Tortículis: 4to Microrrelato Psicotrópico Allen Ginsberg-Churumba Cordero

Por Karla Román

 

Me levanté un viernes en la mañana con un dolor de cuello del carajo. Como muchas otras veces, me quedé dormida con los libros en la cama. Súmale eso la tensión del maldito examen de grado en dos semanas además de mi mala costumbre de acurrucarme sobre mi brazo derecho y tenemos la receta para un espectacular espasmo muscular. Sólo que no era uno cualquiera que se aliviaba con una repentina sacudida cervical. Era tan severo que apenas podía mirar a mi derecha. Afortunadamente, me recordé que tenía que ver a la ginecóloga. Maniobré como nunca con mi mano izquierda para vestirme y maniobré aún más para poder guiar hasta la oficina. Para mi alivio, no habían parturientas ni abortantes en la sala de espera por lo que no estaría mucho tiempo. A la media hora, la doctora me recibe y exclama: "¡Niña, pero qué tortícolis!" Añadió que en su experiencia médica no había visto un caso como el mío. Me miré finalmente al espejo y me percaté de cómo mi lado derecho del cuello estaba monstruosamente hinchado. "El papanicolau lo hacemos otro día" y procedió a escribir una receta de flexeril y cataflan. Me explicó que por ser restringidos los tenía que recoger de inmediato. Aún así, los recomendaba por la evidente severidad de mi espasmo. Además, me recetó sólo tres píldoras, por aquello de no fomentar vicio. Recogí las pastillas en El Amal, y fui a mi casita en Santa Rita. Busqué un vaso de leche y las tomé confiada que al mediodía estaría nueva y entraría a la una al trabajo en la biblioteca como si nada. Una vez me recosté para que las píldoras hicieran su trabajo, noté que las líneas entre la pared y el techo ondeaban como sinuosas serpientes. Mi humilde catre twin se convierte en un viscoso marshmellow en el que me hundo como trampolín inflable en casa de brincos. El aire se hace pesado y puedo ver la humedad suspendida como burbujas de jabón. Siento la brisa del abanico pasar en cámara lenta como si estuviera en parada. Todo giraba ante mis ojos como un caleidoscopio. Oigo lejana la voz de Minerva, mi vecina y gran amiga, gritar: "¡¡NEENA LEVANTATE QUE ENTRAMOS A LA UNA!!". Ni me molesté a contestar porque, total, su voz se oía como si estuviese a millas de distancia. Nada más con el testigo. Ya tengo los planes para este fin de semana.

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