Ganejo en el altar de la patria o las ganas de joder de Sonia Marcus Gaia

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Presentación del libro La casa en el agua de Jacqueline Rivera.

 28 de abril de 2009.

Sala Federico de Onís, Facultad de Humanidades, UPR.

Por Manuel Clavell Carrasquillo

Me ha tocado presentar La casa en el agua de la profesora y escritora Jacqueline Rivera después de haber sido el editor de una tal Sonia Marcus Gaia (su seudónimo literario) durante diez meses en el periódico Diálogo de esta universidad. A lo largo de esa relación, mayormente telefónica y epistolar a través de la Internet, tuve la oportunidad de reafirmar que Jacqueline Rivera es una escritora disciplinada y rigurosa, sumamente culta, y al mismo tiempo jodedora, amante de las letras latinoamericanas y la mejor poesía del Cono Sur, al tiempo que una experta en la cultura popular rockera y pop, tanto charra como revolucionaria.

Sus diez columnas en Diálogo supusieron uno de los mayores retos de la nueva revista cultural Desafío. Nos propusimos llevarles a los lectores universitarios diez análisis críticos de diez poemas escritos por poetas latinoamericanos, no muy conocidos en la isla, de manera que las provocaciones de la crítica los sedujeran para que leyeran los textos íntegros de las piezas incluidas en cada página Quebrantahuesos.

Ahora que lo menciono, es necesario aclarar que, precisamente ese título que Sonia le robó a Nicanor Parra para darles nombre a sus columnas de periódico, Quebrantahuesos, es la palabra fina que mejor describe el proyecto literario que celebramos hoy. A mi juicio, con la publicación de esta colección de cuentos llamada La casa en el agua, la escritora ha inventado otro artefacto poético con el propósito de romperles el espinazo a los lectores en cuatro o cinco cantos.

Como ella misma explica, ya desde la portada, diagramada por la escritora y artista gráfico Zuleyka Pagán, de Sótano Editores, la columna vertebral de los lectores comienza a salirse de sitio. Allí vemos una foto en blanco y negro que plasma una bella estampa boricua. Cuatro mujeres del pasado sesentoso semifeliz se encuentran metidas en un bote varado en la orilla con intenciones de echarse a la mar. Incluso, una de ellas empuña un remo. Sin embargo, aunque tanto añoran la salida no van a salir jamás de la isla.

Ese rompecabezas, que no es otra cosa que un sinónimo de quebrantahuesos, comienza en la portada y se extiende por todos y cada uno de los cuentos del libro. Los lectores se preguntan cuál es el orden de ese desorden femenino, cuál es la pieza clave en ese andamiaje literario que oculta unos cuantos traumas psiquiátricos y malas jugadas de poder.

La narradora, sin embargo, una niña negra llamada Aimee, se niega a dar respuestas fáciles. Por el contrario, la negrita voluntariosa y preguntona, la única verdaderamente rebelde de la pandilla, no tiene intenciones de explicar cómo fue que la casa de todos nosotros se construyó sobre el agua y casi nadie ha tenido las agallas o los cojones para lanzarse al mar después de la construcción.

En ese sentido, la narradora tiene las mismas ganas de joder que tiene la autora, según ella misma me ha confesado. Para ella, la estrategia de seducción de los lectores en una situación poscolonial como la nuestra es muy sencilla. La escritora piensa que a los habitantes frustrados de un rompecabezas que contiene la imagen de una casa con el “agua hasta el cuello” sólo los convocaría al juego de la libertad la mala leche que significa no poderlo armar.

Esa mala leche, esa forma de narrar sin necesariamente dar explicaciones a lo cartilla fonética de la especie portorricencis que llegó a la juventud en los últimos diez años del siglo veinte, no es otra cosa que un tipo de elctroshock hecho de historias costumbristas directamente dirigido al sistema nervioso central de los lectores.

Digo esto porque las costumbres que se retratan en esa foto de portada, y en cada uno de los cuentos del libro, son las de las mujeres jóvenes que pertenecen o se identifican con la izquierda nacionalista e independentista de este país. Hacer eso, en el seno mismo de dicho movimiento paternalista y patriótico, deja mucho que desear. Deja mucho que desear, sobre todo, y no hay que confundirse aquí, porque está comprobado en las tesis del anarquismo ideológico que el acto de la autocrítica más despiadada y antisentimental es el más revolucionario y profundo de los actos de amor.

Mi teoría es que el acto de amor que es el regalo de La casa en el agua, está precedido por diversos actos de amor de la misma naturaleza realizados por los académicos que pensaron la condición nacional durante esos últimos diez años del siglo veinte. Lo que Jacqueline Rivera hace en este libro es darle vida ficticia a través de un acto literario a la gente que está detrás de la ideología izquierdosa que tanto han analizado los llamados posmodernos.

