Phone Sex (I-li-mi-ta-do)

ja

Escribe Manuel Clavell Carrasquillo

Abriste las dos hojas metálicas del celular y te dispusiste a hablar sobre el romance. Un desahogo momentáneo con oídos familiares del otro lado del aparato te parecía lo correcto en momentos de tribulación y diarreas mentales. Mencionaste ventajas y desventajas del amor correspondido y sus dificultades, sobre todo en la mismísima línea recta con puntas de flecha (plano cartesiano necesitado de libreta cuadriculada) de los primeros días de una relación ambigua. Nadie conoce a nadie mejor que nadie y el reto consiste en tratar de conocerse preservando cierta distancia del desconocimiento que provoca el morbo y requiere -a veces- alcohol, platillos de dim-sum o pastillas tranquilizantes. No es lo mismo observar en cámara lenta cómo un extraño abre la boca con la intención de que abras la tuya para que te acerques para comérsela a besos que coordinar durante años en fast forward una pose de aberturas y cerraduras labiales en una especie de róster calendariado: a la hora tal, rápido, chan-chan y estruje. Se iba la señal y, mientras le dabas al send verde para llamar para atrás, balbuceabas maldiciones contra la ansiedad de no saber cómo reaccionaría el tipo ante el rapeo, qué pensaría él -tan supuestamente liberado- de tus traqueteos extracurriculares, cuál de todos tus sofisticados complejos de nomenclatura griega se notaría primero. Volvía, por ahora, la señal del plan ilimitado de los $99.99 mensuales, además de la voz lejana que asentía unjú en las pausas mientras reanudabas el esquema verbal que le daba cierto sentido estúpido y cursilón a tu reguero: ¿Lo llamo o no lo llamo?, ¿le gustaré lo suficiente? Esos, y dos o tres adivinanzas lanzadas al vacío pasional, eran los extremos. Montabas un caso imaginario en que lo sentabas en el banquillo de los acusados para que respondiera penalmente por cada uno de sus pequeños desplantes inconscientes, aquellos desencuentros cotidianos que ya se asentaban en tu corazoncito débil a pesar de las tres o cuatro semanas de historia hilada a base de mensajes esculpidos con atrevimiento bellaco en textos digitales y máquinas contestadoras. Un interrogatorio seguido de más preguntas sobre su estatus mental en cuanto a tu presencia, si no le ofendía la panza cervecera y los tucos mal afeitados de la barba, si estaba o no de acuerdo con tus posiciones en torno a los lugares de jangueo, los sitios de comida… si aún, por ejemplo, concordaba contigo en cuanto a la idea empalagosa que acariciabas desde hace meses: no estaría nada mal, decías en monólogo, embarrase en público las bocas tratando de sacarle el juguito rosado a una fresa cubierta de chocolate. Pero del autotripeo del cuestionamiento sólo sacabas conclusiones cómodas para tu ego demandante. Me quiere. Y con esa afirmación en la punta de la lengua, sin nada más que añadir para beneficio de los oídos amigos de tu fiel alcahuete, enganchabas.

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