En Casanova (Fragmento de novela inédita)

panicoEscribe Francisco Font Acevedo
Especial para Estruendomudo

No había casi nadie en El Boricua cuando llegué. Unas horas después se llenaría de estudiantes, pero todavía era temprano. Un cantor de protesta venido a menos estaba de pie en el mostrador de la barra. Saltaba a la vista que su valor de cambio era cero. Fumaba los cigarrillos en cadena, bebía cerveza y de vez en cuando se empinaba una caneca de ron que llevaba en el bolsillo trasero de su pantalón. Envuelto en el denso humo del cigarrillo, el hombre parecía sacado de una novela negra. Hablaba sin cesar a Matilde, la bartender, sobre algún detalle del concierto que daría en el Centro de Bellas Artes de Santurce en diciembre. Los asiduos veníamos escuchando aquel cuento hacía rato. Según me dijera Matilde, todos sabían que el concierto sería en diciembre pero no de qué año. Hacía dos, casi tres años que el cantor hablaba de los preparativos del concierto.

Al verme, Matilde me saludó e hizo una mueca de tedio señalando al concertista. Ordené una cerveza, me la sirvió y me miró como suplicándome que la relevara. Me hice el desentendido: no tenía paciencia ni nariz para soportar aquella monserga. No tolero el humo de cigarrillo.

Me senté en la terraza del local. No había nadie con quién conversar y muy poco para alimentar la pupila. No había movimientos bursátiles en el paisaje. En algunas estructuras aledañas podían leerse algunos graffitis de la última resaca de protestas estudiantiles. Nada muy original que digamos, las mismas consignas de hace cuatro décadas: abajo imperialismo, fuera yankee, patria o muerte, etc. El letrero de El Boricua tenía el dibujo de un machete revolucionario y en la pared de la fachada una pintura en air spray gris de Betances. El padre de la patria tenía una expresión tristona en los ojos y la barba le lloraba más que de costumbre. No lo culpo: aquel cuento infinito del cantor le daba ganas de llorar a cualquiera.

Me quedé fijo observando el bigote de Betances. Por alguna razón no podía dejar de mirarlo. El air spray le había dado una cualidad sedosa que alteraba lo crespo que debió haber sido en la realidad. Era casi como si estuviera hecho de algodón. Si hubiera estado solo me hubiera echado a llorar allí mismo, no por nostalgia patriótica, sino por desamor. Ver aquel bigote de algodón me recordó a Dora, a mi amada Casidora.

Yo venía de varios fracasos amorosos cuando la conocí. Estaba tratando de combatir el acné que me había provocado mi último desamor. Sucedía queMendieta conocía a una mujer, me entusiasmaba con ella, ésta se entusiasmaba conmigo, salíamos un par de veces, nos acostábamos, vivíamos una luna de miel por varios meses y, de pronto, al momento de definir una relación más estable, kaput, la mujer me acusaba de inmaduro y me dejaba. Por más que me preparara mentalmente para ese momento, la acusación de inmadurez siempre infectaba la piel de mi cara y enseguida comenzaban a brotarme espinillas y barritos. Era como si mi rostro se tomara unas vacaciones del resto del cuerpo para darse un viaje a mis años de adolescente. Hasta que no pasaran al menos dos semanas del rompimiento mi cara no volvía a su verdadera edad. En el ínterin debía explicar a mis compañeras de la Ofinica y a mi padre que el acné era el efecto antibiótico de mi cuerpo contra el estrés. No sé si me creían, tal vez no, pero por lo menos tenían el tacto de nunca cuestionarme. Sólo Chepo conocía la verdadera causa. Le bastaba verme la cara para saber que estaba en medio de un nuevo descalabro amoroso.

–Te conviene masturbarte, Dimas. Es la mejor maniobra para devolverle la salud al cutis –me aconsejaba cada vez que me ocurría.

Tal vez Chepo tenga razón, no sé. Nunca he podido seguir su consejo. No antes de que pasen por lo menos dos semanas del rompimiento, dos semanas de luto, como dice mi amigo. En estos días, de hecho, me está volviendo la lozanía al rostro. Ya era tiempo. Al principio de esta semana se cumplió el periodo de luto por el abandono de Casidora.

