Tres encuentros poco edificantes: Un escrito inédito de Cezanne Cardona Morales

Escribe Cezanne Cardona Morales

Especial para Estruendomudo

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1. Joyce y Proust

 

El 18 de mayo de 1922, mientras París -todavía capital del siglo XIX- se recuperaba de la Gran Guerra e insistía en  armarse de restaurantes, cafés, generaciones perdidas y fiestas movibles, Marcel Proust y James Joyce, quizá los dos novelistas más influyentes de la primera mitad del siglo XX, compartieron sus afinidades enfermizas, mas no literarias. Según el poeta William Carlos Williams, testigo del áulico pero procaz encuentro, Joyce, en medio del bullicio, le dijo a Proust: “Tengo dolores de cabeza todos los días. Mis ojos son terribles.”, a lo que Proust respondió, “Mi pobre estómago. ¿Qué voy a hacer? Me está matando. De hecho, tengo que irme enseguida.” Joyce contesta: “Yo me encuentro en la misma situación, me iré tan pronto encuentre a alguien que me lleve del brazo.” “Charmé”, le dijo Proust”.

Estos dos ácratas de las reuniones burguesas se conocieron en una fiesta en honor al compositor Stravinski, luego de la primera representación de sus ballets, en París.[1] Según el biógrafo de James Joyce, Richard Ellmann, existen varias versiones de tan ominoso encuentro que los lleva desde hablar sobre duquesas y truchas, hasta montarse juntos en un taxi y discutir por el viento y el cristal de una ventana.

Para aquel tiempo James Joyce se encontraba en París celebrando la controversial publicación del Ulysses luego de que éste, resignado a no ver jamás su obra publicada debido a la censura, aceptara que Silvia Beach, dueña de la librería parisina Shakespeare & Company, en la rue del’Odeon,  publicara su novela. Bien era sabido que para Gertrude Stein si alguien mencionaba dos veces a Joyce, cuenta Hemingway, no se le invitaba nunca más a su casa. No obstante, aquel 18 de mayo, y a pesar de sus continuos dolores de cabeza, decidió ir a la fiesta que su amigo y escrior Schiff (Stephen Hudson) lo había invitado. Joyce, llegó tarde y tuvo que excusarse por no llevar traje formal, pero no fue el único en llegar tarde y mal vestido; también lo hizo Marcel Proust, que llevaba un horrendo abrigo de piel. Según Margaret Anderson, en su libro My thirty Year’s War, Proust le comentó a Joyce lo siguiente: “Lamento no conocer la obra de Mr. Joyce.” James Joyce, con petulancia y melancolía, repuso: “Nunca he leído a Mr. Proust.” y, abruptamente, se terminó la conversación, despidiéndose, así, sin más.

Después de aquella enigmática despedida la salud de Proust empeoró y no logró salir más de su habitación forrada de corcho. El 18 de noviembre de 1922, seis meses después de aquel encuentro, Proust murió a causa de una larga neumonía. Joyce, sorprendentemente, acudió al funeral. Aunque, en aquel encuentro del gélido 10 de mayo, aparentemente James Joyce no había leído la obra de Proust, tiempo después, el autor del Ulysses, escribió en su cuaderno de notas: “Proust, bodegón analítico. El lector termina la frase antes que él.”

 

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2. Bertold Brecht y Walter Benjamin

 

 

El 17 de octubre de 1940, una novela policial a cuatro manos quedaba inconclusa. Quizás fue mucho antes o unos días después. Pero lo cierto fue que durante años de amistad, de bibliotecas movibles, juegos de ajedrez y una colección de ciudades asediadas por huestes fascistas, el pensador Walter Benjamin y el dramaturgo Bertold Brecht se reunieron para no escribir una novela juntos. Prefirieron, en su lugar, convocar algunos exilios, discordancias literarias, reírse de nombres o términos como aura, narrador, violencia, testigo, comunismo, capitalismo, “teatro épico”, Hitler, Stalin, burguesía, ciudad, “gesto metafórico”, Baudelaire, Kafka, París, Berlín. De los nueve años que duró el proyecto, seis de ellos la pasaron probando la suerte con una mejor derrota: imaginar, frente a un tablero de ajedrez o una mano de cartas al poker, las escenas de esa novela que jamás podrían escribir.

