Guía espiritual para destruir un mandala en la avenida Ashford

Caminé hasta no poder más. Llegué al Starbucks de la avenida Ashford y comencé a ubicarme en tiempo y espacio. El aire acondicionado y las alfombras me ofuscaban, pero a través de los cristales ahumados en verde pude divisar al tecato. Más allá, comencé a imaginarme a la gente desbordada en la playa. Celebraban el aniversario de la invasión norteamericana de 1898 y el cumpleaños del Estado Libre Asociado. Vi las ruinas de la discoteca Mikonos: un adefesio en forma de concha arrugada. Comprendí que la Ventana al Mar es un fiasco. Sorbí un poco más de mi café mocha. El shot me mató par de neuronas y junto con ellas la escena en fast forward de tantos consumidores en la calle buscando dinero en efectivo y gasolina. Vociferaban. Parece que el empleado de mantenimiento se dio cuenta de mi pánico y me echó una guiñada. Estoy aquí, hermano, quiso decirme. Yo viré la cara. La solidaridad de los bugarrones que alquilan películas en el Condom World cercano se me hacía más genuina. Me dieron ganas de comprarme unas chancletas plásticas en Walgreens. Único requisito: tenían que ser color rosado fosforescente. Salí del Starbucks y me acomodé en la parada de autobuses que queda frente por frente al restaurante Cherry Blossom. Quise imaginarme a un camionero comiendo sushi, pero no pude. Los camioneros japoneses, ¿qué comen? Un americano de pelo largo me salió al paso. Comentaba con una mujer haitiana que un tal Michael se había suicidado. Inmediatamente me remonté a mis días de jangueo con Gollito Sabater, un traductor de décimas de Chuito el de Bayamón del español jíbaro al inglés que hablan en Winsconsin. Lloré mucho, Gollito se suicidó hace unos días y yo todavía ando buscándolo. El olor del mar se me metía por las narices y el autobús no llegaba. Me rendí a mi suerte peatonal y el tedio de mi condición fracasada me llevó a apostar unas pesetas en el casino del Hotel Marriot. Un filipino enano trató de convencerme para que le pidiera a mi hermana que se casara con él. $5,000 por un certificado que lo eximiría de tener que regresar a la cocina del crucero Princess Of The Seas, su prisión flotante. Le dije que no, que no inventara, que yo era aspirante al ejercicio de la abogacía y que ella era una muchacha decente, no una cualquiera como él pensaba. Por supuesto que no me entendió. Pronuncio un inglés de pacotilla. Salí con paso redoblado para el cyber café más cercano. Pagué la cuota tarifaria, me conecté y leí el mensaje más importante de la semana: Vero se casaba con un rockero de Boston en la catedral irlandesa de esa ciudad y en otro estado, que es el grávido. Cerré la cuenta Yahoo con un movimiento de Mouse fríamente calculado. Todo está bien, Manuel, aquí no ha pasado nada. Todo se puede solucionar con un frappé de mangó que me venden más abajo. Vuelvo a caminar. Los chamacos solteros me observan desde sus autos. Diviso a lo lejos el Seven Eleven, pero no estoy para encuentros con la travesti del vecindario: Cristina Hayworth, que desde ese punto estratégico vigila a los transeúntes y les pita a sus machazos. Sigo con fe de encontrar la puerta del Great Taste Of China, recientemente remodelado. Entro, me siento, no cruzo miradas con el mesero, sólo exijo una bandejita de pique rojo marca el gallo dorado y dos palitos. Me gusta comer pique rojo con palitos. Eso me calma. Al terminar, exigí una galletita de la fortuna. La partí en dos, quise salir antes de leer el mensaje que me enviaba desde Sechuán un monje descarriado. No pude aguantar. Lo hice antes. “La falta de gasolina y dinero en efectivo provocará que se cure tu alcoholismo”. Palabras con luz de un hombre vestido con telas color azafrán y para colmo calvo. –M.C.C.

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