La había conocido en un parque de diversiones bajo techo llamado Wonderpark. El sitio estaba atestado de niños incordios que iban de un lado a otro, de fila en fila para montarse en las machinas o jugar en las maquinitas de videojuegos. Era todo lo que ofrecía el lugar: entretenimiento con luces de neón. Pero a mí no me importaban las atracciones ni los niños, sino sus madres. Estaba allí en busca de amor.
Todavía me quedaban en la cara los vestigios de mi último desencuentro amoroso, una o dos espinillas. Mi relación con Grecia, una estudiante de Administración de Empresas, había sido breve. La mujer siempre vestía de etiqueta ejecutiva y su valor de cambio era inestable. Por un lado, sus piernas, dos columnas que hacían honor a su nombre, cotizaban sus acciones muy por encima de la media del mercado. Por el otro, su boca, amordazada por un bozal ortodoncista, la hacía susceptible a una penosa depreciación. Era, pues, como sus orejas, ni lindas ni feas: de valor promedio. Tal vez por la cualidad intermedia de sus orejas, el barómetro principal de mi apreciación femenina, nunca llegué a enamorarme de Grecia. Probablemente, por la misma razón me quedé impasible cuando, al mes de estar juntos, me confesó que se había acostado con su jefe, un abogado de un prominente bufete. En todo caso, el saldo de su abandono fue menor: sólo una boba constelación de espinillas en mi frente.

Habiendo fracasado con una estudiante universitaria, me hice de la idea de relacionarme con una mujer más madura, de más experiencia en la vida que, contrario a Grecia, no fuera vulnerable a las fluctuaciones del mercado masculino. Wonderpark me pareció el lugar perfecto para encontrarla. Por el superávit de niños en el parque de neón las probabilidades de hallar allí a una madre divorciada o soltera eran altas. Una mujer así, que al mismo tiempo conociera la felicidad de la maternidad y la infelicidad del desamor, sería perfecta para ponerle fin a la cadena de mis infortunios amorosos.
Mi idilio en Wonderpark no fue la consecuencia de un amor a primera vista. A decir verdad fue mi premio de consolación. Antes de conocer a Casidora, había intentado conquistar a otras dos madres. La primera, al saber que andaba solo, tomó de la mano a su niña de seis años, un globo rosáceo con el cabello lleno de horquetillas, y se apartó de mí pensando que yo era un pedófilo. La otra, menos brusca, no quiso darme su número de teléfono cuando supo que yo no tenía celular y que vivía en el casco de Río Piedras. Descorazonado por ambos rechazos, me acerqué sin mucho entusiasmo a Casidora. Su mahón pegadísimo prometía la excitación de una montaña rusa, pero su cabellera rala y la brocha fina de su bigotito hacían pensar en una casa embrujada. Sin duda cotizaba muy por debajo de las madres que ya me habían rechazado, pero recordé lo que ese día Ruk nos había pronosticado a los escorpios: “Encontrarás el amor donde menos tú lo esperas”.

casanovaAsí fue.

Volví a conocer el amor en el algodonado bigote de Casidora. Como ocurre con todas las mujeres feas, su mayor encanto estaba oculto al ojo público. Lo descubrí la primera vez que hicimos el amor. Debajo de los mechones laterales de su dispersa cabellera se escondían las orejas más bellas que he visto en mi vida, dignas de un altar. Seis dichosos meses estuvimos juntos y, si no hubiera sido por el mocoso de su hijo, seguramente hubiéramos terminado casados. Yo estaba dispuesto a soportar al pequeño Tito y su mala costumbre de comerse la secreción viscosa de su nariz, pero, según mi amada, yo era muy inmaduro como para ser padrastro de su hijo y me dejó. Su sentencia fue final y firme: un hombre que escribía cochinadas no podía ser un buen modelo para su niño. Dora, mi bigotuda Casidora, había descubierto y leído mis apuntes para Kamataleón, el thriller pornográfico que me disponía a escribir.

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