El tedio de los supervivientes: Controversia sobre la lectura con Mayra Santos Febres y Félix de Azúa

leer es pensar 

Escribe Manuel Clavell Carrasquillo
De la Redacción de Estruendomudo

A Eduardo Lalo

Plantea en su blog el escritor Félix de Azúa, luego de devorar una historia de horror sobre el exterminio judío por los nazis, que la lectura de semejante libro espantoso le dejó el corazón helado. Acto seguido, opina que quizás sea ésa, precisamente, la función de la lectura: sacudir violentamente el tedio de los supervivientes del canibalismo humano, que no es otra cosa que crear cierta conciencia profunda y clara del mal en algún sitio, despertar del largo sueño del olvido en el que caemos para obviar el miedo a la capacidad que tenemos de entregarnos como raza al gran festín del odio y de la muerte.

El domingo pasado, la escritora Mayra Santos Febres publicó una columna titulada “Para qué sirve un libro” en en periódico El Nuevo Día, de Puerto Rico. Allí llega a conclusiones cuasisimilares al plantear que le asustan los clásicos, no sabe leer ni griego ni latín y que muchas veces se ve tentada a recurrir a “la pachanga, a la tele, a la referencia fácil de de la cultura de masas, porque esa no me intimida”. Esa intimidación nombrada, precisamente, es a la que se refiere Azúa. Para él, los libros que hay que leer son nada más y nada menos que los intimidantes.

Ella abunda, explicando que existen libros literarios y no literarios. En ese segundo grupo acomoda a los de autoayuda y los “best sellers”. Además, aduce que la falta de lectura de libros literarios se debe a que entrar en dicha rara costumbre conduce a la tortuosa iniciación en una conversación con la tradición occidental, “con un acervo de lecturas que van componiendo el marco de referencia de saberes que una reencuentra entre las páginas de un libro”.

Para ambos, leer (o al menos la lectura que vale la pena) es un ejercicio de peso, estremecedor en el sentido de que el lector queda golpeado por un objeto contundente de infinitas toneladas simbólicas. Azúa está feliz con ello, asume su gusto y se cuenta entre los “lectores pesados”. Sin embargo, Santos Febres -pseudotraumatizada- concluye que le falta mucho para ser esa lectora ideal que añora como prototipo del buen lector isleño. Inclusive, encuentra una receta médica para llegar a ello: “Paro de escribir. Ni una letra más. Tengo que ponerme a leer”. La acumulación de lecturas pesadas, valga la metáfora macharrana, entiende entonces, la hará una mejor lectora: una lectora de verdá; seria y dura. No una “lectora arrimada” o blanda, valga la metáfora misógina, como ahora se define.

A mi entender, sendas actitudes conducen a la encrucijada en que se encuentra la lectura supuestamente literaria en nuestros días: no hay masa que la lea, punto. Simplemente habemos lectores que hemos descartado esa dicotomía entre la literatura leve y la literatura pesada a la hora de escoger nuestras lecturas o simplemente no nos parece que esa discusión aporte a que más lectores caigan seducidos por lo literario; si es que aún es posible hablar de ello como una partícula aislada del resto de las escrituras no-literarias. Es más, voy a asumir que no es posible y que eso es lo que pasa. Tanto Azúa como Santos Febres continúan inmersos en la gran película de Indiana Jones que son los estudios literarios y, desde el “set” de Spielberg y su “director’s chair”, pretenden recetarnos al resto de los mortales sus lecturas pesadas como antídoto del tedio. Es más, como único antídoto realmente importante y revolucionario, en la medida en que su consecuencia natural sería revolcar mentes pasivas.

La literatura dura -“as we knew it”- ha muerto, al igual que el arte duro. Su venta y publicidad como LA LITERATURA QUE VALE LA PENA y EL ARTE QUE VALE LA PENA es absolutamente estéril. Esa preocupación estética por las almas descarriadas en la banalidad es tan parroquiana y tan elitista que ya no es sostenible. La masa arisca la rechaza visceralmente. También yo la rechazo. El arte y la literatura pueden ser látigos de las conciencias, verdaderas cámaras de las torturas para el tedio de los supervivientes, alambres de púa contra la estupidez, claro, pero NO NECESARIAMENTE TIENEN QUE SERLO NI ELLO ES ABSOLUTAMENTE DESEABLE. En cualquier caso, no les corresponde a los letrados definir para qué sirve o deja de servir el arte y la literatura que consumo; tampoco a los incultos. Ello me corresponde a mí únicamente. Me corresponde gozar lo que leo, más el proceso de escoger lo que leo, a mí y a más nadie. En todo caso, debido a mi interés literario, he decidido que la lectura de comentarios culturales críticos es parte de mi proceso de gozo a la hora de hacer el escogido. Eso es todo. La palabra ni sana ni salva si yo no quiero ni tampoco es el único vehículo de sanación y salvación disponible en el “fucking” 2008.

El libro pesado ha dejado de ser el centro de gozo cultural y, gracias a Dios, que quizás no existe, también el centro de los dolores culturales, excepto para los escritores, los editores y los libreros llorones con esperanza de que la literatura le siga sirviendo de látigo a las masas. Ya no, no más. La masa está absolutamente liberada de la literatura como látigo desde hace bastante tiempo, sobre todo en la ínsula. No HAY que leer para ser mejor persona. Leer NO conduce necesariamente a ser mejor persona. No hay arte que conduzca a ningún sitio determinado y asumir la indeterminación del arte como proyecto es la única salida al impasse de los intelectuales lacrimógenos. El libro ha fracasado como objeto cultural y asistimos al holocausto caníbal de su ruina. En ella me masturbo y me regocijo, sin ningún complejo y sin ninguna nostalgia de flagelación burguesa y culposa. Con mucho respeto, amigos, a ello los convido.

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