La Gatita (De la antología de relatos inéditos ‘Zooílogico’)

gatita y sus cr  asEscribe Emanuel Bravo
Redacción de Estruendomudo

Un día vi confusión en la mirada del místel. Hasta yo, el Rubén que cree en la abstinencia y en el amor, que por respeto nunca ligo muchachas (sobre todo si son decentes), sentí un calor debajo del ombligo cuando llegó al salón la Gatita.

Yo nunca he tenido relaciones con una muchacha, y no las pienso tener hasta que me case con una que me enamore bien brutal. Yo sé cómo es la cosa porque juego San Andreas, y ahí, por chavar, recojo prostis de los muelles. ¡Está brutal cuando el carro se menea y suena el “escuiqui-escuiqui” de los chocansorvel.

Ese día la Gata entró 15 minutos tarde al salón, y cuando su cuerpo esquivó los pupitres alzando sus pompis para no quedar pinchá, todos nos pasmamos. Los ojitos los tenía achinaos, los labios grandes, la piel como Quick con leche clarito (como me lo hace mami), las nalgas bien parás, pero las piernas flacas de modelo, y las tetas pequeñas pero con forma. Alex y Alexis se miraron, Héctor abrió su sonrisota, los hermanos López soltaron un “¡Diaaaaaablo!”, Carmen la panzona se sobó una teta, yo sentí electricidad abajo, y en la cara del místel se podía adivinar lo que pensaba: ¿Qué carajo voy a hacer ahora? Y es que el místel había luchado para mantener la clase en orden. Las primeras dos semanas batalló para que los hermanos López dejaran de venir borrachos al salón, para que Carmen viniera todos los días, para que Héctor y Alexis no se quedaran fumando en el callejón, para que nadie se burlara de mis pantalones ni de mí. Es más, ese día todos parecíamos hermanitos trabajando… algo difícil de imaginar, porque en mi salón hay de toda clase de loco, anormal y maleante. La Gatita no tenía ningún problema, y se sentó sonriéndoles a los muchachos más grandes, a mí no.

El mistel suspiró –una vez lo vi hacer eso cuando Wilfre casi muere de una sobredosis en el salón– y fijó sus ojos en los de ella. Su quijada se alzó como si tratara de no mirarla por debajo del cuello. El trataba, yo no podía dejar de mirarla. Mi vista se tiraba en la chorrera de su pelo negro rizo, como una gotita de helado de chocolate seguía por sus hombros, que no deberían llamarles así porque “hombrunos” no eran. Después le seguía bajando por la espaldita, y con la tira del braciel se me iba subiendo el te puedes imaginar –como con las Victorias Secrets de mami. Trataba de atender a lo que decía el místel; a nadie le importaba. Creo que él lo sabía, que hasta yo, que conversaba con él en el almuerzo sobre problemas en la escuela, y que era su protegido porque los abusadores de la escuela me hacían llorar, no podía poner mi mente en otra cosa que no fuera su braciel.

Los períodos de clase se fueron en la Gatita. Los muchachos más grandes se llevaron su número. Ella les prestó su celular cubierto de piel rosita, más nena que ella, con un corazón de diamantes. Alex le grabó todos sus números. Después Alexis hizo lo mismo. Héctor también, pero le alzó la voz como si fuera a darle una buena noticia –Tengo una pegaera a esos ojitos achinaos tuyos, estoy enchufao en directo. ¿Mera? ¿Achoo… te las vas a echar de pitcher o me vas a llamal? Tírate pa’ la playa este wiken conmigo… Achoo pa’ velte en el gistro–. La Gatita despegó los labios –Dale sí, acho tú te ves cortaíto, pero la novia–.

Héctor saltó de la silla –¿Qué novia ni que novia?, con lo buena que tú estás, olvídate de eso. Vamo’ apasarno ‘e la raya. Mami esa carita ‘e gatita sandunguera no engaña. Negra, vente conmigo pa’ motivalte, mami, tú pareces una chamaca de video de reggaetón–.

Yannie fue el único que la miraba de lejos tapándose la boca con la mano, con duda, como si viera en ella algo invisible. Sonreía mucho, hablaba bajito, su voz era bien dulce. El místel perdió el día, y la dejó castigada 15 minutos después de clase. A mí me encantó la idea, porque yo siempre me quedo 10 minutos después de la clase ayudándole a lavar la pizarra. La iba ligar por un rato más.

A la salida, mi amigo Jeffrey, el otro muchacho más bajito de la escuela, se asomó a la puerta y gritó –¡Coño! ¡Esa es, que buena e’tá!– Yo le hice la señal de te veo abajo. El místel se sentó frente a ella mirándole los ojos, –Aquí hay unas reglas que tienes que seguir: primero llegas temprano… –En este punto yo supongo que ella realmente no escuchó. –Segundo, traes libreta. Tercero, levantas la mano para hablar. Cuarto, no hablas con tus compañeros a menos que haya una actividad en grupo o discusión.

Ella le sonrió. El respondió con una sonrisa sarcástica –¿Tú me entiendes? Yo no tengo problema con que seas sociable, con que quieras conocer a los muchachos, en el almuerzo, pero aquí trabajamos, y si tú no quieres trabajar dile a tus padres que te saquen de aquí, que no boten sus chavos. Ella, serena, le contestó –Ta bien místel. No voy poder venir mañana porque tengo una terapia con mi psicólogo. Servicios Sociales me quitó mi nena de tres meses y no me la van a dar hasta que termine las terapias–. El místel no tuvo más que decir. Ella se fue. El se quedó mirando a la pared. Yo terminé lo mío, y le dije –¡Diablo, mistel! El suspiró –Ya tú ves.

El bellaquito de Jeffrey me esperó en la parada de guagua pidiéndome la exclusiva. Le dije que se olvidara. Todo esto me dañó la cabeza: cada vez que recojo una puta en San Andreas trato de no recordarme de la Gatita, pero ella regresa a mí con su buen cuerpo, con sus problemas, con su beba, aunque jamás entra a nuestro salón.

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