¡Maldito frío! La exclamación del marqués fue tan directa como inesperada. Se irguió de la cama, desnudo pero cubierto con algunas de las pocas mantas que poseía y fue a buscar algo que añadir a un hogar en el que la combustión agonizaba. Justine levantó la vista de la sucia hoja de papel en la que escribía, describía, y tachaba de continuo las escenas de dolor y placer, humillación y exaltación, que vivía como aprendiz de meretriz al lado de su maestro y le miró con desaprobación y reproche por cortarle el hilo con el que su imaginaria musa tejía el texto. El olor a sexo, esencia inconfundible de animal sudoroso y deseo a punta de nariz, permeaba el aire frío de una habitación iluminada sólo por la vela de su pequeño escritorio y el brillo rojizo de unas pocas brasas que resistían valientemente una conversión irreversible al polvo gris de las cenizas. –Ven, Justine, acércate, dijo una voz suave que la llamaba desde debajo de la única manta que quedaba en la cama. —Necesito tu calor; algo que me entibiezca. –Voy, Marie, déjame terminar estas líneas antes que el maestro nos ocupe otra vez—contestó Justine. –Ven; lo puedes escribir en la mañana; necesito tu boca en mi sexo y tus manos en mis pechos; algo que por unos momentos me haga olvidar el invierno, dijo Marie con una mezcla de suspiro y titiriteo.–¿Por qué esperar al maestro si el verdadero fuego está en nosotras? Además, el maestro tiene imaginación pero lo que en verano apenas puede usar, en invierno casi está de adorno. Sin embargo nosotras… –¡Cállate, Marie! —exclamó Justine— Sin el marqués somos nada, sólo unas putas que en lugar de estar bajo techo estuviéramos en la calle suplicando que nos dejen abrir las piernas por un par de monedas. Techo, Marie, techo. –Vamos, Justine, tanto el marqués como yo, sabemos muy bien quién sustenta este lugar, susurró Marie con una voz que delataba complicidad. –Con más razón, Marie, déjame trabajar y describir el encanto de tu sexo en palabras que no se olviden fácilmente. Sólo tal pensamiento me mantiene tibia, contestó Justine con la cara encendida por lo que acababa de escribir. –Te deseo y tengo frío, Justine, suplicó Marie, déjame besarte; bésame, poséeme, caliéntame. –Voy, Marie…
Ilustración: "Justine", de Veronese.