Gaika, ausente, mientras su amo reposa en el diván

SantaAnnaPortrait largeEscribe Manuel Clavell Carrasquillo

Tenía que volver al psicólogo. Necesitaba desahogarme. Me agobiaba la oscuridad del futuro y la necesidad constante de hacer planes para alumbrarlo. En el recorrido hacia ese camino, me especializo en la poda de obstáculos y en la construcción de trampas para volver a caer y, de esa forma tan extraña y tan masoquista, poder descansar.

El costo de la estrategia me mataba. Méndez me atendió como siempre, seguro de sí mismo en su oficina de la avenida Ashford y, cuando lo saludé, me di cuenta por la dirección de su mirada que echaba de menos a Gaika.

Inmediatamente me acomodé en el diván sin dar explicaciones por la insólita ausencia de la perra. Doctor, estoy soñando dos noches sí y una no con mis antepasados, y eso me preocupa. No quiero asistir a ninguna fiesta navideña pero voy a tener que asistir, quiero desaparecer del panorama pero es imposible. Ya estoy comprometido con varias causas, eso me pasa, doctor.

A ver, a ver, vamos por partes, me dijo, como si quisiera traer a mi mente el chistecito de Jack el Destripador. En ese momento pensé en cuánto le costaba al plan médico aquella hora de despojos. Pensé también en cuánto me costaba a mí, que todos los meses aportaba a la prima sin darme cuenta. Pero llegó el momento, bastaba de dilaciones, me tenía que relajar.

Había incienso sobre una mesita pequeña en la esquina después de la butaca y ninguna botella a la vista, pero indagué. Doctor, ¿no tendrá usted escondido entre las gavetas de su escritorio algún Brandy que se pueda beber? Sin embargo, no me atreví a hacer la pregunta, sólo murmuré alguna incoherencia, quizás por no hacerlo romper alguna regla recóndita de ética profesional.

De todas maneras, tuve que relajarme a la brava, había sacado el día para contarle que buscaba y buscaba, pero que no alcanzaba a encontrar rastros en ninguna parte. Que había tratado de dejar todos los legados posibles a través de la escritura y la conversación, los gestos y las acciones de buena y mala gana, pero que nada lograba al final de las expediciones al otro mundo y a todos los mundos de los demás, los míos ya infinitos, los había intentado dejar de contar pero no podía, porque seguían allí en los abismos de mi (in)consciencia, intermitentes, aullando desesperaciones tristes después de las tres de la mañana, y me despertaba, a veces, refortalecido en una camita de hilos verde esperanza, haciendo planes de reconquista, de formas y más formas de seducir sólo para caer a los precipicios vencido y volver a traicionar.

La mañana estaba como para representar el papel de mariscal de campo que acaba de perder el control de las huestes en plena batalla, porque inclusive en la guerra llega el momento de la improvisación. Me imaginaba como mariscal inglés a punto de perder el comando, pero perfectamente ataviado de uniforme con pantalones kaki planchado al vapor y con botas lustrosas que el barro iba a tener que manchar; como si se tratara de una cábala irreprimible o una mandatoria cuestión de honor.

Le pedía otra copa de Brandy a algún subalterno allí mismo, montado sobre un enorme caballo percherón, y sentía el frío de la madrugada sobre la piel mientras observaba el rocío que invadía la grama de Hyde Park. Los drogadictos invadían el parque -no había enemigos de peso-, mi cerebro militar se extendía sobre esa grama, que era yo, menos más multiplicado por todos mis miedos juntos en forma de diminutas agujas vegetales. Podía palpar el pánico que se apoderaba de mis preceptos napoleónicos, verme en la distancia de los desmadres de la guerrilla de los narcómanos y reconocerme capaz de firmar mi nombre y mis dos apellidos en cada una de las cartas de defunción de mis soldados en regimiento con el humo de un cigarro encendido apuntando hacia el cielo, que no era más que la inmensidad nebulosa que no terminaba tan siquiera después de cerrar los ojos y desear que cesasen y desistiesen de parpadear.

Doctor, el problema es que veo doble y que por eso tuve que dejar a la perra en casa. Temía que no la pudiera manejar. Doctor, el problema es que he hecho compromisos que no puedo cumplir, promesas vanas que quedan vacantes como los cuartos de hotel en temporada baja, cambios abruptos de habitación y que, a pesar de las advertencias, sigo contratando más personal, meseros, mucamas, compañeros de jornal que me animen la fiesta en el ball room. Doctor, el problema es que salgo de paseo y quiero regresar, como si en el trayecto no hubiese nada y no hubiese mapas ni carreteras ni vehículos de tránsito ni pares o señales. Como si no fuese yo, punto, eso es.

