Las ruinas fabulosas de mi ciudad

ella

Manuel Clavell Carrasquillo
Redacción de Estruendomudo

Hay que escoger entre saludarlos o no, verlos allí dando vueltas sobre la noche santurcina y sus miserias, acomodándose en el Café 18 con sus cuentos de boxeo y mujeres abusadoras que salen con voz amplificada por altoparlantes –sobre todo cuando llega el momento de las carcajadas por los nockouts. Las meseras llaman al orden con una mirada certera contra el macho que más que desordena mientras le sirven una cerveza de lata. Un viejo me hace así, saludándome con la cabeza desde una mesita para dos que da a la vitrina de la acera. Bebe cerveza este viejo tan distinto a mi abuelo de campo, porque este es un viejo de ciudad. Las órdenes ceden ante los piropos del cliente y la necesidad de no desagradarlos con una actitud desagradable. No hay nada peor que una mesera dominicana y desagradable, eso simplemente no se consigue en la Ponce de León, eso no existe. Vuelven a servir y se escucha la bachata de la vellonera mientras sirven desde la bandeja y a lo lejos se ve el juego de pelota en el televisor. El mamito, dicen que es el mamito musculoso y sagaz, regentea el negocio con la exhibición del poder que tiene aquí la calma de un dominicano con la piel casi blanca. Sólo las meseras negras escuchan sus órdenes, el dueño habla y ellas obedecen, siguen las instrucciones para que el perfecto balance entre la poca paciencia de la clientela borracha y las estrategias de seducción entre tanta grasa y tanto mayoketchup (entre los tostones y el mangú) no se vaya a alterar. Un padre de familia vestido de rapero me saluda con un gesto de reconocimiento mientras observo a su mujer, flaquita, cariñosa, preocuparse por la comodidad de las dos niñas educaditas en la escasez: la mayor se sienta en la cabecera de la mesa. La menor, descalza, junto a la mamá. Luego del saludo, el tipo conversa con la suegra unos minutos y se levanta. Sale a despejarse al cuarto de las máquinas de apostar pesetas. Termino la cerveza, voy a fumar afuera, me intercepta un tecato vendedor de pantalones Ralph Lauren Imitación. Otro me pide fuego. Se lo doy. Veo cómo me mira raro el guardia de la sucursal contigua del Banco Popular. Decido hacer pose de puto, me siento en un murito a fumar mientras veo pasar los autos y soñar con que un macho rico que está bien bueno me recoge. Siento la mirada de los extraños, un bonche de chamacas que van a buscar dinero al cajero automático del Banco Popular me tientan con pasitos de perreo. Un loco se me sienta al lado sin yo notarlo y me dice que lo andan buscando por robo, pero que él roba –está bien, aceptado– pero no allí. En ese orden de las circunstancias, primero lo acepta y luego dice que en el barrio no, que no allí. Pasa una pareja de artistas jóvenes conocidos. Van para el cine Metro y caminan sabiendo que ese es el amor. El estacionamiento del putero más cercano se va llenando como a eso de las diez menos cuarto. La avenida está llena de gente en-proceso-de-transacción, los machitos de otro bonche de reguetoneros pasan por esa esquina y negocian con el custodio de la puerta del putero. Más adelante hay fiesta en la sucursal del Banco Popular y los ejecutivos cuasiuniformados se enfrentan a la intensidad alocada de su entorno pero esta vez en la semioscuridad. Todo esto ocurre en el contexto del contacto con la brisa que viene de la laguna, como si esa brisa fuera el aire acondicionado del gran mall. Decido subir avenida arriba para seguir tomando cervezas. Paro en el bar Los Parados, que se pronuncia Los Para’os. Se discute de política, de la venta de los edificios de la cuadra a unos multimillonarios que nadie sabe quiénes son. Se habla de relajar a la gorda, de las nalgas de la dominicana que acaba de salir. Unos dominicanos me pasan por el lado, escucho la sirena de la patrulla de la policía que custodia el otro putibar. Desde la patrulla hacia la acera, le piden a una trabajadora del sexo transexual, de una belleza pálida y flaca, vestida de negro, gótica, que se mueva al área designada, que allí, precisamente, no puede estar. Salgo después de la intervención, travestido de periodista y abogado wannabi. Ya llevo cuatro cervezas streight. La trabajadora del sexo transexual se explaya en conversación conmigo mientras maneja un precioso abanico rojo. Me enseña sus armas de defensa, eso es lo primero que me enseña de lo que lleva en el carterón: un bolígrafo que al destaparse ya es cuchilla, un aparato que emite electroshocks y un esprey maze para cegar a los bugarrones malapaga. Le pregunto si alguna brigada liberal del Colegio de Abogados la ha orientado, si conoce sus derechos. Me dice que sí, que cómo no, “si tú supieras como pagan los abogados aquí”. Un loquito me pasa por el lado y me dice: “Yo tú me voy”. Ni me inmuto, empezamos a conversar sobre las razones por las que no se ha operado las tetas: ella respeta a su mamá. Pero las caderas las tiene hechas, eso sí. La dejo. Camino hacia Juniors Bar, en donde me pienso refugiar hasta que comiencen las actividades postmedianoche. Es temprano, a penas las diez. Atravieso el callejón de los tecatos, esquivo los charcos de agua bendita que empozan la carretera. Entro, siento la bellaquera en high, es la oscuridad, la música de Holandita en crisis, el humo, las guayaberas y me pongo a cazar. Un macho macharrán, camisa roja y mahones semiajustados, se me para al lado; baila reggaetón. La barra está semivacía, siento el frío del aire acondicionado, como me gusta a mí. Y a él también. Se puede mirar sin tropezar. Me mira con insistencia. Cambia la mirada. Va a pedir una cerveza. Estamos rodeados por unos cuantos hombres mayores, de loquitas panzudas que conversan de pie y con extrema familiaridad, se tocan, se ríen; es la fauna silvestre del queer-ness nacional. Todos los que entran lo saludan. Me doy cuenta de que es muy popular. Un macho así, color indígena, labios cortos, que se mueve también al ritmo de cualquier género, entrado en los 30 y sin pizca de femineidad, es absolutamente codiciado por todos. Me vuelve a mirar, pero decido dejarle plantado el flirteo. Termino la cerveza. Lo ignoro y salgo del local. El dominicano del estacionamiento me cobra cuatro dólares sin el sales tax. En la barra me cobraron el sales tax y le dejé los noventayciete centavos del cambio al bartender. En el underground santurcino, comporbado, también en unos lugares sí y en otros no, se cobra sales tax. Camino hasta el restaurante chino China Sun con intenciones de meterme en la disco, son las diez y cuarenta y cinco, espero la luz verde para cruzar. Mientras espero, observo entre las vitrinas al dependiente oriental de siempre, un chino compulsivo que lleva casi una década sirviendo en esa esquina imperial costillas en salsa roja, organizando los compartimientos donde se guarda la salsa soya, la salsa de pato, los cubiertos de plástico, el hambre vieja de la vecindad que queda saciada a fuerza de arroz con lechuga, huevos y jamón más papitas fritas que come la vecindad. Pienso en la actitud compulsiva de ese chino gerente. “Ese es el chino-nazi”, diría en Seinfeild la Elaine. La madre del tecato que se cuele por allí a pedir chavos, la madre del santurcino que no haga la fila como tiene que ser, la madre del cliente que no sepa el número de la combinación que quiere ordenar. Cambia la luz, camino a la disco, avanzo a perderme entre hombres que celebran en medio de la ruina fabulosa de mi ciudad.

Foto por: glutter (creative commons)

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