El grano de la paja: Palabras de presentación de los libros de Arnaldo Sepúlveda el 4-10-2008 en la Librería la Terulia del Viejo San Juan

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Escribe Manuel Clavell Carrasquillo
Librería La Tertulia del Viejo San Juan, PR
4 de octubre de 2008

Para descifrar algo de la “apropiada geografía” de la obra de Arnaldo Sepúlveda, hay que empezar por desempolvar “El libro de sí”, su primer libro de poesía, publicado en 1993 por el Instituto de Cultura Puertorriqueña. El enigmático sujeto que el autor va desdibujando en esas páginas, forjadas en el exilio del boricua a mitad de los años setenta del siglo pasado, durante varios años en Nueva York y en New Hampshiere, ya anuncia –de una forma bastante limpia y recatada– lo que será su destino manifiesto literario.

De ahí en adelante, la preocupación de Sepúlveda se concentra en “dar a gatas con las señas de sí mismo”. Dicho de otra manera, los sujetos que protagonizan sus textos están enfrascados en el proceso de dar con ellos mismos divididos entre otros, “descarnados, ficticios, y culecos”.

Asimismo como los alpinistas aficionados o profesionales tienen que bregar con los acantilados y las grietas más profundas de la tierra para satisfacer su hambre de descubrimiento (un hambre posiblemente inútil pero propiciatorio de gozaderas que sólo ellos entienden) el sujeto errante de “El libro de sí” se mueve de un lado para otro, de la isla de Puerto Rico a los Estados Unidos, y viceversa, arrastrándose por la vida para mudarse e instalarse un rato en su más profunda herida interna. En este caso, como él mismo confiesa, ese abismal desplazamiento hacia sí mismo está guiado por la peste o el maldito hedor que nunca cesa.

Varias preguntas surgen inmediatamente: ¿Cuál es la ruta escogida por Sepúlveda para abrir camino?, ¿cuál es el método que prefiere para llegar a ese otro lado oscuro y apestoso?, ¿qué olores objetables sirven para identificar esos cadáveres putrefactos serían las guías de este sujeto poético aparentemente necrófilo?

En términos de técnica, Arnaldo les echa mano a tres herramientas principales. Por un lado, maneja con destreza el recurso de la paráfrasis, que no es otra cosa que traducir a los versos un sentimiento original tratando de imitarlo, pero sin tener consideración alguna con la exactitud de lo que se ha sentido. Por otro lado, todos sus textos están salpicados por la mancha de la reticencia, que es el arte de no decir las cosas sino en parte o de forma incompleta. Además, recurre insistentemente a la perífrasis, o al arte de expresar las cosas por medio del rodeo constante.

En otras palabras, los desdoblamientos literarios del autor, expresados mediante los heterónimos de Dito, Pinguín, el Srto. Etcétera y otros tantos, están todos envueltos en una niebla lingüística problemática y hasta repulsiva para lo que él llama la forma de leer pequeñoburguesa, que es la adopta por esa gente que pasa por la vida súper nice en fila india hasta llegar al counter de servicio sólo para regresar a la cola.

A pesar de todo esto, todavía en el “Libro de sí” la peste de la herida a la que hacía referencia hace un momento no provoca náuseas ni mareos. Habrá que esperar varios años, del 1993 hasta el 2008, para recibir el cantazo hediondo y motivado por la pura mala leche que Arnaldo, este autoproclamado escritor Don Nadie, nos da hoy con la publicación de estos tres libros monstruosos.

Asimismo como el asesino Jeffey Dahmer, uno de los personajes más macabros de los textos, planificó y ejecutó el asesinato y desmembramiento de decenas de hombres negros homosexuales en Milwaukee, para comérselos sin cuchillo ni tenedor hasta hartarse de carne humana semidescompuesta, Arnaldo renuncia a la vida laboral como traductor y se retira con sus ahorros a escribir y rescribir hasta que quedaron perfectas las tres “gracias” de la editorial A puto el postre que hoy estamos celebrando. Como nota al calce, habría que decir que Arnaldo explica que el postre no es otra cosa que el consuelo de los putos. Es decir, el consolador de los lectores no invitados o apóstatas a la cena del Señor que nos conformamos con la miseria del bomboncito envenenado que ahora nos chupamos.

Para mí, la masacre de la hermosa paz de nuestros sepulcros comienza con el libro “Jugar al escondite de Popa y su Srto. Pinguín, colindantes y desamados”. Allí, Arnaldo describe una relación romántica que, como todas las que conozco, tiene varios vicios de construcción. La pareja no es más que una “fatalidad de carne encadenada” que consta de dos personas bellacas, pero “esperanzadas en un duelo” y, para colmo de males, ambas siempre tienen el “odio entarimado en pleno amor”; gran dilema.

