Zozobra Galliano en un mar de sargazos simulado

galliorgia 

Escribe Manuel Clavell Carrasquillo

(Segunda parte de una serie indefinida ahora titulada “La ponka asesina”. Espere la tercera el miercoles, 23 de julio.)

Las consecuencias de un caluroso viaje de negocios lleno de temblores y punzadas de las oficinas en Manila a las de los Emiratos Árabes Unidos, con la encomienda de tratar de enderezar los desastres del bufete, te pusieron a reptar en cuatro patas y a pedir auxilio como un desquiciado sobre el borde de la piscina de agua amarillenta y salada del hotel Palma Real Luxury Club. Tenías hang over, habías almorzado mal y te dio un calambre. Te estabas ahogando en un mar falsificado.

Tanto dolor sentías, Gallianito, en la base de los pulmones manchados con tabaco –y tanto líquido yodado tragaste– que tuviste que llamarme entre alaridos y perdones reiterados para que saliera del quinto infierno en el que vivo para ir a tu rescate, como ya es costumbre cuando pierdes el control que con tanto orgullo exhibes frente a tus terneritos pares.

Al llegar, me topé con otra de tus escenas tristes. Estabas pidiendo cacao bocabajo bajo el sol ardiente con olor a una mezcla de bronceador Hawaian Tropic Coco y Piña y te faltaba el aire. Qué remedio, me dije, y procedí a reconfigurar para mi archivo tu acto natatorio fallido e irresponsable del siguiente modo:

Primera metamorfosis

Convoqué a Yemayá, dueña de todas las aguas y el mar, para que manifestara en público, frente a cada uno de los musulmanes de gafas oscuras y tanga que te monitoreaban la respiración salvaje mientras por poco te nos ibas de este mundo, porque fue ella quien te devolvió a la zona llana, oxigenada por la leve brisa, luego de haberte succionado hacia lo hondo. ¡Muákata-Muákata!

Pensé que, de esa forma, al exprimir cierta comunicación celular o cibernética con un aparato eléctrico en forma de sopera o tinaja de loza con fusibles, según se analice el contacto esotérico con la Orisha del río Oggún de mis pesadillas afro, podría auscultar los motivos de la segunda oportunidad sobre la Tierra que te ofrecía oronda al salvarte de la más humedecida de las muertes humanas.

Antes de chascar los dedos de la mano derecha, engancharme una caracola gigante en el oído y pitar de forma parecida al sonido de las olas para completar el trance, el Gran Útero salino me contestó diciéndome a mí y a mi amigo agonizante:

“Ay, con que Virgen de la Caridad del Cobre ni que Virgen del Carmen o sea Virgen del Pilar (la-Negra-¿voy atrás yo?, ¿velas?, ¿flores?), patronas de los pescadores y los ahogados devueltos con sargazo y piras de sal en el estómago, así que rujo y soplo, shshshs, para escupir a Gallianito (ya otro) como Jonás; transformado en un manojo de conchitas duras unidas por un hilo de pescar verdoso para que se concretice más sólido su espíritu blandengue como lobo de mar y no se queje. Completamente seguro de sí mismo, menos los miedos del falso balance terráqueo, convencido de las propiedades sagradas del mareo y devaneo de las leyes y los reglamentos y las decisiones pre y postvértigos… Por mis siete remos, mis siete manillas, mi corona, mi timón, el sol, la luna llena, mi mano poderosa colmada de caracoles, mi sirenita rubia Clairol, mi plato, mi salvavidas, mi estrella, mi llave, mi maraca pintada de azul, mi pilón y mis hierros de plata… Shshshs, serás sano y salvo, Gallianito, en el valor y el sacrificio de los vivos, restándole la mortificación de los difuntos que asechan. Se te inflarán los pulmones adoloridos, porque eres criatura carnívora, devoradora de aires bucaneros, y en la frente llevas la marca de anticapitán sanpérfido. A remar por las carreteras de la palabra alzada, Gallianito, rema. No te toca todavía rendirme cuentas postfúnebres pero apunta, que ahora bastante que me debes. ¡A trepar de nuevo el peñón inmenso en el que me quiebro y me hago espuma!”.

