Cómo comerse un poema y que siga botando caldo: ‘Cannibalia’, de Rafael Acevedo

[presentación del poemario ‘Cannibalia’ realizada en la librería La Tertulia/Latino Fever en el Viejo San Juan, 15 marzo 2006]

Por Félix Jiménez

Especial para Estruendomudo

Todos queremos un canto de alguien. El pedazo más bueno, el que mejor esté. De alguien en este salón ustedes quieren un pedazo. O pueden muy pronto quererlo. No hay duda de eso. Las imágenes, para más, lo que quieren es comerte y que las devores, y todos siempre estamos a la altura del canibalismo que soñamos, el que nos deleita por dentro, y a veces por fuera. Para eso es que estamos aquí en, de todos los lugares posibles, un lugar con mesas y cubiertos que siempre esperan carne propiciatoria. Hoy, sobre todo, las idas de marzo, unos cuantos minutos antes de que comiencen a desangrarse Puerto Rico y Cuba en una bacanal de cuerpos entrándose a palo limpio. Con bates y bolas, alguien va a comerle el culo a alguien.

Vuelvo a leer la historia de Armind Meiwes y Bernd-Jurgen Brandes y comparto con Theodore Darlymple su impresión de esa página reciente de la historia alemana: Esta es una historia que no me parece terrible, ni triste ni patética y mucho menos irracional. La historia es como sigue: Brandes, un técnico de computadoras de 42 años, contesta un anuncio internético en el que el alemán Meiwes, un técnico de computadoras de 43, busca a un hombre que quiera ser comido. El anuncio decía: “Busco un joven bien formado que quiera ser comido” y el requerimiento simple lo lanza al mundo a través de su computadora. Lo quería de 18 a 30 años, preferiblemente rubio, y flaco. Recibió a un cuarentón apetitoso, fuerte y de pelo negro. Pero a la hora de devorar, bueno, sabemos como son las cosas. Lo que hay es lo que hay y, casi siempre, lo que está al lado es lo que debe haber.

Del primer hombre, fortuitamente, llega el mensaje al segundo. Uno quiere comer y escribe buscando su deseo. El otro quiere ser comido y lee, y escribe y responde a ver si alguien le hace su deseo realidad. Aquí la transacción entre la carne y la boca es intransitiva. Ellos comen mucho. El deseo de uno es el deseo de otro, y punto, reversible y cóncavamente convexo. Y es en la alineación de esos deseos que desemboca la acción. Porque no hay acción sin alineación. Así que en el día triunfal para ambos, el día en que descorren los siete velos de sus fantasías y la hacen realidad, Brandes – según cuenta su compañero de aventura – parecía estar de buen humor. Según su versión, ambos tenían en común el humo, el placer de fumar. Así que antes de proceder a entregarse a la boca del otro, el hombre que sería catado todo le recordó a su comensal que con él tendría una larga noche. “Querido, sabes que la carne ahumada dura más, verdad?”.

Después del recordatorio de fumador, Brandes procede en éxtasis a cortar y comer 44 libras de la carne de su más instantáneo y fugaz amigo. Y grabarlo para su posteridad. La primera y última cena que tuvieron juntos en esta exacta – y perfecta – relación fue el pene a la brasa de Brandes, pene flambee – con un diente de ajo y pizcas de sal y pimenta- que degustaron antes de que su amigo le traspasara el cuello con un puñal para proceder entonces al plato fuerte. Y se come el caníbal de Meiwes la carne de su hombre, que resultó ser la carne de de René, el hombre al que Branes, en su testamento le dejó su herencia toda. Y en su testamento, precisó que quería ser comido.

Caníbal es, o puede ser, la palabra. Pero, comensales, la contemporaneidad del canibalismo también es evidente en los libros que nos comemos. Porque comelibros somos. Y comecarnes queremos ser. O viceversa. Desde el principio de su Cannibalia, Rafael Acevedo lo tiene bien claro cuando escribe en el segundo poema, “Tipología”, que en el centro de todo este embrollo de comer y ser comido está la carencia. Se consume y se consuma “para saber/qué me falta, qué te sobra”. Esto nos dice, en rápida sucesión del primer poema, “De los caníbales” en el que especifica que se desatan desde el principio las tiras de carne aderezadas lamentablemente sólo con “palabras como especias/de un continente recién descubierto/crudamente”.

