La ciudad Fortuñista y la lógica de la hiperplanificación

Escribe Deepak Lamba-Nieves

La reyerta que se armó hace más de un mes en la Avenida Universidad entre la juventud que pulula por la Ciudad Universitaria y las fuerzas policiacas ha propiciado denuncias, marchas, repudios hacia ambos bandos y hasta propuestas de política pública. No es para menos. Cuando el estado abanica su macana por las calles para imponerse sobre lo que considera son desagravios contra el orden establecido, son pocos los que salen ilesos. El abuso policiaco y el retorno a la política de “mano dura” contra la criminalidad demuestra la incapacidad de los gobiernos de turno (municipal y central) para armar un proyecto sensato de gobernabilidad con relación al espacio y confirma lo evidente: lo poco que tenemos de ciudad y de manifestaciones de vida urbana resulta ser problemático y hasta amenazante para los que ostentan el poder político en Puerto Rico. Ciertamente, hay un proceso de retroalimentación que agrava la situación: la lluvia de medidas punitivas (despidos, impuestos, desmantelamientos, desalojos, etc.) y la decisión de seguir pasando el rolo sin mirar hacia atrás, se topa con reacciones ciudadanas que, en los ojos del estado, hay que acallar con dos o tres palos—y a veces tiros.

Algunos se preguntarán qué significa “vida urbana” y “ciudad” en un país donde los espacios públicos más utilizados son las vías de rodaje, los aparcamientos, los residenciales y alguno que otro parque que se accede por automóvil. Casi siempre, los que se quejan de que nuestras zonas urbanas son un gran parking amarrado a un centro comercial comparan nuestros paisajes con los de Barcelona, New York City, San Francisco o París, los referentes urbanos par excellence. Ciertamente, si comparamos al Viejo San Juan con el Barrio Gótico o el Condado con NoLita, las muestras boricuas son meras migajas citadinas. Si bien las comparaciones son injustas—pues el andamiaje histórico e institucional que le abrió paso a las grandes urbes es difícil de replicar—igualmente lo son los comentarios que caracterizan a nuestros conatos de ciudad como no lugares, e invitan a pensar que la solución se logra con dos o tres aplanadoras, un buen tanque de kerosén y un lighter.

imagen de a.gonzalez : tomada de creative commons
imagen de a.gonzalez : tomada de creative commons

Río Piedras, al igual que otros centros urbanos en Puerto Rico, está deteriorado, de eso no hay duda. Negar esto equivale a tapar el cielo con la mano. Pero detrás de los solares baldíos, la peste a orín, los hoyos en las aceras y carreteras, las construcciones que no acaban y la desolación nocturna, hay un enclave importante donde muchos han encontrado refugio (literal y metafórico). Allí han ido a parar dominicanos, árabes, profesores acomodados, jóvenes estudiantes que estiran la beca federal de la mejor manera, y otras almas proletarias en pena. Con este comentario no me interesa celebrar al ghetto o dibujar un cuadro romántico, pues allí son muchos los que sufren, y también se reproducen muchos problemas socioeconómicos que deben ser criticados y atendidos. Más bien, quiero combatir la idea de que estos destinos destartalados son no lugares, pues es un concepto que fácilmente le sirve de coartada a los gobernantes de turno para apabullar y atropellar a los residentes de barriadas, los resquicios y los terrenos okupados. Aunque en muchos de estos lugares la transitoriedad y los arreglos informales son parte de la dinámica cotidiana, allí se respiran unos vahos penetrantes y se escuchan fuertes sonidos de velloneras de colmadón que nos dan cuenta de que existe un tren de vida que les imprime una identidad particular a estos lugares. Las autopistas, cuartos de hotel y supermercados que sirvieron de inspiración para la idea del no lugar en los ensayos de Marc Augé, están muy lejos de estos destinos.

A menos de un año de haber tomado las riendas del potro salvaje, la administración de Luis Fortuño ha armado una política de saneamiento y desarrollo espacial que tiene dos vertientes principales. Por un lado, se busca eliminar diversas manifestaciones de informalidad mediante el desplazamiento, la reubicación y la imposición de reglas, a la cañona, que tienen poco que ver con la solución a los problemas de los desposeídos y mucho que ver con el avance de una falso sentido de formalidad, donde triunfan los planes de urbanizaciones cerradas y las propuestas de cero tolerancia. Por otro lado, intentan darle un empujón a la economía mediante la lógica de la nueva construcción, la renovación urbana y los polos de crecimiento. En papel, estos esfuerzos pro desarrollo aparentar ser idóneos. No obstante, en la práctica, la cosa es muy distinta. Basta recordar la trastada de Jorge Santini hacia las comunidades del Caño Martín Peña, los planes para Río 2012, la forma en que se ha atropellado a Villas del Sol, el “such is life” de Jaime González y, cómo no, la propuesta para eliminar de golpe y porrazo al Residencial Luis Lloréns Torres para construir el Puerto Rico Amusement and Theme Park bajo la lógica de las alianzas público-privadas.

Más que un retorno a la era de la mano dura, o de manos a la obra, lo que se palpa es un claro intento por redefinir el derecho a la ciudad, aquello que Henri Lefebvre consideró un recurso fundamental: el derecho a que existan espacios de encuentro, lugares donde se puede armar una vida en ciudad y se confeccionen respuestas a las políticas de planificación elitistas y antiurbanas del estado. En el caso de la administración actual, el proyecto de redesarrollo se destaca por acabar con ciertos estorbos y enemigos: la densidad, los asentamientos improvisados y los más desdichados (entiéndase los pobres, inmigrantes y sin títulos de propiedad, aquellos que Cheo Madera considera crápulas y garrapatitas). En otras palabras, atrás quedó el discurso de la estadidad para los pobres: esta es la era de la estadidad para los menos pobres.