El proyecto pudo haber comenzado en el otoño de 1933, el mismo año en que Brecht le pide a Benjamin que le cuide su biblioteca en Skovsbostrand, luego de exiliarse juntos ante la subida al poder de Hitler a la Cancillería. Pero ya la “idea para escribir un drama policial” había fracasado desde antes. Habían intercambiado ideas en junio de 1931 frente a un grupo de intelectuales en Le Lavandou. Pero dos años después Benjamin se reúne con Brecht para compartir algunas ideas vagas. Entre éstas estaba definir el propósito del drama: pasar de la teoría de la representación policial de la violencia a la práctica literaria. El lugar de la novela se lo daría la ciudad que nunca fue escogida. La trama ya la tenían: un juez jubilado, que se hace detective, detecta a un pequeño accionista extorsionador. El accionista engaña además a su mujer, que lo descubre. Ella le pide el divorcio. Un día el extorsionador, que regresa a su antiguo trabajo de corredor, va a su oficina y es asesinado por una secretaria. Ella, cuando ve la oportunidad lo empuja por el agujero de un ascensor averiado. Aunque las anotaciones de Brecht y Benjamin son un poco confusas, existen dos cosas en las coinciden. En primer lugar, algunos elementos de la trama como “muestrario, paraguas, florería, papelito con la anotación “me marcho”, cámara, despertador, la fábrica de galletitas, la imprenta, el asesinato sin móvil para ocultar un asesinato con móvil.” En segundo lugar, el desarrollo del detective: “hombre  escéptico que no tiene interés en ninguna construcción jurídica o de concepción del mundo y dedica toda su energía a observar la realidad” Erdmut Wizisla, quien revisó los legajos y anotaciones de Brecht y de Benjamin, encontró que a ambos les interesaba desarrollar una visión particular de la modernidad, un detective que, más que otear la pura maldad  de los sujetos culpables, investigara la causa o el ambiente que motiva la violencia. De esta forma, anota Brecht, las experiencias en el ámbito  jurídico llevan tanto al detective como al lector a “reconocer que en muchos casos las consecuencias de una sentencia  son más nocivas que el acto para cuya expiación se ha dictado la sentencia.”  Tiempo después, huyendo de la Gestapo y habiendo cruzado los Pirineos para llegar a EE. UU., Benjamin se suicida con morfina en un hotel de la frontera entre Cataluña y Francia, Port-Bou, y encunetran un maletín con apuntes sueltos en los que Brecht nunca encontró la novela que ambos querían publicar juntos.

 

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3. Thomas Mann y Theodor W. Adorno

 

 

La historia guarda dos versiones del filósofo y musicólogo Theodor W. Adorno en el caluroso invierno de 1947. La primera lo sitúa como un audaz visitador de sombras y con la sabiduría del abismo frente al reflejo oblongo de un piano de cola, tocando piezas de Verdi, Wagner y Mozart en la casa de Charlie Chaplin, mientras éste lo acompañaba con aquellas genuflexiones que lo habían hecho célebre. Adorno y su esposa habían sido invitados por Chaplin a su casa solariega cerca de Malibú, California, luego de que el filósofo alemán mostrara interés en la película Monsier Verdoux, la cual el también sociólogo utilizó como referencia para ilustrar el abismo entre la individualidad y el carácter social que circundaba la obra de Franz Kafka. Fue en aquella casa que Adorno concibió la siguiente sentencia: “Tan cerca del horror está la risa que el horror provoca, que sólo en esa cercanía adquiere su legitimidad y su poder de salvación.”[2] La otra versión, quizá la más áulica y procaz, sitúa a Theodor W. Adorno en el capítulo XXV de la novela de Thomas Mann, publicada en 1947 con el título de Doctor Faustus, ejerciendo la segunda metamorfosis del diablo frente al protagonista Adrian Leverkühn, sentado en el ángulo de un sofá, con cuello blanco, corbata de nudo; “lentes con aros de concha cabalgaban sobre su nariz aguileña; detrás de los cristales, rebrillaban unos ojos húmedos y sombríos, algo enrojecidos; su rostro ofrecía una mezcla de rasgos puntiagudos y blandos […] en suma, un intelectual de esos que en los periódicos escriben sobre arte y música; una  figura de teorizante y crítico, también compositor en la medida en que se lo permite el trabajo de su pensamiento.”

En junio de 1943, cuatro años antes de que aquella descripción quedara plasmada, Theodor W. Adorno y Thomas Mann, ambos exiliados en Los Ángeles, California, se conocieron en una fiesta que tuvo lugar en Santa Mónica, la casa de Max y Maidon Horkheimer.[3] Allí, cada uno habló sobre sus proyectos; Adorno de La filosofía de la nueva música y Mann sobre la novela que escribía, en la cual pensaba narrar la vida del compositor Adrian Leverkühn y, a su vez, realizar una arqueología del fascismo. Ese mismo año Adorno aceptó, como un Fausto ajado, ser el mentor secreto de Thomas Mann y, sin saberlo, también de Leverkühn, protagonista de la novela y quien, descontento con las manifestaciones musicales que van desde las postrimerías del siglo XIX hasta  el advenimiento del Tercer Reich, realiza un pacto con el diablo con el propósito de superar cualquier limitación artística. En una carta, fechada el 30 de diciembre de 1945, Thomas Mann le pregunta a Adorno lo siguiente:“¿Querría reflexionar usted acerca de cómo se podría poner manos a la obra en el caso de esta obra –me refiero a la obra de Leverkühn-?; ¿qué haría usted si tuviera un pacto con el diablo?; ¿pondría en mis manos tal o cual rasgo musical para favorecer la ilusión? Revolotea en mi mente algo satánico religioso, demoníaco piadoso, a la vez fuertemente ligado y que suene criminal, que se burle una y otra vez del arte, también que retome a lo primitivo elemental…”