Si dejamos, entonces, que nos alarme el deseo que la Internet posibilta – se considere “racional” o no (¿qué es un deseo racional?), o “legal” o no (y no nos debería alarmar), entonces que podemos sentir ante este otro y más íntimo canibalismo consensual, frente a un poeta que nos come con su intento de alinear nuestros deseos a la experiencia de su carne. Fuera del circuito de la tecnología seudosofisticada y de la virtualidad (que, como vemos, sí pueden hacer realidad las fantasías carnales), ¿es posible todavía ser primitiva y felizmente consciente de las crudezas que deseamos, y de cómo las queremos aderezar? Se puede. Cannibalia pone la piel que asesina, porque registra que – ya- la primera responsabilidad de un ciudadano, y de un estado, es comer – como sea, y a cualquier hora. Son 40 poemas, una cuarentena de sangre calibrada y coagulada, que ordenan dar el mordisco en el momento menos pensado, o lamerse las marcas de los dientes de otros que no por no sentirse duelen menos. Es la circularidad del canibalismo la que se reproduce en el libro, llamada por muchos nombres. Cannibalia no dosifica su insaciabilidad. Es un manual de cómo decirse caníbal – porque lo somos – sin encontrar reparos en el gesto de comernos vivimos diariamente.

Así, comer o no comer es la cuestión de Cannibalia, y cómo y cuando comes, o -si no- porqué y cuáles son las consecuencias. Acevedo, ya desmembrado, se prepara a desmembrarnos. Dentro del nombrado universo están los niños de Kabul, que saben, con inocente y visual teleología, “que debajo de su piel hay escondido un esqueleto”; Amin Dada, que se come a su chofer, a su jardinero, a una bailarina, a un pianista de hotel y goza y se relame y es y no es; y a los que, sentados frente al congrí el Metropol “se sirven cicatrices de relatos/con el pollo deshuesado del exilio”. Caníbal es el gentilicio para acabar con todos los gentilicios. Pero también la globalización es un kama sutra de posiciones devoradoras. Para comerse a los comensales que devoran el universo, hay que saber cómo se muerden los comensales en las gloriosas cenas de la Gran Familia Internacional, el Grupo – de los 7, de los 7 más uno, de los 8 – que en algún momento “devolverán sus estómagos al probar / el sabor amargo de sus propios cuerpos”.

“Comerse un estado es comerse un cuerpo”, escribe Acevedo. Entonces, también aquí dentro, las carnicerías de la guerra no tienen sustituto, y según Acevedo no hay moratoria posible si ya desde adentro se desplaza a todas las geografías posibles – desde la cama al garete a la ciudad al garete a los suburbios erotizados – y se excita con la polis gastronómica, o con el ágora que se evoca cada vez que hay fantasías de igualdad o de cómo ser o haber sido caníbal en la Grecia Antigua, o saber que “ser asesino cansa”.

Hay que tener estómago para las 44 libras carne que se comió el alemán, y deseo del bueno y del perverso para las 40 de verso en carne que se chorrea por Cannibalia. Pero todos queremos un canto de alguien. En el epígrafe de Clarice Lispector, que abre la segunda parte del libro, nos recuerda póstumamente la brasileña que quizás si no comiéramos pollo cocido en su propia sangre, comiéramos gente en su sangre. Pero es que lo hacemos, delirantemente, febrilmente. Somos Meiwes y Brandes en una sola carne, aunque no mordamos, y nos perdonan, y nos perdonamos, el colmillo y “la mirada de perro alucinado” que no se nos quita de los ojos. Nos queda, entonces, el simulacro placentero.

Sabiendo quizás que ocurren 3,527 actos de comer y dejarse comer por segundo, Acevedo termina su recorrido con un vespertino interludio, una merienda en la tarde, un buen repas de esos horizontales, un banquete en el que te dejan esperando más: ese desmembramiento encamado o la camada de desmembramientos que también puede ser lo que todos queremos aunque no pongamos anuncios. La destrucción que se solicita, “culmina con tu mordida suavemente caníbal / danzando / en el olor a biblioteca quemada – carne, saber – que es el mundo”. Y carne, sabor también en las mandíbulas de la desnudez a las que él y todos sabemos ser agradecidos. Como súplica, pidiendo más, el libro se va cuando el que escribe siente que lo destrozaron de placer. Destasajado dice: “qué gran bocado han tomado de mí”. Que todos siempre seamos tan afortunados.

Félix Jiménez es profesor de Comunicación en la Universidad del Sagrado Corazón y autor de los libros de crítica cultural “Las prácticas de la carne” y “Vieques y la prensa”.

Más crítica sobre el poemario Cannibalia en el blog Ohdiosas, de Mara Pastor. 

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