Doctor, estoy sumamente confundido, ayer encendí el televisor y no paré de ver películas de John Malkovich, me impresiona su fina postura y su uniforme con pantalones kaki de mariscal, el tono de su voz, el manejo de sus labios cada vez que se para frente a Juliette Binoche y la forma en que le habla, a pesar de las cámaras y las instrucciones del regidor de escena. El problema es que he descubierto que me gustaría ser él, pero soy yo.

De niño soñaba con una varita de Harry Potter para cambiar los sets a mi antojo, acomodar muebles en la sala y el comedor de los vecinos sin que se dieran cuanta, colocarles una maldad en medio de la mesa para que cuando se sentaran a comer explotara y saliera triturado en confetti un muñequito superhéroe que los fuese a rescatar de su miseria acompasada y de su rutina burguesa; esa que incluye lavar autos, correrlos a través de la polvoreda de la isla y regresar para seguir reponiendo las hieleras llenas de agua en el congelador. Doctor, estoy hecho cantos, ¿no ve?

Aquel hombre era todo un oído sin pelos, pero una oreja que me quería decir: No vires a la izquierda, hermanito, piénsalo bien. No sigas dando vueltas en los desperdicios y concéntrate en la jardinería japonesa. Pero esa oreja sabe mejor que nadie que no tengo la paciencia ni el adiestramiento ni la intención de bregar con los caracoles que se comen con lentitud cada una de las plantas que con tanto trabajo el esteta japonés va sembrando en jarrones decorados con motivos imperiales, amarillos, preferiblemente, el color del oro resplandeciente extraído de las mimas del rey Salomón.

Doctor, la otra noche me travestí como el rey Salomón -con corona y fragancia de mirra, me puse una falda de tafetán-, recité salmos yo solo, aún en contra de las negativas de Gaika, que ladraba como si hubiese visto al diablo venir. “Alabadle, sol y luna; alabadle, vosotras todas, lucientes estrellas… Alaben el nombre de Jehová”.

Revisé mis contratos en la consulta, las conexiones con el mundo de los adultos y las ganancias que me jugué. Aprendí que los porcientos no me favorecen. Necesito fondos mutuos, planes de retiro, cuentas de ahorro, ingresos fijos en los que se pueda confiar. Hablé de las ofertas con el doctor. Hablé de la falta de hombres disponibles para tener una noche de lujuria sin compromisos, sin que medie conversación. Hablé de las enfermedades de la próstata, de las calenturas, de los pronósticos del tiempo, de los problemas de las mujeres casadas y de los viajes que planifico a la corteza exterior.

Hablé de la espesura de la Selva Negra a las afueras de Bruselas, creo, y de los mantos de los beduinos y de los vientos de la Patagonia que también eran yo, dividido entre menos pero eran yo. Unos vientos con fuerza de muerte que condenaban las cosas vivas a la parálisis corporal, petrificaciones anónimas en medio de las blancas planicies -era yo transformado en Mr. Cold- sin posibilidad de que la base de los chilenos mandase algún SOS a Neruda a Borges, Jorge Negrete a Juan Gabriel. Le confesé nuevamente mi cansancio y mi insomnio, mis vicios toditos, el chantaje al que sometía a los farmacéuticos que no querían renovarme la prescripción que él me entregaba después de acabar.

Por cierto, se acabó su tiempo hasta la semana que viene, dijo, estoico, y en ese momento salté del diván y le pedí permiso en tono bajo -o en perfecta jerga psicoanalítica- para llamar a Gaika por teléfono. Quería dejarle un mensaje en el contestador: “Gaika, mi vida, te tengo una noticia terrible: veo doble. El doctor quiso disgnosticarme relación mente-cuerpo, psicosomosis, vainas de esas que dicen los loqueros, pero se limitó a decirme que mi problema no estaba allá afuera donde lo estaba buscando drogado y que nadie es culpable de su proliferación anormal; que la locura en sí misma y redonda soy yo. Voy para casa, espérame ahí tranquilita, que voy para casa ahora mismo, mi amor”.

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