Después de varios años y de largas conversaciones sobre filosofía y música, en 1947 Mann le envía un ejemplar de la novela, Doctor Faustus, a Adorno con la siguiente dedicatoria: “al verdadero consejero secreto.” A raíz de una polémica creada por el crítico literario alemán Hans Mayer, Adorno -ahora como visitante absorto en la Alemania de la posguerra y realizando los apuntes para lo que será su Dialéctica Negativa- le escribe una carta a Mann, fechada el 6 de julio de 1950, comentando, con la risa que el horror provoca,  su nuevo retrato en el capítulo XXV de Doctor Faustus como la figura del demonio: “El hecho de que el bueno de Hans Mayer me haya elevado en un libro sobre usted a la categoría de modelo físico de su diablo, con el cual tengo en común apenas algo más que los anteojos de carey, seguramente no lo sorprendió a usted algo más que a mí, que no soy precisamente consciente de tener rasgos diabólicos.”

La respuesta de Mann no se hizo esperar y con un tono irónicamente rapaz negó que aquel retrato fuera el de Adorno: “¿Acaso usa usted anteojos de carey?”[4]¿Llegaría a aceptar Mann que usó los espejuelos de carey para camuflar aquella perversa descripción de quien fuera su mentor fáustico, o simplemente fue una casualidad literaria? Nunca lo sabremos, pero queda el encuentro poco edificante.

        

 

Bibliografía

 

 

Adorno, Theodor W., Mann,Thomas, Correspondencia 1943-1955: , Trad de Nicolás

Gelormini, Fondo de Cultura Económica: Buenos Aires, 2006.

 

Diesbach, de Ghilain. Marcel Proust. Trad. Javier Albiñana. Editorial Anagrama:

Barcelona, 1996.

 

Ellmann, Richard. James Joyce. Trad. Enrique Castro y Beatriz Blanco. Editorial

Anagrama: Barcelona, 2002.

 

Mann,Thomas. Doctor Faustus, Trad. J. Farrán y Mayoral, Plaza Janés: Barcelona, 1965.

 

Müler-Doohm, Stefan. En tierra de nadie, Theodor W. Adorno: una biografía intelectual,

Trad. Roberto H. Bernet y Raúl Gabás, Herder Editorial, Barcelona: 2003.

 

Wizisla, Erdmut. Benjamin y Brecht: Historia de una amistad. Editorial Paidós:    

Barcelona, 2007.

 

 

 

 

 


[1] El novelista inglés Sindney Schiff (Stephen Hudson) había invitado a su amigo James Joyce y a Marcel Proust a la fiesta, aunque sabía que éste último no asistiría, dado su afinidad a las ausencias. Schiff los conocía a ambos, pero sentía una gran devoción por Proust a quien le había dedicado su novela Richard Kurt, en 1919. (Ellman 565-6)

[2] En en su libro Mínima Moralia Adorno dice: “Uno de los invitados se despidió más temprano, estando Chaplin a mi lado. A diferencia de éste, le tendí la mano distraídamente y la retiré de inmediato casi con brusquedad. El que se despedía era uno de los protagonistas de la película The Best Years of Our Life, que había perdido la mano en la guerra y, en lugar de la mano, tenía un aparato de hierro con el que sabía manejarse. Cuando estreché su diestra y él respondió con la suya a mi saludo, me asusté enormemente, pero me di cuenta de inmediato que no debía mostrarlo en modo alguno al mutilado, de manera que, en una fracción de segundos, cambié mi rostro de espanto por una mueca de compromiso, que debía de ser mucho más espantosa todavía. Apenas se marchó el actor, Chaplin imitó la escena. Tan cerca del horror está la risa que el horror provoca, que sólo en esa cercanía adquiere su legitimidad y su poder de salvación. Citado de Stefan Müler-Doohm, En tierra de nadie, Theodor W. Adorno: una biografía intelectua, pag 468.

[3] Desde niño Adorno soñaba con conocer a Mann, ventiocho años mayor, y hasta llegó a perseguirlo en la isla del Sylt para hablar con él, pero no obtuvo los resultados esperados. Circunstancias de exilios llevaron, veintidós años después, a que éstos se encontraran: “Tuve la sensación –escribía Adorno, al cumplir Mann sus setenta años- de encontrarme por primera y única vez en persona con aquella tradición alemana de la que yo lo había recibido todo: incluso la fuerza para resistirme a la tradición.”

[4] “Hay muchas cosas ingeniosas [en los planteamiento de Mayer], pero también muchas desacertadas o erróneas, y que el diablo en tano erudito musical estaría diseñado según su aspecto es absurdo. ¿Acaso usa usted anteojos de carey? Sea como fuere, ahí no hay ningún rasgo suyo. Es así, siempre se quieren “descubrir” tantas cosas como sea posible.” Carta fechada el 11 de julio de 1950, Correspondencia 1943-1955, pag 79.

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