Juego de escondite o análisis póstumo del juego al esconder

sexyman 

Escribe Manuel Clavell Carrasquillo

¿Dónde el rincón de la ciudad para esconder al hombre que se quiere comer? ¿Dónde el lugar clandestino favorecedor de morbos y mordiscos sin que se entere el enemigo rumor? A lo mejor favorece el full disclosure del contacto público y el manoseo sin estress después de la cacería. Hay una prisa de tactos y olfatos que necesita cierta conversación que la aplaque, unas palabras que vengan a darle muerte natural. Entonces pasa el estruje a ser degustación e historia con su respectiva nostalgia inmediata por la caricia ideal siempre en mente que quizás fue pero que inevitablemente -al estilo yonqui- se anda buscando con sed de animal rastrero que ha bebido torrentes de agua con sal. Cierto vitalismo invade el rush del abandono del qué dirán y el asomo del qué se joda. Uno quisiera mantener la sospecha del existencialismo racionalista y la praxis del verdadero revolucionario comprometido con la transformación social. Uno quisiera arrepechar hacia la aurora del bien común y el orden que supuestamente sirve de alfombra del OK, pero la carne jala hacia abismos menos filosóficos. La carne jala hacia el optimismo de Cándido y el carnaval de Brasil con zungas y pingas enhiestas o cricas en plena apertura de lubricada flor. Ay ay ay del detente profiláctico de los CDC federales y las educadoras en salud. Las curas en salud que no aplican cuando la hormona se mezcla con el verde esperanza y una gotita suelta de Black Label y algún fármaco over the counter de algún amigo invitacional. Un vitalismo que lucha por dejar de ser bobo en medio del anfiteatro Tito Puente el domingo primero de junio, ya exento de la Ley Seca debido a las primarias presidenciales y la parada de orgullo gay que se celebra ese día con un montón de dragas jíbaras de la ruralía nacional. Un vitalismo cojonú, si se quiere, de pelo en pecho y deseos de meterle el dedo en la boca con acelerada lujuria al prójimo a pesar del asco, tal y como apunta el maestro Arnaldo Sepúlveda en sus sonetos del hedor. Un vitalismo hecho las paces con el juego al escondite de mi ser que había llevado a término nuestra Julia de Burgos arrastrada por las cunetas de Nuevayol y que renace macho y río hombre en ciertas propuestas igual de melodramáticas y censurables en un carro Thumbird del 96 en la De Diego con cristales ahumados y un reguero de papel toalla en el dash mientras los dueños se relamen las pezuñas al son de reguetón y Red Bull metiéndose par de rayas antes que llegue la policía y los coja en plena faena del buen mamar. Entonces dicho vitalismo desemboca en la represa china que se rompió después del terremoto de la semana pasada y que se arregló en un santiamén porque son par de millones de manos chinas aguantando las grietas unas contra las otras, par de cuerpos puestos en fila así como muro de contención del death wish que les vino encima a pesar de oraciones y súplicas, doblez de rodillas e inciensos, queriéndolo o no después de la consulta de la galletita de la fortuna roja en forma de vulva loca. Vitalismo vúlvico, en resumen; vitalismo vérguico (no ya védico) sin remedio ni planes de brincos y saltos en contra de la ley de gravedad. Una orden sadomasoquista, una comía de culo bien da en medio de la rutina estúpida y el proceso de reintegro colonial. Que llega así, más allá del cheque: el vitalismo falso, no queda otro, el vitalismo imaginario pisado con gas natural y par de pastillas, (la Madre Teresa se fuma un blunt en Plaza Las Américas y le cierran la tienda de parafernalia) un vitalismo de arranca y vámonos que llegaron los tiguerones de la hermana república, con perra o sin perra amarrados a la perra vida de la capital en su eterno aburrimiento passé menos un hombre grande y sucio pero bien vestido, con algo de Jean Naté, que se venga rápido primero y despacio después para deleite del propio sujeto vitalista en cuestión y atribulado, el individuo trabajador y poquitacosa herido de “na nuevo que decir” @ “na nuevo que actuar”.    

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