Si los trabajos de los profesores Arturo Torrecilla, Carlos Pabón, Miriam Muñiz, Carlos Gil, Juan Duchesne Winter, entre los de tantos otros, dibujan el pacto de la izquierda melona con la capitalización y comercialización de la ideología revolucionaria boricua hasta tornarla en inofensiva y parte del discurso del establishment, este libro de Jacqueline Rivera es un intento absolutamente bien logrado de plasmar ese mismo dibujo pero en las letras nacionales tal como si fuera un Terrazo de Abelardo Díaz Alfaro o un Cuentos para fomentar el turismo de Emilio S. Belaval.

De ahí que todas las chamacas de los cuentos pertenezcan a la tribu de jóvenes noventosos que nos lanzamos hacia la Peregrinación de Bayoán para rendir nuestros respetos a los próceres y los mártires de la causa independentista haciendo paradas en cada una de las estaciones que marcan los altares del viacrucis de la patria cautiva y crucificada como si viviéramos las canciones Salimos de aquí y El wanabi del grupo musical Fiel a La Vega.

Me refiero a que la acción se desarrolla de marcha en marcha y de piquete en piquete en lugares como los terrenos ocupados por la Marina en Vieques, la Plaza de la Revolución en Lares, la Plaza del Quinto Centenario en el Viejo San Juan, el Cerro Maravilla y la Plaza de la Invasión de 1898 en Guánica.

Resulta significativo la inserción de las chamacas en el fashionismo revolucionario de los puños elevados y el alcohol, en las ceremonias de galanteo de la izquierda divina y burguesa, en el junte hormonal que las convoca no a morir necesariamente por la patria sino a seguir las palabras bonitas del hombre barbudo que está en el centro de sus deseos mojados.

Esa persecución del barbudo en todas las estaciones del viacrucis revolucionario boricua es precisamente lo que las mantiene ancladas en aquel bote de la portada que sigue anclado en la orilla aunque ellas piensan que se mueven al ritmo de Boricua en la Luna de Juan Antonio Corretjer y Roy Brown. Como si aún estuvieran atrapadas en La charca de Zeno Gandía, pero vestiditas de Gap o Marshalls y bien alimentaditas de Pueblo Supermarket, las chamacas de los cuentos se emborrachan escuchando a Silvio y a Pablo, se pierden en los meandros del estéitment político hueco y terminan arrodilladas ante el falo de ese hombre ideal que la autora identifica como el macharrán que es la ideología independentista isleña.

La niña narradora Aimee presencia los culipandeos reguetoniles de sus madrinas desde la plataforma de cuestionamiento anarcogrunge que provee la consciencia infantil y también desde la escritura, porque mientras las demás quedan envueltas en la fantasía roja del Subcomandante Marcos que todas quieren llevarse a la cama, ella garabatea sus impresiones en sus cuadernos. De ahí que las chamacas le adviertan que no le permitirán que se convierta en una escritora posmoderna y pajera. A esa identificación de los garabatos de la niña, del surrealismo infantil de sus palabras posmodernas y pajeras, es a lo que más le temen estas mujeres estancadas en la marea baja o el agua pasada de la revolución nacionalista.

Como he dicho antes, la autora me confesó que este libro se escribió con muchas ganas de joder, tarea que en la narración recae sobre la niña narradora. Luego de la confesión, le dije a Jackie que si ella jodía la única reacción posible de los lectores iba a ser precisamente joder pal ante, como yo estoy haciendo aquí esta tarde.

Habría que comprender que la estrategia política de la autora es precisamente provocar ese efecto de molestia infinita en los lectores, al igual que la niña narradora lo hace con sus madrinas wanabi. Para Jacqueline, esa es la única salida del laberinto, del rompecabezas, de la casa en el agua en la que se ha convertido el cuerpo izquierdista de la nación puertorriqueña.

En ese sentido, este libro es una recuperación posmoderna de los valores hostosianos, zenogandísticos, pedrerianos y renemarquezcos pero con la diferencia de que Jackie no pretende curar a nadie de enfermedades parasitarias importadas del imperio ni dar lecciones cientificistas sobre el efecto psicológico del colonialismo en el colonizado.

A mi entender, Jackie lo que quiere es joderte la cabeza, como Breton y Dalí, como Nicanor Parra, como la niña voluntariosa y preguntona que nombra como narradora, para que, a través de ese ejercicio quebrantahuesos, se parta en cuatro o cinco cantos la fantasía roja que te mantiene anclado a que la culpa es de los americanos, saques el barco de tu complicidad melona de la orilla autocomplaciente y lo botes hacia nuevos horizontes anarquistas y libertarios.

Ojo, sin embargo, ya es sabido que los autores antinsularistas y críticos de los trapitos al sol de su propio bonche de izquierdosos son todos malditos y no hay que hacerles mucho caso.

Muchas gracias.

-mcc

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