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Elaborar propuestas atinadas para atender los problemas de lugares como Río Piedras no es algo fácil. La mayoría de las veces, la revitalización de áreas en deterioro requiere de un coctel de iniciativas: desde la atracción de nuevos capitales y residentes, hasta el control de ciertas parcelas para el desarrollo de vivienda asequible y la zonificación inclusiva. Para estos asuntos no existen libretos prefabricados y mucho menos soluciones rápidas. No obstante, algo si queda claro en el caso de Río Piedras: contrario a las opiniones de algunos líderes, los planes están de más—al menos aquellos que se caracterizan por trazar reglas, códigos, multas y directrices de cómo se debe ordenar la vida en el territorio.

Para muchos en Puerto Rico, “la planificación” es ese algo que necesitamos, una especie de acto mágico que se supone nos resuelva el reperpero en el que vivimos y nos traiga el orden, progreso, y por qué no, una ciudad de verdad. Desde hace mucho tiempo, está de moda hablar de la planificación como si fuese un ejercicio preciso donde se elaboran fórmulas y modelos cuantitativos que determinan cuántas casas hay que construir, los trabajos que tienen que crearse, las calles que se tienen que pavimentar y los árboles que se deben sembrar, entre otras cosas. Según el mito, una vez las cifras se han calculado, pasamos a redactar el plan: ese gran documento que contiene los mapas y las directrices que nos harán felices, impondrán el orden y promocionarán el ascenso de nuestra Gauche Divine. Contrario a lo que se comenta a bocajarro en Puerto Rico, en la isla sí se planifica y bastante. Sucede que el tipo de planificación que se confecciona incentiva el crecimiento de suburbios, la expansión de autopistas y criminaliza ciertas prácticas de supervivencia. La colección de estudios y planes que se han preparado desde mediados del siglo XX, para llevarle el desarrollo a los municipios y corregir las fallas en modelo de desarrollo, es kilométrica. Desde las Leyes de Indias de los monarcas españoles hasta el nuevo Plan Integral de Desarrollo Sostenible de Puerto Rico propuesto por la administración de Luis Fortuño, la historia de la planificación en Puerto Rico cuenta con un caudal de propuestas que manifiestan los deseos y las ideologías de la administraciones de turno.

Algunos dirán que los planes sobran, pero lo que falta es voluntad, arrojo, implementación, disciplina y otras cosas más que la charlatanería colectiva que impera en el país se ha encargado de opacar. Este argumento tampoco me convence. A pesar de que el free for all es parte de nuestra tradición de administración pública, más cierto resulta el hecho de muchas propuestas se llegan a implementar, a veces sin pensar en las consecuencias ni tomar en consideración lo que se ha logrado previamente. No me tomen la palabra, saquen las cabezas por las ventanas de sus apartamentos o salgan de sus urbanizaciones para comprobarlo. Mejor aún, vayan a Río Piedras y caminen por Santa Rita, la Avenida Universidad y la zona alrededor de la Plaza de Convalecencia. Por esos lares se ven las cicatrices de unas suturas urbanas mal administradas.

Hace un tiempo atrás, mis estudiantes de urbanismo realizaron una breve investigación y encontraron lo siguiente: al menos 5 códigos y reglamentos distintos rigen el desarrollo en el área del casco de Río Piedras. En un afán por reglamentar, por echarle mano al asunto, por decir que algo se estaba haciendo, por sacar ventaja con algunos desarrolladores, por joder al oponente político, por sacar ventaja electoral para aspirar a la gobernación y por pura incompetencia, los alcaldes, alcaldesas y sus secuaces se han encargado de sobreplanificar el área. ¿Y quién se beneficia del desfase, las contradicciones y la incertidumbre?: los buscones. Aquellos que saben navegar el sistema con sus buenos abogados y hábiles gestores. Los que se las ingenian para armar un proyecto de walk ups en una calle de casas terreras porque el código que trajo la construcción del Tren Urbano se lo permite. En su afán por imponer un orden, por saciar la sed de los creyentes, la planificación ha terminado fomentado la bayoya.

Ciertamente, no todos los ejercicios que se hacen llamar “de planificación” tienen esa marca de Caín (o el logo de la firma Estudios Técnicos) que llevan los esfuerzos oficialistas. Se han redactado buenos planes a nivel comunitario—y algunos bastante chapuceados—pero son los menos, por mucho, y también corren el mismo riesgo que los otros si se enfocan más en reglamentar que en repensar. Como muy bien pueden dar fe los vecinos del Caño Martín Peña, la redacción de un plan no corrige injusticias; a veces sólo las pone de relieve. La clave no está en lo que absorba el papel sino en lo que aguante la comunidad. Cambiar el orden espacial establecido requiere confrontación y embarre, intelectualidad y sensibilidad. No se trata de armar un piquete y luego retirarse a ver qué pasa. Hay que pulsear un rato, sentarse en la mesa con ideas sensatas, negociar asuntos, olerle el tufo al alcalde, reclamar el derecho a la ciudad, y hasta tener el valor de decir: “No, aquí no hace falta más planificación”.

El autor es estudiate doctoral de planificación y desarrollo en MIT y publica regularmente en su blog.

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