta de cristal por segunda vez y me enfrenté a otro mundo. Siempre ocurre lo mismo y nunca deja de sorprenderme el cambio. El cielo azul se veía entre los edificios, ni una nube. El sol lo iluminaba todo y todo estaba lleno de gente. Sucedían muchas cosas al mismo tiempo, gente riendo, gente corriendo, saludando, tocando la guitarra. Personas que no estaban allí hace diez minutos. Todas llenas de colores y emociones, todas vivas. Cada una era un universo en sí misma. Traté de localizar a Mariana caminando con su cigarrillo entre la multitud, pero era imposible. Al que vi fue a Gonzalo que me esperaba sentado en el mismo banquito, bajo un árbol que ahora mecía sus pompones de hojas verdes. Llevaba una camisa de finas rayas violetas. Me acerqué con la clara intención de verificar que todas mis selecciones hubieran sido implementadas. Me miró y me sonrió, “¿Cómo te fue en el ginecólogo?”, preguntó y le conté de la nueva amiga que hice esperando en la oficina. “¿Y esta es la única persona con la que has hablado desde que vas ahí?”, dijo. “Las demás visten de Wal-Marts”, expliqué.

Después de eso, Gonzalo no volvió a aparecer por unos días. A veces necesitaba tiempo para terminar sus proyectos, sus tesis, sus muebles, lo que sea que lo ocupaba en esos momentos. Yo, por mi parte, necesitaba tiempo para trabajar. Era la secretaria de Arturo Cárdenas, el abogado que llevaba el caso de clase más grande por daños y perjuicios que se había generado a raíz de la plaga. Era un hombre inteligente, con un genio de mil demonios, bajito, calvo, que caminaba con unos espejuelos en la punta de la nariz y la camisa siempre impecable. Su oficina quedaba en el tercer piso de su casa en Upper East Side. Tenía varios eidolos, pero los conservaba como referencias enciclopédicas y estaban limitados a ciertos espacios, no corrían libres por el mundo como Gonzalo. Así, en la biblioteca, en el primer piso, solía encontrarse Christine, susurrando poemas de Pushkin; en el jardín estaba Richard, nombrando las propiedades medicinales de las plantas; mientras en la cocina María recitaba recetas. Así por el estilo. A veces caminaba por los pasillos y me sentía en un manicomio, rodeada de seres que buceaban en su propio mundo.

El trabajo en sí no me molestaba. Era bastante solitario. Consistía en contestar el teléfono, tomar los recados, buscar libros en la biblioteca donde Cristina se paseaba y preparar facturas. Los encuentros con Mariana se convirtieron en mi único contacto social con un ser humano, no un jefe, no un eidolo, y los esperaba con ansias. Una vez al mes nos estirábamos bajo el árbol y pasábamos las horas mirando el mundo vacío. Ella fumaba su cigarrillo y hablábamos de todo lo que nos pasaba por la mente, del pasado, del futuro, de todos los eidolos que habíamos tenido, de los que se dañaron. Así me contó que, al poco tiempo de que salieran al mercado los primeros modelos, compró unos cuantos para promocionar la panadería que tiene en Fort Greene. Los situaba en las salidas de los subways para que cantaran unas líneas que rimaban con el nombre de su negocio. Se atrevió a recitar el poema y me alegro de haberlo olvidado. A veces, esperábamos a que pasara trotando la misma chica de siempre y hacíamos apuestas: Los pantalones de hoy, ¿blancos o negros? Mariana decía que debía esperarla una legión de gatos en la casa. No necesitaba eidolo. Era una realidad bastante deprimente.
Una vez nos encontramos en las escaleras. Yo bajaba y ella me pasó por el lado sin darse cuenta de quién era yo. “¡Hey!”, dije con una mano en la barandilla y la otra en el aire. “¡Mariana!”, llamé más alto. Entonces, levantó la mirada y me vio. Una sonrisa le iluminó la cara. “¡Avanza! ¡No tenemos todo el día!”. Una vez debajo del árbol seco, me pareció que no estaba tan alegre como de costumbre. Sus ojos no se levantaban del piso y parecía que llevaba una carga invisible sobre los hombros. Comenzó a hablarme de su hija, una sobreviviente que echaba de menos a su padre, aunque su eidolo, Enrique, había hecho tremendo trabajo. Era una niña encantadora y me la presentaría en cualquier momento cuando pasara por su casa a tomar un café. Yo asentí, sin ninguna intención de bajar hasta Brooklyn a aguantarme su vida idílica, su niña superdotada y su panadería oliendo a abrigo de lana y pan recién horneado. Acepto que no estaba escuchando lo que decía hasta que un comentario suyo llamó mi atención. “Es raro”, dijo. “A veces siento que desaparezco, como si fuera yo la imagen”. Yo, totalmente perdida, no supe qué contestar. “¿Cómo es que siempre sabemos lo que tenemos que hacer?”, dijo y persiguió con la mirada algún pensamiento que se escapaba. Se volvió hacia mi, tal vez esperando alguna reacción de mi parte. Miró su reloj y ordenó, como siempre: “Tenemos que regresar a la oficina, van a cerrar”.

Ese día quise seguir hablando con Mariana y traté de actualizar mis lentes lo más rápido posible. Así que, cuando me entregaron el disco, entré a uno de los cuartitos y lo introduje dentro del monitor de la computadora. La pantalla frente a mi se iluminó: “Nombre del eidolo”, G-O-N-Z-A-L-O, tecleé; “Profesión”, H-I-S-T-O-R-I-A-D-O-R. “¿Desea su historial personal previo?”, S-I. Me hubiera gustado hacer algunos cambios, como que roncara un poco por las noches, pero tenía prisa. En pocos minutos había terminado y la pantalla se cubrió con la misma advertencia de siempre: “Evite informarle a un eidolo de la naturaleza de su origen y función. En caso de suceder, el programa se autodestruirá automáticamente y, ParaLife® le proveerá otro eidolo nuevo. Sin embargo, la personalidad de su eidolo es irremplazable”. Conecté el cable del monitor a la cajita donde reposaban los lentes de contacto en agua salina. Oprimí enter, una pequeña bombillita se puso verde y momentos después, frente a un pequeño espejo, luché con la torpeza de mis dedos para posar el lente sobre mi córnea. Repetí la operación con el otro ojo y me resultó más sencillo. Salí a toda prisa del cubículo y ya no quedaba nadie en los pasillos. Mariana, nuevamente, se me escapaba.

Nota de la Redacción: Este relato continuará y la segunda parte será publicada aquí. Pronto.

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