Era tinta o era sangre

dragon1Escribe Manuel Clavell Carrasquillo

Para Rita Indiana

Entre las obsesiones más recurrentes de los tatuados se puede comentar sobre la muestra y la comparación, el mirarse frente a los espejos. En realidad buscan arreglar colores, demostrar imperfecciones lineares. Me decían que el hombro es zona de dificultad, así que creo decidirme por el anverso de la palma de la mano. Me voy a tatuar un ojo que sobresalga o un animal mítico como la sirena o los tritones. Pueden ser dos leones de Judá en medio de una pradera urbanizada con casas prefabricadas a las que se les escapan niños que juegan con pirotecnia en las aceras. Un desbalance de tintas y pólvoras que causa náuseas, una sensación de hartazgo. Pero una cosa si es segura, el azul en tinta china me contaminaría la carne y determiné que los niños eran azules porque sus padres los desatendían al no enviarlos al colegio. Por las noches, se sentía el ulular del viento en la urbanización y se confundían los movimientos de la luna con el frío invisible que esparcían las ráfagas. Cuatro jinetes que eran motoristas mataron a uno de los niños porque competían por velocidad después de haber fumado opio. Ni se enteraron más allá de las verjas más acá de los pastizales porque no había periódicos. Sin embargo, el tatuador salió a la avenida y pegó un grito que no oyó nadie porque a pesar de la vigilancia controlada todavía se podían hacer muchas fechorías. Su madre fue avisada, pero pidió silencio y respeto por el culto. Tenía el pelo largo y cada genuflexión frente al altar de la virgen de Fátima le costaba nuevos cracks en el centro de sus huesos quebradizos. La matrona era tan frágil que oraba y oraba mientras la aguja se me metía en la carne -cualquiera diría que la sentía- y el artista tatuador diseñaba sus hipogrifos y sus gorgonas y sus diablos. Yo, honestamente, preferiría efebos, pero no podía ser indiscreto si quería el reconocimiento del gremio. Tenía que disimular gustos particulares por los músculos caídos y las miradas tiernas. Cubrí el hombro como mejor pude con la toga, amarré mis sandalias y me lancé a la calle de nuevo para seguir atravesando patios en medio de la tatuadera. Tropecé con cortadoras de grama, mangas para regar el césped, hormigueros y perritos falderos. Escuché de lejos el ronroneo de los rezos de la madre y quise meditar con ella hasta que el césped se cubriera de rocío. De inmediato me di cuenta de que pedir no me serviría de nada debido a que no había pagado todas las cuentas. El agente se encargó de reportarme a las autoridades por deudor y embustero, fui marcado con un nuevo tatuaje institucional en el otro brazo y me destrozaron el omoplato. Los muy cabrones disimularon la tortura lanzándome contra uno de los muros que los niños usaban para rebotar pelotas. Fui trasladado al anexo, que consistía en un local común, pero allí vedaban a los tatuadores, así que no pude completar el diseño del ave fénix que había empezado otro artista en mi hombro. Unas odaliscas con uniformes de papel de aluminio se encargaron de vaciarme las tripas con unas pastillas para el adelgazamiento y de untarme tempertina en los tatuajes. El olor del petóleo me llevó al piso. Soñé con las caricias de mi madre y sus sobos con alcohol cuando me picaban las hormigas. En medio de la escena, se presentó mi padre con olor a cigarrillos acariciándose el bigote y echándome la bendición con la voz ronca. Oscureció. Me hice pis encima y hubo que limpiarlo de inmediato. Para esas ocasiones existían el Windex, el Lestoil y los forros plásticos, el matress no se había dañado tanto. De repente, las odaliscas entonaron un cántico extraño que se me parecía al que entonan los derviches en el norte de Africa. Se ponían en círculo, encendían inciensos, y del humo surgia la sombra terrorífica de un leopardo con los ojos verdes y los bigotes llenos de sangre. La peste de los orines hizo que reaccionara con asco, primero, y luego, ante la visión del felino amenazante, fue que tuve el orgasmo.

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