Pinguín declara que anda enamorado de un culo, un culo de mujer, pero también dice que el destino de Popa será dársele a la fuga. Popa, por su parte, se queja de que Pinguín es hermoso pero que se ausenta, que a veces está pero no está, como ido. Así que los puntos de supuesta correspondencia sólo se unen momentáneamente en una cama con sábanas manchadas de sudor, semen y sangre en Fort Green, uno de los barrios de Brooklyn, escenario de soberanas mamadas y clavadas mutuas interrumpidas sólo por el tedio, el ladrido de los perros y un primer intento medio tímido de autosucción. Más adelante se verá que es eso.

En el libro “Son serán, o sonetos del hedor”, Arnaldo finalmente logra empacar con lazo y moñita la escarlata que hoy esta librería nos vende. El autor toma el modelo del poemario “100 sonetos de amor y una canción desesperada”, del gran poeta Pablo Neruda, para rendirle un homenaje escatológico a la antigua tradición de la poesía romántica. El libro, que esta vez sólo contiene 50 sonetos, como si Arnaldo quisiera probar que se puede ser tan bueno como Neruda, pero mejor, con sólo la mitad de sus materiales, presenta a la pareja torcida de Madriguera y Dito, embarrada de rabo a cabo con las pestes de sus almas y sus cuerpos en una cama de Eugene, en Oregón.

A uno le parece que las lascas de la otra le saben a cerveza fría con morcilla y, a la otra, le parece que la dicha del uno se esconde en las ranuras o verijas, un “fardo chuchin de gajos y legajos”. De esta forma, metidos hasta el nié de una relación enferma y sadomasoquista, como casi todas las que conozco, Dito surge como un gran “baladista del pus”, como un sujeto atractivo y repulsivo a la vez que grita a los cuatro vientos que lo que le interesa es sorberle el espanto a su amada como si fuera mantecado de fresa.

Al igual que en “Autosucción”, el último libro que voy a comentar, en “Sonetos del hedor” hay una justificación para este descenso a la mierda o a los infiernos al que se dirige el ser humano desde la Odisea para acá, pasando por el detallito de Dante.

Dito se pregunta: “¿Cuántos mamaron como nosotros? Después de esta pregunta filosófica por excelencia, Dito establece su maquiavélico plan de conquista. Dice: “Cuquemos las calcadas parejas de primera plana, amemos al hedor que desmembró sus críos. Más adelante añade: “O bailan juntos o no baila nadie”.

Pero, ¿qué pasaría si, justo después de entonar ese discurso panfletario marxista de los guerrilleros tupamaros que exige que los cuerpos bailen juntos o no baila nadie, el sujeto revolucionario, ya congraciado o fundido con el hedor de la humanidad, se va en un viaje de “autosucción” con pocos límites?

El epígrafe de este libro narrativo de Arnaldo, atribuido al insoportable filósofo Elías Canetti, indica que “lo decisivo es el saber torcido”. A esa premisa se le suma la del poeta Ezra Pound, que establece que “el lenguaje sea la herramienta más poderosa de la perfidia”, que no es otra cosa que la deslealtad, la traición o el quebrantamiento de la fe debida. Así que, en suma, cuando uno le vuela las tapas al libro “Autosucción”, y se encuentra con la descripción cruda de un sujeto que se tiende sobre la cama para mamarse él mismo su propio pipí, hecho un giñapo de gimnasta erotizado con su propio olor, en realidad con lo que uno se encuentra es con la imagen de la lengua sedienta, estirada y torcida, tratando de llegar a donde no está autorizada a llegar; ni física ni moralmente.

Por eso es que Etcétera, y los demás heterónimos de Arnaldo que convergen en su libro “Autosucción”, se meten en tremendo lío luego del fracaso del acto de “automamarse” a sí mismos a través de las palabras. El resultado no es más que una sucesión de textos seminales heterogéneos y porosos por los que se cuelan recetas de cocina, cartas, memorandos, proclamas cuasigubernamentales, exámenes escolares, minutas de reuniones, obituarios, apuntes, listas, horóscopos, inventarios, discursos, una pieza dramática… en fin, un chorro de palabras fluidas que sirven para introducir la idea de que la escritura no sirve para nada; inclusive dar cuenta inmediata, concisa y rapidita de lo que es el ser mismo.

Bueno, en todo caso, como dice Etcétera para tratar de consolarnos, lo que quiere decir esto es que la escritura no sirve para ir al grano de todo ese reguero de gente y pus que está metido en el Uno Mismo frente a los Demás o en el Otro.

Regresando a la metáfora de la frialdad del asesino Jeffrey Dahmer al ser interrogado por la policía en cuanto a los asesinatos que cometió en Milwaukee, la obra literaria de Arnaldo esta aquí hoy con él, sentada en el banquillo de los acusados, confesando que permanece fugada por la tangente de la vaginal, perdida en el enmarañado vello púbico que esconde el grano latente de la determinación fracasada, deleitándose con la rica tortura de no tener que poner jamás, a lo largo de cuatro libros horrorosamente bellos e interminables, puntos finales.

Después de esto, entonces, lo único que resta es darle las gracias a Arnaldo por negarse a separar la paja y pedirle que, por favor, para sus próximos libros, “Zumo de broza” y “Lengua prensil”, se la vuelva a jalar mucho más allá del grano.

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