Florecimiento de las agallas

Luego del accidente, en el lecho hospitalario de la Creciente Roja, exhibiendo dos agallas inservibles que te sobresalían de las sienes (ya sin ánimos de meterle más wasabi al sushi de tus esperanzas) me confesaste que fue mi voz grave lo que te mantuvo alerta en medio de la tempestad, porque el aumento de sueldo posible después del último triunfo legal te había llevado a una bacanal de tres días que culminó en naufragio.

Entre el humo de los tabaquitos negros que usabas para desplegar cierta elegancia al litigar las defensas internacionales de tus clientes en las afueras del Tribunal de Almirantazgo (y los alucinógenos que te zumbaste con alcohol en la barra en lo que confirmabas que la orden de embarque de las mercancías Dolce & Gabbana fue firmada), se te nubló todo en la alberca. La fina zambullida sirvió para que los ayudantes –que te acompañaban vistiendo escuetas trusas Givenchy– degustaran brevemente tus atributos de flaco en cueros con guille de mamito. Lástima que esa imagen pronto fue borrada y sustituida por la de los paramédicos en plena faena boca-a-boca.

De la Puebla vs. Buenaventura

Mucho antes del percance turístico, te vi de lejos parado frente al podio postulando contra la flota naval catalana en reivindicación de un contrato de transportación de siete tomos rubricado por Esteban Rui de la Puebla y Micheo Buenaventura, en representación de la compañía Sea-Landesa y Arponera Ballenera, S.A. Explicabas que las vistas judiciales fueron en los Emiratos porque la naviera demandada se sometió a dicha jurisdicción voluntariamente. Nada de nada (jurabas en vano por los mil nombres de Alá), vuestro honor, xuparon los árabes jurisconsultos excepto la buena tajada que le diste al honorable juez presente.

Para que te acredites, paga

Eso es lo importante, Diorcito; que tengo que pagarte a ti y a Yemayá –me decías en medio de tu delirium tremens por la asfixia–, no que los machazos albaneses de la tripulación del barco de tus clientes tuvieron una trifulca por los condimentos de las comidas y los turnos para la oración con los sucios serbios. Eso provocó la colisión entre los navíos y la pérdida de las cajas de los trajes (Dolce & Gabbana) que se chupó el Adriático. “¿Quién fuera albanés engañado y perdido en el gran templo de un serbio ortodoxo en plena promesa integracionista?”, repetías. “¿Quién fuera pez albanés escamado en manos de pescador serbio barbudo con botas plásticas, hundido por corrientes submarinas?”, balbuceabas, mientras un enfermero decidía cuál de tus venas pinchaba.

Cuando te vi tendido, dabas órdenes a los de bata blanca. Repasabas recitabas la agenda de la tarde y les indicabas a las sombras que veías –luego de que el sol te dejara una ceguera blanca– que tenías que presentar una demanda, que te prepararan el sello notarial, que llamaran a la parte contraria para cuadrar un interrogatorio. Terco, venido por segunda vez como Moisés, Lázaro y Cristo de entre las tinieblas, tu superyó dictatorial tomaba posesión de tus sentidos. Pedías orden para el espíritu que se te escurría: “Mi Dior”, decías. “Orden en la corte celestial, no hay túnel alguno”, blasfemabas. “Orden en la sala de los mártires inexistentes de Mohamed”, expresabas con rabia. “Sólo Yemayá, a quien le pago con promesa de erigirle una fuente de agua viva, reinará las escorrentías y los lagos”, murmurabas. “Mi Dior”, te amo.

Al final de la odisea, cuando te dejé solo en la sala de cuidados intensivos, molesto por tu miseria autoinfligida, aún respirabas como un acordeón enloquecido y decretabas que te trajeran hielos con syrop de frambuesa. Ay, pichón de divo, que con algún dulce fantástico te hicieran hinchar aquellas semibembitas gibralteñas ardientes y saladas para que se te calmara de una vez y para siempre (por secula seculorum) aquella espantosa sed de tu existencia zozobrada.

Este texto fue publicado en el periodico Dialogo de la Universidad de Puerto Rico.

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *