Resignación

El patrón de las manchas solares cambia cada once años, y eso nos afecta acá, en la playa de El Condado, a donde llegamos con nuestras camisillas y nuestras cremas bronceadoras para evitar la quemazón. Las gafas oscuras procuran que los ultravioletas no nos lastimen las retinas, mientras miramos hacia el horizonte perdido entre el cielo y el agua del mar.

Después de la resaca, lo mejor es huir hacia la orilla, descamisarse y lucir los músculos pectorales para que el salitre los acomode en justa perspectiva: el ocio y la tranquilidad oceánica provocan su relajamiento; la toalla sobre la arena que extiende la vecina y su guiño cómplice son una buena señal.

Noto que le falta un anillo a Neptuno, quizás el meteorito que lo impactó anoche lo dejó sin tracto sucesivo en medio de la obligación de circunvalar al gigante de la galaxia, gaseoso y gélido, todo lo contrario a nuestra envidiable posición estratégica como Isla Feliz del Gran Caimán.

La gran cocoroca dice cro, cro, cro y mi pensamiento playero desemboca en tantas cosas lindas: tengo una relación concubinaria estable, que se da el lujo de pasearse a las dos de la mañana de un miércoles cualquiera por el supermercado Pueblo De Diego. Además, mi familia me quiere: el otro día supe que mi hermana me puso como beneficiario de su seguro de vida laboral. Estoy saludable, mido seis pies con dos pulgadas, me fugo los domingos por la tarde a jugar fútbol en la cancha de la avenida Doménech y les doy palmaditas en las nalgas a los muchachos luego de que uno de ellos, cualquiera, anota un gol.

Leo la última novela de Zoé Valdez mientras el calor va apretando y el mesero del guest house me ofrece una Corona más. El noticiero de la madrugada anunciaba lluvia, pero fue falsa alarma, acá las olas están serenas, el agua está tibia y a los bípedos barbudos del exterior los invitamos a turistear.

La calma y la paciencia no son virtudes que me caractericen, por eso se me hace tan difícil reconocer la belleza de un pistilo que se desgrana de polen al viento, o de una caracola con interiores de nácar que se reflejan sobre mis gafas de astronauta vacacional. Tampoco suelo ser listo a la hora de decirle a mi marido que la resolana me mata, pero me gusta, porque tiñe las nubes con un anaranjado rojizo muy especial.

La naturaleza de mi trabajo me convierte en un ser desagradable, a veces, sobre todo cuando me toca repasar el inventario antes de cuadrar. Soy contador de tiendas por departamentos. Mi primera experiencia tuvo lugar en el Centro Comercial De Diego, en el pueblo de Río Piedras, qué recurrente ese prócer, donde ayudaba a Mamushka a contar pinchecitos de pelo, lacitos, peinillitas, corazoncitos de quincalla dominicana en gracia con la oficina de impuestos y patentes municipal.

Ahora me he promovido yo solo, porque mi profesión es independiente, y sirvo de contador en un banco de reconocido caudal. A pesar de todo, no he olvidado mis orígenes y, a cada rato, como hoy, cuando vengo a la playa para disfrutar de las bellezas de mi isla, repaso los tonos grises de mi pasado para compararlos con la bonanza de hoy.

Estoy satisfecho. Me ha tocado ser prisionero de mí mismo, lo sé, pero al menos puedo tomarme esta Corona al limón casi escarcha, relax, y mirar sin espanto, de frente, el lado más arcano del sol.

Ahorro para poder ver, el verano que viene, lo mismo, pero en la aurora boreal.

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